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En los últimos años, el aguardiente –la histórica bebida destilada colombiana (y venezolana, panameña, ecuatoriana y peruana)–, ha experimentado un descenso acelerado en su participación de mercado, hasta el punto de ver su futuro bastante embotellado. Sólo la introducción de medidas radicales, incluyendo una posible venta o cesión de las plantas productoras al sector privado (actualmente son patrimonio departamental), podría salvar a esta amenazada industria, cuyos recursos se han destinado a financiar proyectos sociales, aunque sus arcas también han sido presa permanente de la corruptela local.
De acuerdo con un estudio realizado por la firma Zarama y Asociados a nombre de la Industria de Licores del Huila, el consumo del destilado, en los últimos cinco años, ha disminuido en un 23% en todo el territorio nacional, pese a que la demanda ingiere todavía unas 72 millones de botellas anuales. Entre las causas, Zarama cita la lenta respuesta de los productores ante la arremetida de los sustitutos importados.
Pero también es cierto que las nuevas generaciones (la X y la Y, principalmente) ya no se ven reflejadas en productos, estilos y campañas de promoción que poco han evolucionado en el tiempo. Recuperar el terreno perdido no sólo tomará tiempo, sino mucho dinero. Pero más que eso, se requerirá de una sobredosis de creatividad, que, hasta ahora, no se ve en el horizonte. Las casas productoras departamentales mantienen las mismas marcas, las mismas etiquetas, los mismos envases y las mismas invitaciones al consumo. Y aunque se han presentado algunas innovaciones en los niveles de azúcar y de alcohol, y en la introducción del tetrapack, éstas han sido insuficientes para detener la caída.
La imagen del aguardiente está asociada a agudos estados de embriaguez y a sus consecuencias en el comportamiento humano. En cambio, otras bebidas como el vino y la cerveza se conciben como más familiares y cálidas, y menos dañinas. La idea del “fondo blanco”, a la hora de servir, se asocia con un estado de máxima virilidad, lo cual circunscribe el consumo a segmentos masculinos y a ciertos estratos socioeconómicos.
¿Cómo remozar al aguardiente y volver a encarrilarlo en nuestras preferencias de consumo? Valdría la pena mirar los casos de Perú y México, con sus múltiples piscos (aguardientes de uva) y tequilas (destilados del jugo del mezcal), que no sólo sorprenden por sus estilos, etiquetas y envases, sino por sus múltiples sugerencias de consumo, incluyendo su papel en la gastronomía. Los primeros, por ejemplo, se subdividen en cuatro categorías principales: puro, aromático, mosto verde y acholado, y los segundos, en blanco, reposado y añejo. Nuestros aguardientes (procedentes de la caña de azúcar), en cambio, se tienden a mezclar con anís y nada más, lo cual los hace planos y aburridos.
Han sido tímidos los esfuerzos para encontrarle al aguardiente usos distintos al de la euforia de pasarla bien. Poco se ha hecho, por ejemplo, para promocionarlo como coctel, aperitivo, acompañante de la gastronomía criolla o bajativo. Destilados de otras banderas, como whisky, ginebra, vodka, grappa, Cognac, Armagnac y Calvados, entre otros (independientemente de la materia prima utilizada), han calado hondo entre sus consumidores naturales y en el mercado internacional. En su mayoría, la producción ha estado en manos de tradicionales familias o de grandes multinacionales privadas.
Estoy seguro de que un trabajo encaminado a innovar en tipos y estilos puede poner nuevamente de pie a los tradicionales productores de aguardiente colombiano, para que quizás, algún día, podamos apreciar gamas que vayan desde el puro, hasta el aromatizado, mezclado e, incluso, el añejado. Pero tomar esas decisiones, como lo demostró la transformación e innovación de producto emprendida por la cervecera Bavaria, requiere más de voluntad empresarial que política. Y la primera no propiamente abunda en las empresas licoreras departamentales.
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