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El inicio del segundo año de gobierno de Petro nos “sorprendió” con la presentación, para discusión, de dos leyes que buscan reformar el sistema educativo. Una que fue promesa de campaña: la propuesta de modificación a la Ley 30, que regula la educación superior, y otra, una reforma general estatutaria para redefinir el sistema desde la educación inicial hasta la superior.
La reforma a la Ley 30 es innecesaria si su alcance es tan limitado como el que se está presentando. Si querían mejorar el sistema de financiación de las instituciones públicas de educación superior (muy importante), lo único que deberían haber hecho era proponer un cambio a los artículos que definen cómo se distribuyen los recursos. Si la intención es dar una discusión real y muy acertada sobre cómo debería ser la estructura, el alcance y el acceso a la educación superior, lo planteado se queda corto y se pierde la oportunidad de definir una institucionalidad que responda a las necesidades de desarrollo en el siglo XXI.
Por otro lado, la reforma a la Ley General de Educación parece absolutamente redundante. El marco constitucional y legal para cumplir con el derecho fundamental a una educación de calidad ya está dado. Evidentemente, podría modernizarse y en algunos casos ampliar su alcance, pero deberían primero enfocarse en cumplir con este derecho, en vez de seguir modificando las leyes que lo demandan. Las voces de los expertos no se han hecho esperar, pues el borrador planteado es insuficiente para abarcar todos los aspectos que una norma de esa magnitud debe contener.
Si el proyecto sigue adelante, esta será solo una de varias columnas que analicen el tema. Por ahora enumero algunas de sus deficiencias. Por ejemplo, si bien los colombianos deberían tener opciones para educarse a lo largo de la vida sin restricciones ni de oferta ni económicas, declarar la educación superior como un derecho fundamental no es la solución. Pero, por el contrario, el que sí debería ser incluido como fundamental, y no está, es el derecho a la atención integral durante la primera infancia (que incluye la educación inicial desde los cero años). La ley propuesta solo incluye tres años de ese proceso (prejardín, jardín y transición) que, aunque implica un avance en términos de recursos e institucionalidad (pero que requiere definirle el cómo para que la cura no sea peor que la enfermedad), deja sin atención a los niños de cero a tres años, y fragmenta un nivel cuya necesidad de atenderlo integralmente durante los primeros seis años de vida ha sido bastante estudiado y consensuado, nacional e internacionalmente. Y, para finalizar, lo planteado para reformar la educación básica y media también es insuficiente, pues se evaden algunos de sus principales problemas; por ejemplo, la formación inicial y permanente de los docentes. Además, es increíble que presenten una reforma general, pero no planteen la reforma a la ley de transferencias, cuya vigencia expiró en el 2016, y es fundamental para poder invertir recursos en el mejoramiento de la calidad de la educación.
Las reformas no modifican los sistemas, la implementación de las mismas sí. Entonces, en vez de gastar tiempo y recursos reescribiendo leyes, los esfuerzos gubernamentales y de la sociedad deberían estar dirigidos a cumplir la Constitución y las leyes existentes. Hay numerosas cosas por hacer, pero hasta ahora mucho tilín tilín… y pocas paletas.