Gobernantes hay de todo tipo: los que asumen su responsabilidad a cabalidad, los que pasan sin pena ni gloria y aquellos cuyos mandatos son desastrosos. Las crisis generadas por la pandemia nos permiten identificar rápidamente a los gobernantes que esconden la cabeza tratando de no asumir responsabilidades, y a otros que, seguramente por la angustia e incapacidad que genera la situación, toman decisiones arbitrarias, represivas y antidemocráticas. La combinación de estos conduce a políticas y restricciones desafortunadas, sobre todo para los grupos poblacionales catalogados como vulnerables, con la justificación de protegerlos.
Es el caso de los niños y de los jóvenes. El encierro prolongado, la falta de espacio, la imposibilidad de interactuar con sus pares y el miedo permanente que los adultos les transmitimos están afectando de manera irreversible su desarrollo emocional. El extendido cierre de las instituciones educativas también les causará retrasos en su desarrollo cognitivo y académico, y entre más dure, menos posibilidades dará de compensarlos. Por miedo, nos estamos dejando engañar. La educación virtual en este país es una ilusión, es un privilegio de pocos. Basta con hacer unas pocas preguntas a las familias del campo o de los barrios marginados para entender lo que está pasando. Cada día hay más evidencias sobre la poca afectación que tiene el COVID-19 en los niños, pero el Gobierno, en lugar de generar las condiciones para que los niños puedan volver a ser niños, de manera irresponsable decidió que sean los atemorizados padres de familia quienes tomen la decisión de enviar o no a sus hijos al colegio (algo nunca visto).
El otro grupo afectado son las mujeres. En un país machista, son ellas quienes deben asumir el cuidado de sus hijos. Sin colegio, “estudiando” en casa y encerrados, ellas deben renunciar a sus trabajos. Además de las repercusiones económicas y emocionales que tendrá este retroceso, estamos contribuyendo a que las mujeres deban volverse nuevamente dependientes, cultivo perfecto para aumentar el número ya horrible de casos de violencia intrafamiliar (hacia ellas y hacia los niños, “culpables” de la situación).
Y ni hablar de los mayores, las personas con sobrepeso y los ciudadanos con diabetes o hipertensión arterial. El Gobierno cree que estos adultos no tienen sentido común y no se saben cuidar, por eso se deben encerrar, so pena de una multa o de la discriminación que se está generando. ¿Qué opción tendrá una empresa, como muchas a punto de quebrar, con un empleado mayor de 60 o con hipertensión o con sobrepeso, devengando un salario y sin poder desempeñar su trabajo desde casa? Es claro que son más vulnerables a complicaciones si contraen el virus, pero si el Estado verdaderamente los quiere cuidar, debe garantizarles el sostenimiento mientras no puedan trabajar; así podrán retener sus empleos, y de esta forma nos aseguramos de que la cura no sea peor que la enfermedad.
La situación es difícil. Complacer a todo el mundo es imposible, pero no se debe olvidar en ningún momento lo fundamental. El derecho a la libertad, a una vida digna y a educación y salud de calidad no se puede negociar, nunca. En algunos casos con buenas intenciones, y en otros simplemente por ser incapaces de asumir, estamos lesionando aún más a los más vulnerables.
Gobernantes hay de todo tipo: los que asumen su responsabilidad a cabalidad, los que pasan sin pena ni gloria y aquellos cuyos mandatos son desastrosos. Las crisis generadas por la pandemia nos permiten identificar rápidamente a los gobernantes que esconden la cabeza tratando de no asumir responsabilidades, y a otros que, seguramente por la angustia e incapacidad que genera la situación, toman decisiones arbitrarias, represivas y antidemocráticas. La combinación de estos conduce a políticas y restricciones desafortunadas, sobre todo para los grupos poblacionales catalogados como vulnerables, con la justificación de protegerlos.
Es el caso de los niños y de los jóvenes. El encierro prolongado, la falta de espacio, la imposibilidad de interactuar con sus pares y el miedo permanente que los adultos les transmitimos están afectando de manera irreversible su desarrollo emocional. El extendido cierre de las instituciones educativas también les causará retrasos en su desarrollo cognitivo y académico, y entre más dure, menos posibilidades dará de compensarlos. Por miedo, nos estamos dejando engañar. La educación virtual en este país es una ilusión, es un privilegio de pocos. Basta con hacer unas pocas preguntas a las familias del campo o de los barrios marginados para entender lo que está pasando. Cada día hay más evidencias sobre la poca afectación que tiene el COVID-19 en los niños, pero el Gobierno, en lugar de generar las condiciones para que los niños puedan volver a ser niños, de manera irresponsable decidió que sean los atemorizados padres de familia quienes tomen la decisión de enviar o no a sus hijos al colegio (algo nunca visto).
El otro grupo afectado son las mujeres. En un país machista, son ellas quienes deben asumir el cuidado de sus hijos. Sin colegio, “estudiando” en casa y encerrados, ellas deben renunciar a sus trabajos. Además de las repercusiones económicas y emocionales que tendrá este retroceso, estamos contribuyendo a que las mujeres deban volverse nuevamente dependientes, cultivo perfecto para aumentar el número ya horrible de casos de violencia intrafamiliar (hacia ellas y hacia los niños, “culpables” de la situación).
Y ni hablar de los mayores, las personas con sobrepeso y los ciudadanos con diabetes o hipertensión arterial. El Gobierno cree que estos adultos no tienen sentido común y no se saben cuidar, por eso se deben encerrar, so pena de una multa o de la discriminación que se está generando. ¿Qué opción tendrá una empresa, como muchas a punto de quebrar, con un empleado mayor de 60 o con hipertensión o con sobrepeso, devengando un salario y sin poder desempeñar su trabajo desde casa? Es claro que son más vulnerables a complicaciones si contraen el virus, pero si el Estado verdaderamente los quiere cuidar, debe garantizarles el sostenimiento mientras no puedan trabajar; así podrán retener sus empleos, y de esta forma nos aseguramos de que la cura no sea peor que la enfermedad.
La situación es difícil. Complacer a todo el mundo es imposible, pero no se debe olvidar en ningún momento lo fundamental. El derecho a la libertad, a una vida digna y a educación y salud de calidad no se puede negociar, nunca. En algunos casos con buenas intenciones, y en otros simplemente por ser incapaces de asumir, estamos lesionando aún más a los más vulnerables.