Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Cambiar de opinión es natural, ocurre porque las circunstancias varían, porque se aprende algo, porque se tiene más experiencia, o simplemente porque se envejece. A veces es difícil admitirlo, especialmente cuando uno descubre que estaba equivocado, pero reflexionar sobre ese proceso es un ejercicio necesario y, a veces, sanador. Por invitación que nos hizo El Espectador, se dieron conversaciones a mi alrededor muy interesantes, que iban desde cambios sencillos sobre cómo alguien que gustaba; ahora no, hasta uno tan profundo como la visión sobre la religión y su impacto en la historia de la humanidad. Gracias a ellas logré llegar a identificar un tema sobre el cual cambié de opinión y quisiera compartirles: los límites que encontré en el trayecto de mi carrera profesional.
Una vez concluidos mis estudios y apta para trabajar, decidí categóricamente que mi carrera debía enfocarse en la función pública o sus alrededores (fundaciones e instituciones que contribuyeran con las políticas públicas del país). Durante más de 15 años ocupé cargos en organizaciones sin ánimo de lucro y en el Gobierno, convencida de que ese era el camino. Sabía qué cargos quería y hasta imaginaba las políticas que podría implementar una vez los alcanzara. Sin embargo, entre más experiencia adquiría alcanzaba, también entendía que esa no era la única vía ni la más conveniente, por lo menos para mí. Entonces decidí alejarme del sector público y del fundacional. Ya transcurrieron casi 10 años desde esa resolución y, aunque todavía participo en juntas y consejos directivos que me mantienen conectada con lo público, y con frecuencia escribo sobre el tema en esta columna, lo único que permanece constante desde que arrancó mi vida profesional es mi vinculación con el área de la educación.
Pero no me malinterpreten. La experiencia adquirida tanto en el mundo fundacional como en el sector público, y hasta durante mi breve paso por la política electoral, fue extraordinaria. Sé que aporté, de pronto no todo lo que hubiera querido, pero sobre todo, es grande la marca que ese trayecto dejó en mí. Hoy, independientemente de mi ambición profesional y de las mejores intenciones que los gobiernos puedan tener, sé que no estoy dispuesta a ceder aspectos de mi vida privada por aceptar cargos en entidades estatales u organizaciones cuya ideología no concuerde con la mía. Trabajé durante varios años para un gobierno que, a medida que avanzaba, me generaba muchas contradicciones ideológicas; pero era joven y soñadora, me sentía bien acompañada tanto por colegas como por la ministra del momento, y así soporté y justifiqué mi paso por él. Sin embargo, posterior a esta experiencia he tenido varias ofertas para regresar al sector público, en cargos que la otra Isabel tenía en la lista como los deseados, y aunque algunos los rechacé porque no era el momento de volver, la mayoría no los acepté porque no podía conciliar la visión de los mandatarios que me los estaban ofreciendo con la mía.
Al final, al parecer mi ambición no ha sido lo suficientemente grande como para ceder en temas ideológicos que me incomodan. De pronto la edad me ha vuelto intransigente y algo prejuiciosa, pero también he comprendido que hay múltiples formas de aportar, y que el camino no debe ser necesariamente embarazoso. Lo más posible es que cambie nuevamente de opinión. Ese día, volveré a confesarlo abiertamente.
Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Cambiar de opinión es natural, ocurre porque las circunstancias varían, porque se aprende algo, porque se tiene más experiencia, o simplemente porque se envejece. A veces es difícil admitirlo, especialmente cuando uno descubre que estaba equivocado, pero reflexionar sobre ese proceso es un ejercicio necesario y, a veces, sanador. Por invitación que nos hizo El Espectador, se dieron conversaciones a mi alrededor muy interesantes, que iban desde cambios sencillos sobre cómo alguien que gustaba; ahora no, hasta uno tan profundo como la visión sobre la religión y su impacto en la historia de la humanidad. Gracias a ellas logré llegar a identificar un tema sobre el cual cambié de opinión y quisiera compartirles: los límites que encontré en el trayecto de mi carrera profesional.
Una vez concluidos mis estudios y apta para trabajar, decidí categóricamente que mi carrera debía enfocarse en la función pública o sus alrededores (fundaciones e instituciones que contribuyeran con las políticas públicas del país). Durante más de 15 años ocupé cargos en organizaciones sin ánimo de lucro y en el Gobierno, convencida de que ese era el camino. Sabía qué cargos quería y hasta imaginaba las políticas que podría implementar una vez los alcanzara. Sin embargo, entre más experiencia adquiría alcanzaba, también entendía que esa no era la única vía ni la más conveniente, por lo menos para mí. Entonces decidí alejarme del sector público y del fundacional. Ya transcurrieron casi 10 años desde esa resolución y, aunque todavía participo en juntas y consejos directivos que me mantienen conectada con lo público, y con frecuencia escribo sobre el tema en esta columna, lo único que permanece constante desde que arrancó mi vida profesional es mi vinculación con el área de la educación.
Pero no me malinterpreten. La experiencia adquirida tanto en el mundo fundacional como en el sector público, y hasta durante mi breve paso por la política electoral, fue extraordinaria. Sé que aporté, de pronto no todo lo que hubiera querido, pero sobre todo, es grande la marca que ese trayecto dejó en mí. Hoy, independientemente de mi ambición profesional y de las mejores intenciones que los gobiernos puedan tener, sé que no estoy dispuesta a ceder aspectos de mi vida privada por aceptar cargos en entidades estatales u organizaciones cuya ideología no concuerde con la mía. Trabajé durante varios años para un gobierno que, a medida que avanzaba, me generaba muchas contradicciones ideológicas; pero era joven y soñadora, me sentía bien acompañada tanto por colegas como por la ministra del momento, y así soporté y justifiqué mi paso por él. Sin embargo, posterior a esta experiencia he tenido varias ofertas para regresar al sector público, en cargos que la otra Isabel tenía en la lista como los deseados, y aunque algunos los rechacé porque no era el momento de volver, la mayoría no los acepté porque no podía conciliar la visión de los mandatarios que me los estaban ofreciendo con la mía.
Al final, al parecer mi ambición no ha sido lo suficientemente grande como para ceder en temas ideológicos que me incomodan. De pronto la edad me ha vuelto intransigente y algo prejuiciosa, pero también he comprendido que hay múltiples formas de aportar, y que el camino no debe ser necesariamente embarazoso. Lo más posible es que cambie nuevamente de opinión. Ese día, volveré a confesarlo abiertamente.