Es claro que el Gobierno afronta problemas serios en materia de seguridad. Y que el Gobierno tiene no el derecho sino el deber de reaccionar. Pero lo que no está claro es que haya logrado conducir una política ajustada a nuevas realidades. Pareciera que mantiene el viejo esquema, esto es, lucha contra grupos rebeldes que buscan introducir el comunismo. Y que lo hace por razones ideológicas e intereses políticos y electorales.
Las Farc no existen. No vale la pena seguir en una guerra que terminó. El Estado prevaleció cuando la toma del poder por las armas no era viable.
Esto ocurrió por la supremacía en el aire. Las Farc nunca lograron siquiera defenderse de manera eficaz. La búsqueda de misiles tierra-aire fue infructuosa. Pero una cosa es que en lo estratégico la posibilidad de la toma del poder hubiese sido derrotada y otra, la capacidad de supervivencia de una insurgencia que se remontó de nuevo a la guerra de guerrillas clásica. Allí podría haber durado décadas con una cuota de desangre enorme. Por eso había que negociar.
La realidad ahora es que no enfrentamos el fantasma armado del comunismo. Si sobrevienen cambios estructurales posiblemente indeseables, esto no ocurrirá en El Pato o Riochiquito, sino en las masas urbanas y en las clases medias en descenso.
La realidad es que estamos asediados por grupos organizados que orbitan alrededor de negocios ilegales.
El éxito de la guerra contra las drogas es un espejismo. Es una guerra perdida porque tiene dos pretensiones inalcanzables: derogar las leyes económicas en la creencia de que se puede vencer la demanda simplemente suturando la oferta mediante la represión, y derogar leyes antropológicas que muestran que de manera milenaria una porción del género humano ha buscado escapes temporales utilizando la química para conquistar paraísos sicodélicos.
Lo que no se ha perdido, en cambio, es la guerra contra la criminalidad organizada. Y ahí hay que persistir. Pero es una lucha que se debe librar más en el terreno de la inteligencia, la judicialización y la política, que en la vieja idea de fuerzas especiales. La imagen mítica del soldado vestido de camuflado, con la cara pintarrajeada y con un matorral en el casco, tiene un buen efecto cinematográfico, pero no es lo que se requiere.
En el caso del Eln, donde persiste una visión socialista mezclada con actividades criminales y su apelación al terrorismo, aunque aún la actividad militar es necesaria, su carácter endémico exige, igualmente, mucho más de inteligencia y de Fiscalía. Y, en lo que tiene razón Duque, un cambio de régimen en Venezuela es necesario. He criticado la idea de una intervención militar, pero la búsqueda de un gobierno que cese la protección al Eln, a las disidencias y los delincuentes es una necesidad de seguridad colombiana. Seguridad es el argumento. No los negocios, como lo dijo Holmes hace poco: tumbar a Maduro porque hay un mercado de $7 billones es un argumento que el canciller no debe repetir.
Para resumir: no vale la pena que el Gobierno mantenga el paradigma estratégico de unos ejércitos rebeldes que se nutren de ideologías foráneas, bien que lo haga por miopía o por intereses políticos. El desafío es el crimen. Y, por fin, el centro estratégico profundo no se juega en las balas sino en la legitimidad. Ahí hay que ganar.
Es claro que el Gobierno afronta problemas serios en materia de seguridad. Y que el Gobierno tiene no el derecho sino el deber de reaccionar. Pero lo que no está claro es que haya logrado conducir una política ajustada a nuevas realidades. Pareciera que mantiene el viejo esquema, esto es, lucha contra grupos rebeldes que buscan introducir el comunismo. Y que lo hace por razones ideológicas e intereses políticos y electorales.
Las Farc no existen. No vale la pena seguir en una guerra que terminó. El Estado prevaleció cuando la toma del poder por las armas no era viable.
Esto ocurrió por la supremacía en el aire. Las Farc nunca lograron siquiera defenderse de manera eficaz. La búsqueda de misiles tierra-aire fue infructuosa. Pero una cosa es que en lo estratégico la posibilidad de la toma del poder hubiese sido derrotada y otra, la capacidad de supervivencia de una insurgencia que se remontó de nuevo a la guerra de guerrillas clásica. Allí podría haber durado décadas con una cuota de desangre enorme. Por eso había que negociar.
La realidad ahora es que no enfrentamos el fantasma armado del comunismo. Si sobrevienen cambios estructurales posiblemente indeseables, esto no ocurrirá en El Pato o Riochiquito, sino en las masas urbanas y en las clases medias en descenso.
La realidad es que estamos asediados por grupos organizados que orbitan alrededor de negocios ilegales.
El éxito de la guerra contra las drogas es un espejismo. Es una guerra perdida porque tiene dos pretensiones inalcanzables: derogar las leyes económicas en la creencia de que se puede vencer la demanda simplemente suturando la oferta mediante la represión, y derogar leyes antropológicas que muestran que de manera milenaria una porción del género humano ha buscado escapes temporales utilizando la química para conquistar paraísos sicodélicos.
Lo que no se ha perdido, en cambio, es la guerra contra la criminalidad organizada. Y ahí hay que persistir. Pero es una lucha que se debe librar más en el terreno de la inteligencia, la judicialización y la política, que en la vieja idea de fuerzas especiales. La imagen mítica del soldado vestido de camuflado, con la cara pintarrajeada y con un matorral en el casco, tiene un buen efecto cinematográfico, pero no es lo que se requiere.
En el caso del Eln, donde persiste una visión socialista mezclada con actividades criminales y su apelación al terrorismo, aunque aún la actividad militar es necesaria, su carácter endémico exige, igualmente, mucho más de inteligencia y de Fiscalía. Y, en lo que tiene razón Duque, un cambio de régimen en Venezuela es necesario. He criticado la idea de una intervención militar, pero la búsqueda de un gobierno que cese la protección al Eln, a las disidencias y los delincuentes es una necesidad de seguridad colombiana. Seguridad es el argumento. No los negocios, como lo dijo Holmes hace poco: tumbar a Maduro porque hay un mercado de $7 billones es un argumento que el canciller no debe repetir.
Para resumir: no vale la pena que el Gobierno mantenga el paradigma estratégico de unos ejércitos rebeldes que se nutren de ideologías foráneas, bien que lo haga por miopía o por intereses políticos. El desafío es el crimen. Y, por fin, el centro estratégico profundo no se juega en las balas sino en la legitimidad. Ahí hay que ganar.