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Al mirar el mundo, captamos algo más que un caos de cosas. Reconocemos árboles, casas y nubes a pesar de sus innumerables formas y variedades. Nuestra mente es capaz de agrupar una infinitud de imágenes en un concepto. Aristóteles habló de categorías y los lingüistas actuales definen este proceso como generalización composicional. Una habilidad clave en el desarrollo del lenguaje, donde tropieza la inteligencia artificial, y que quizá nos acerca a lo esencialmente humano. Sin embargo, esta proeza neuronal tiene también sus peligros, sobre todo al aplicarla a personas: la generalización, la simplificación, la tendencia a aprisionar a los demás en nuestras herméticas hormas mentales.
En la antigua Grecia, el teatro nació para debatir en público sobre las tensiones y la pugna de voluntades. La tragedia escenificaba conflictos éticos y bélicos, esas disputas feroces donde lo más tentador es negarse a entender los motivos del adversario. En los orígenes, sin embargo, surge un texto insospechado: Los persas, de Esquilo, la primera obra teatral europea conservada, y la única existente de asunto histórico. En vida del autor, el imperio persa intentó invadir varias veces aquel enjambre de minúsculas ciudades que era Grecia. En Atenas sentían la amenaza constante de ese poderoso adversario sobre su democracia y su libertad. Esquilo luchó en varios campos de batalla, entre ellos Maratón, donde cayó su hermano. La guerra era muy distinta en aquellos tiempos: sin aviación ni misiles, se enfrentaban cara a cara. Los combatientes se miraban a los ojos mientras hundían en la carne del enemigo lanzas y espadas, mutilaban cuerpos, pisaban cadáveres, escuchaban aullidos de muerte, se manchaban de barro y vísceras.
Con la victoria griega aún fresca en la memoria, Esquilo relató la sanguinaria batalla de Salamina. Podría haber escrito un panfleto patriótico, pero el poeta veterano decidió ser audaz: adoptó el punto de vista del enemigo. La acción sucede en Susa, la capital persa, y ningún personaje griego toma la palabra. Se inicia con la llegada de un mensajero a la explanada del palacio para anunciar la derrota, y termina cuando el rey Jerjes regresa andrajoso, con su arrogancia pisoteada y una inútil carnicería a sus espaldas. La mirada es insólita: no describe a los persas como encarnación del mal ni como criminales natos. Esquilo plasma la impotencia de los ancianos consejeros que se oponían la guerra y fueron desoídos, la angustia de quienes esperan en casa el retorno de sus seres queridos, las divisiones internas entre halcones y palomas del imperio, el dolor de las viudas y las madres, las calamidades de los soldados arrastrados al matadero por la megalomanía de su rey. Fascina pensar que Esquilo, tras luchar contra los persas cuerpo a cuerpo, mirándolos a los ojos, y después de ver cómo mataban a su hermano en combate, llevara al escenario el sufrimiento del otro bando, sus matices y motivos, sin convertir a todos en malvados culpables.
El filósofo Emmanuel Lévinas, cuya familia fue casi aniquilada en el Holocausto, afirmó que el rostro del otro –el diferente– define el comienzo de la ética: “La epifanía del rostro introduce la humanidad”. En momentos de dilemas y conflictos, no hay ejercicio más difícil –y quizás, más esencialmente humano– que preguntarse por las razones y emociones del adversario. Reconocer que la línea divisoria entre barbarie y civilización no es una frontera territorial, sino un trazo ético oscilante dentro de cada país, de cada grupo, de cada individuo. Rebatir el espejismo de la aparente unanimidad. Engañados por esa falacia, contemplamos a los desconocidos, enemigos o extranjeros, como grupos monolíticos con posiciones hostiles nítidas. Encajamos a los demás en un molde único que justifique nuestra enemistad, cuando ni siquiera nosotros mismos logramos poner de acuerdo nuestras propias contradicciones y polifonías interiores. Quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no son nosotros. Alertados sobre los perjuicios de nuestros prejuicios, en el teatro griego aprendimos que todas las personas son excepciones a una regla inexistente.