La verdad sí existe y sí es posible conocerla, pero casi siempre se refiere a realidades que tienen un gran número de dimensiones o aspectos.
Por eso en el caso que llevó a la indagatoria del presidente y senador Uribe, es posible y necesario distinguir varias verdades: la verdad judicial, las verdades políticas y la verdad histórica.
La verdad judicial es simplemente la que digan los jueces. En una sociedad civilizada existen un sistema y unas reglas especiales para decidir sobre el asunto más difícil de todos: quién cometió un delito y cuál pena merece.
El sistema y las reglas se proponen lograr que la verdad judicial se ajuste exactamente a los aspectos relevantes del caso: si hubo un delito y si su autor fue el acusado. Por eso se supone que esta verdad es la más fiel interpretación posible de los hechos relevantes, de modo que esa es la única y absoluta verdad… para efectos legales.
Pero los jueces pueden equivocarse, y este riesgo es mayor cuando el sistema presenta grietas que en este caso incluyen dudas sobre la sala o salas competentes, los testigos —delincuentes y por tanto no creíbles—, la violación continua de la reserva sumarial, el precedente nefasto del “cartel de la toga” y la vieja pelea entre Uribe y la Corte Suprema de Justicia.
En medio de esos ruidos —y para dirimir la tenue línea que separa la coacción o el soborno de la exigencia legítima de que el testigo no diga mentiras— nos encontramos ante el choque entre la imagen de Uribe y un sistema judicial en el cual no confía el 79 % de la gente (según la última Gallup).
Por eso la verdad judicial —cualquiera que ella sea— no cambiará las opiniones sobre Uribe. Las posiciones están consolidadas y cada quien concluirá que este proceso solo vino a confirmar lo que sabía: que Uribe es un bandido o un perseguido político, que esta vez no lo pillaron o que no había delito.
De manera que, al margen de la verdad judicial, seguirán existiendo dos verdades políticas, y este proceso habría venido a revivir o agudizar la polarización que ha marcado nuestra historia reciente —incluso con amagos de llegar a la violencia—.
Pero Uribe desistió de su renuncia al Senado, y no creo que la Corte incurra en la torpeza de ordenar la detención preventiva de un líder al que tantos idolatran. Con esto bajarán las aguas y seguiremos a la espera de otro fallo —y una eventual condena— que por supuesto tardarán varios años.
Queda entonces la verdad histórica, que no depende de un proceso judicial ni tampoco de pasiones banderizas. La verdad que resulta de mirar al conjunto de la vida, la obra y el legado de quien sin duda dedicó varias décadas a ser la cúspide y el centro de una guerra exitosa contra la principal guerrilla de Colombia, y donde también sin duda fueron empleados los medios legales y los criminales.
*Director de la revista digital Razón Pública.
La verdad sí existe y sí es posible conocerla, pero casi siempre se refiere a realidades que tienen un gran número de dimensiones o aspectos.
Por eso en el caso que llevó a la indagatoria del presidente y senador Uribe, es posible y necesario distinguir varias verdades: la verdad judicial, las verdades políticas y la verdad histórica.
La verdad judicial es simplemente la que digan los jueces. En una sociedad civilizada existen un sistema y unas reglas especiales para decidir sobre el asunto más difícil de todos: quién cometió un delito y cuál pena merece.
El sistema y las reglas se proponen lograr que la verdad judicial se ajuste exactamente a los aspectos relevantes del caso: si hubo un delito y si su autor fue el acusado. Por eso se supone que esta verdad es la más fiel interpretación posible de los hechos relevantes, de modo que esa es la única y absoluta verdad… para efectos legales.
Pero los jueces pueden equivocarse, y este riesgo es mayor cuando el sistema presenta grietas que en este caso incluyen dudas sobre la sala o salas competentes, los testigos —delincuentes y por tanto no creíbles—, la violación continua de la reserva sumarial, el precedente nefasto del “cartel de la toga” y la vieja pelea entre Uribe y la Corte Suprema de Justicia.
En medio de esos ruidos —y para dirimir la tenue línea que separa la coacción o el soborno de la exigencia legítima de que el testigo no diga mentiras— nos encontramos ante el choque entre la imagen de Uribe y un sistema judicial en el cual no confía el 79 % de la gente (según la última Gallup).
Por eso la verdad judicial —cualquiera que ella sea— no cambiará las opiniones sobre Uribe. Las posiciones están consolidadas y cada quien concluirá que este proceso solo vino a confirmar lo que sabía: que Uribe es un bandido o un perseguido político, que esta vez no lo pillaron o que no había delito.
De manera que, al margen de la verdad judicial, seguirán existiendo dos verdades políticas, y este proceso habría venido a revivir o agudizar la polarización que ha marcado nuestra historia reciente —incluso con amagos de llegar a la violencia—.
Pero Uribe desistió de su renuncia al Senado, y no creo que la Corte incurra en la torpeza de ordenar la detención preventiva de un líder al que tantos idolatran. Con esto bajarán las aguas y seguiremos a la espera de otro fallo —y una eventual condena— que por supuesto tardarán varios años.
Queda entonces la verdad histórica, que no depende de un proceso judicial ni tampoco de pasiones banderizas. La verdad que resulta de mirar al conjunto de la vida, la obra y el legado de quien sin duda dedicó varias décadas a ser la cúspide y el centro de una guerra exitosa contra la principal guerrilla de Colombia, y donde también sin duda fueron empleados los medios legales y los criminales.
*Director de la revista digital Razón Pública.