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Mil veces te dijeron que las bibliotecas son lugares aburridos, embalsamados, donde nada sucede ni se mueve. Rincones petrificados donde el tiempo y las palabras se han detenido. Contra el tópico, la realidad es que siempre fueron espacios sitiados, escenarios de conflicto. Recientemente las bibliotecas norteamericanas han denunciado los crecientes intentos de vetar o eliminar obras polémicas, sobre todo en pequeños centros rurales y educativos.
El peligro acecha desde posturas opuestas, como fuego cruzado. A un lado, quienes sostienen que algunas obras clásicas deben ser apartadas o reescritas porque reflejan comportamientos racistas, la exclusión de las mujeres o trillados estereotipos y misantropías. Enfrente, quienes se oponen a la literatura que cuestiona valores tradicionales y religiosos por considerarla nociva e inmoral.
Desde la mítica Alejandría hasta los códices aztecas, la crónica de la destrucción de los libros es una historia interminable, con incontables rostros. Los imperios y el colonialismo son propensos a esta lamentable costumbre: convierten en botín de conquista la memoria y los sueños del vencido. Son bien conocidas las hogueras nazis y de la guerra civil española, contemporáneas de las purgas soviéticas. Después llegarían la revolución cultural china y los jemeres rojos de Camboya. Pol Pot, maestro de literatura francesa, ordenó una feroz persecución contra la letra escrita y, entre otras atrocidades, represalió a sus colegas profesores, a quienes sabían un segundo idioma y a toda la gente provocadora que usaba gafas –síntoma de veleidades intelectuales–. Poco antes, horrorizado por las soflamas anticomunistas del senador McCarthy, Ray Bradbury había escrito Fahrenheit 451 en la Biblioteca universitaria de Los Ángeles, “entre los estantes, perdido de amor, volviendo páginas, tocándolas”.
Proscribir un libro, cualquier libro, es una forma particularmente ingenua de barbarie. Necesitamos los textos malignos, incluso aquellos que detestamos. Al extirpar palabras ofensivas o suprimir la memoria de acontecimientos terribles, nos negamos a mirar cara a cara nuestro pasado. Si lo embellecemos o edulcoramos, los errores pretéritos caerán en el olvido y se cerrarán las puertas a otros posibles futuros, quizá mejores. Ante lo perturbador, no sirve el eufemismo ni el escondite. Encubrirlo implica sobrevalorar los poderes purificadores del silencio y confiar en la ignorancia como talismán protector: puro pensamiento mágico.
En el siglo III a. C., mientras Alejandría intentaba reunir el conjunto de los libros del mundo, el emperador chino Shi Huandi ordenó destruirlos todos. Además, prohibió mencionar la muerte, persiguiendo la inmortalidad por elipsis. En sus delirios solo existía un presente interminable en el que siempre tenía razón. Sin embargo, seguidores del taoísmo y el confucianismo memorizaron y escondieron las obras prohibidas, como los protagonistas de Farenheit 451. En sus ensayos, Fernando Báez evoca a bibliófagos que engullían rollos de papiro a fin de digerir sus enseñanzas.
Para evitar estas clandestinidades e indigestiones existen las bibliotecas, zonas de promiscuidad que algunos quisieran cinceladas a su imagen y semejanza. El fuego sigue acechando: se ha editado una versión ignífuga de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, capaz de soportar las llamaradas más voraces. Los libros quemados son el detonante de graves acontecimientos en El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead, mientras que un personaje de la serie The Wire, el respetado Brother Mouzone, exclama: “¿Sabes qué es lo más peligroso en América? Un negro con un carnet de biblioteca”.
Tras siglos de resistencia, son espacios –no hay tantos– donde todo el mundo es bienvenido y acogido sin cobrarle nada. Este asombroso logro es fruto de un camino lleno de recovecos. Nunca fueron refugios tranquilos, sino asediados territorios de frontera. Con intolerable osadía, las bibliotecas públicas cobijan en su silencio la algarabía de las innumerables voces. Proponen un pacto que protege todas las disidencias: tenemos derecho a elegir lo que leemos, pero no a imponer qué libros eligen libremente los demás.