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                                                                                                                                Rebelde sin pausa


                                                                                                                                Difícil olvidar aquel miedo, las miradas despectivas desde los pupitres, los temblores de pánico en el patio, las burlas, la vergüenza. Quieres pensar que resististe, que no cediste a las presiones de la jauría, que mantuviste tu criterio propio. Pero aún te quedan cicatrices de aquel ahogo en el cuello: el terror a no ser aceptada. En grupos numerosos te asusta nadar a contracorriente. Todavía luchas contra esa inercia que te empuja a callar tu desacuerdo, a disolverte, a no chirriar. La estridencia asusta cuando el consenso de la calle y los aquelarres virtuales amenazan a los disidentes del rebaño.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los cínicos –en griego, los “caninos”– mendigaban para comer, dormían a la intemperie y hacían compañía a los perros de la calle. Era su forma de rechazar la propiedad, pues creían que la obsesión por poseer nos hace desgraciados. El secreto de la felicidad residía en necesitar poco. Sostenían que la riqueza se paga demasiado cara, con la moneda de nuestra libertad. “Mi patria es el anonimato y la pobreza”, escribió Crates, amante de Hiparquia. Menospreciaban aquello que la mayoría anhelaba, por eso escandalizaban a todos. Eran graciosos deslenguados, siempre dispuestos a sembrar dudas en sus contemporáneos con piruetas lógicas e ingeniosas audacias. Sus discursos se convirtieron en una auténtica diversión para los transeúntes atenienses. La suya era una filosofía humorística y descarnada; frente a la seriedad pomposa de los convencidos –con sus certezas grabadas a fuego–, ellos oponían el juego, el chiste y la ironía.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Difícil olvidar aquel miedo, las miradas despectivas desde los pupitres, los temblores de pánico en el patio, las burlas, la vergüenza. Quieres pensar que resististe, que no cediste a las presiones de la jauría, que mantuviste tu criterio propio. Pero aún te quedan cicatrices de aquel ahogo en el cuello: el terror a no ser aceptada. En grupos numerosos te asusta nadar a contracorriente. Todavía luchas contra esa inercia que te empuja a callar tu desacuerdo, a disolverte, a no chirriar. La estridencia asusta cuando el consenso de la calle y los aquelarres virtuales amenazan a los disidentes del rebaño.

                                                                                                                                PUBLICIDAD
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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Los cínicos –en griego, los “caninos”– mendigaban para comer, dormían a la intemperie y hacían compañía a los perros de la calle. Era su forma de rechazar la propiedad, pues creían que la obsesión por poseer nos hace desgraciados. El secreto de la felicidad residía en necesitar poco. Sostenían que la riqueza se paga demasiado cara, con la moneda de nuestra libertad. “Mi patria es el anonimato y la pobreza”, escribió Crates, amante de Hiparquia. Menospreciaban aquello que la mayoría anhelaba, por eso escandalizaban a todos. Eran graciosos deslenguados, siempre dispuestos a sembrar dudas en sus contemporáneos con piruetas lógicas e ingeniosas audacias. Sus discursos se convirtieron en una auténtica diversión para los transeúntes atenienses. La suya era una filosofía humorística y descarnada; frente a la seriedad pomposa de los convencidos –con sus certezas grabadas a fuego–, ellos oponían el juego, el chiste y la ironía.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Por Irene Vallejo Moreu

                                                                                                                                Escritora, Dra. en Clásicas. Autora de "El infinito en un junco". Premio Nacional de Ensayo 2020 y Wenjin Award 2023 (National Library China).
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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