Mucho se dice sobre los efectos directos e indirectos de la pandemia: la enfermedad, la pérdida de familiares y amigos, el sistema de salud colapsado, la crisis social y económica, el incremento del desempleo y la informalidad laboral, la pérdida de libertades, el aumento del autoritarismo y, en repetidas ocasiones, por lo menos en esta columna, el gran retroceso en materia educativa y los trágicos efectos que tendrá en las condiciones de vida de las generaciones venideras. Sin embargo, poco se discute sobre la grave situación de la salud mental de niños, jóvenes y adultos, una consecuencia no menor, pero que es, incluso en épocas normales, un incomprensible tabú en las sociedades occidentales.
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Mucho se dice sobre los efectos directos e indirectos de la pandemia: la enfermedad, la pérdida de familiares y amigos, el sistema de salud colapsado, la crisis social y económica, el incremento del desempleo y la informalidad laboral, la pérdida de libertades, el aumento del autoritarismo y, en repetidas ocasiones, por lo menos en esta columna, el gran retroceso en materia educativa y los trágicos efectos que tendrá en las condiciones de vida de las generaciones venideras. Sin embargo, poco se discute sobre la grave situación de la salud mental de niños, jóvenes y adultos, una consecuencia no menor, pero que es, incluso en épocas normales, un incomprensible tabú en las sociedades occidentales.
Hace unos días el rector de un colegio privado de alta calidad, cuyos estudiantes se caracterizan por venir de familias de muy buen nivel socioeconómico, dijo que está muy preocupado por la salud mental de sus estudiantes. Mencionó que los niños y las niñas de los primeros grados están irascibles y al menor contacto físico de un compañero o adulto se alteran. Explicó cómo los alumnos de primaria, expuestos “de manera justificada” a la tecnología y conectividad sin restricciones, ahora son adictos no sólo a los aparatos, sino al contenido excesivamente violento y con situaciones sexuales, nada apropiado para su edad y desarrollo emocional. Finalmente, reveló cómo los jóvenes de secundaria y media perdieron su capacidad de relacionamiento presencial y muchos están en una profunda depresión, induciendo a algunos de ellos a considerar el suicidio como la única salida.
Si esto es lo que sufren niños, niñas y jóvenes privilegiados, no es difícil imaginar lo que les pasa a aquellos que antes de la pandemia ya se encontraban en situación de vulnerabilidad. La preocupación no es circunstancial. El informe del DANE sobre estadísticas vitales muestra que entre el 2020 y el 2021 aumentaron en un 9 % los suicidios en el país, con el triste agravante de que el incremento de muertes entre niños de 10 a 14 años se debió principalmente a esto.
Las mujeres, particularmente las jóvenes, también fueron claramente afectadas. No sólo perdieron sus trabajos, obligadas a quedarse en casa por el encierro al que sometimos a los niños, sino que, debido a este cambio abrupto en sus condiciones de vida, las cifras de maltrato intrafamiliar y de embarazos adolescentes aumentaron significativamente. No sorprende, entonces, que en el último año hayan incrementado en un 10 % los fallecimientos autoinfligidos, convirtiéndose en la cuarta causa de muerte de este grupo poblacional.
Los casos mencionados son los que a largo plazo tendrán mayores efectos; sin embargo, el deterioro de la salud mental es una realidad que aqueja a todos. La depresión, la angustia por la inestabilidad económica, el miedo constante, el cansancio generado por la crianza sin apoyo de la sociedad, las crisis entre familias y parejas están a la orden del día. No se pueden ignorar. Sacar al país de la actual crisis con una sociedad afectada emocionalmente será una tarea titánica, por no decir imposible. Entonces, como le decía Chaparrón Bonaparte a su amigo Lucas, en Chespirito, no nos vayamos a extrañar si la gente dice que estamos locos y nos empiezan a tildar como una sociedad inestable y desadaptada.