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Costas extrañas

Antonio Caballero: compositor de sones

J. D. Torres Duarte
13 de noviembre de 2024 - 05:05 a. m.
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"Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo" - J. D. Torres Duarte
"Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo" - J. D. Torres Duarte
Foto: Cristian Garavito/ El espectador

«Sonero, nunca olvides tu son», coreó Johnny Pacheco. Y Antonio Caballero —que murió hace tres años y 64 días, a quien vale recordar por su muerte hace tres años y 64 días— nunca olvidó su son: nunca olvidó que la escritura consistía ante todo en fabricar oraciones y que fabricar oraciones consistía ante todo en urdir una música. Y su son, como el de un polímata, se esparció y se desparramó por una vorágine de temas: escribió sobre toros, sobre presidentes, sobre expresidentes, sobre aspirantes a la presidencia, sobre la Colonia, sobre la República, sobre Onetti, sobre el Papa, sobre Velásquez, sobre las Cruzadas, sobre los Bruegel, sobre El Cid, sobre la degradación moral del tinto. También pintó caricaturas, que son la síntesis de una oración. Y aunque variaba el tema, no variaba su aspiración de poner una palabra tras otra, como en una procesión laboriosa de hormigas, en un orden gobernado por un ritmo. Caballero era —en sus libros, en su artículo de Semana, en sus crónicas de Alternativa, en su columna fotográfica en Arcadia— un escritor que escribía de oído: un solfeador de nómina, un sembrador de silbidos. Y entre todo lo que escribió y lo que pintó, el libro que recoge su mejor estampa es Sin remedio.

Sin remedio, su única novela, escrita a intervalos a lo largo de una década, fue publicada hace 40 años. Los reseñistas de turno, los de entonces y los de ahora, han estipulado con obsesión geográfica que Sin remedio es un «retrato» (o una «radiografía», si se levantaron con arrebatos clínicos) de Bogotá en los setenta. Pero es mentira: la ciudad de la novela se llama Bogotá, describe parajes bogotanos, está impregnada de lluvia bogotana, pero es el infierno. Se han deslomado también en el ejercicio de demostrar que se trata de una novela en clave, que sus personajes son encarnaciones veladas de miembros de la élite bogotana. Si fue así, ya no importa. Y si ya no importa, nunca importó. La historia es lo de menos: es un poeta que porfía en componer un poema y termina muerto, como todos los poetas. El corazón, el espíritu propulsor, es la prosa, que es desbordante, frondosa, inflamable, a veces maniática, a veces abatida, a veces contemplativa. Pasan cosas, sin duda, en abundancia: el poeta, Ignacio Escobar, riñe con su novia, queda con la impresión de haber matado a un hombre tras su paso por un bar hediondo y púrpura, peca de flacidez ante una prostituta, se engarza en disputas políticas con una banda de maoístas y de gresca en gresca termina acorralado en una plaza de toros, y en medio de la barahúnda y al abrigo de la desorientación va sumando versos a un poema, Cuaderno de hacer cuentas, la cumbre desesperada de su lirismo, cuyo interior de sombras y anáforas parece inescrutable incluso para su entendimiento. Pero ése no es el punto: el punto es el ritmo.

El ritmo que —junto con su visión de poeta: visión que ve el fondo en la superficie— le permite transformar a Bogotá en un Averno y a la Carrera Trece en un reflejo asfaltado del Estigia: «Al parecer llovía en todo Bogotá, con una lluvia fina que iba royendo el asfalto, que borraba en el cielo el resplandor de los anuncios luminosos, que dejaba una baba resbalosa en el cemento gris de las aceras. Montones de basuras fermentadas se disolvían bajo la lluvia, soltando bocanadas de vaho tibio. La Carrera Trece era un corredor de agonía, un encajonamiento de luces de neón surcado por los buses que pasaban iluminados como altares en la semana santa, con las puertas abiertas, despidiendo un hedor ácido de cuerpos humanos fermentados, de ropas empapadas, desgranando en las esquinas racimos de pasajeros que quedaban hundidos hasta las corvas en los charcos mientras se protegían el pelo con hojas de periódico. A través de los vidrios, sucios de grasa y lluvia, se veían quietas caras borrosas, verdosas, torvas, de ojos muertos». Esta no es la descripción naturalista y antropológica de un lugar apretado entre una muralla de cerros y un cielo percudido, sino la transfiguración poética de una ciudad que es un espanto, de un bus que es una barca, de una lluvia que es una sustancia corrosiva celestial, de unos olores que son fumarolas de azufre y mercurio, de unos pasajeros que se internan sin rumbo en un charcal de lluvias con sus semblantes de muerte mientras por todas partes menguan la luz y la simpatía.

Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo: «Se esforzaba —escribe Caballero por los momentos en que Escobar compone su poema— por que la forma no dominara el contenido, y por que el contenido no reventara la forma, y fueran ambos lado a lado, como caballos que trotaran parejo tirando del poema». Caballero —o Caballero y Escobar, tirando en pareja de la novela— no quiere perder nada de vista, quiere encontrar en la exacerbación del detalle y en la reformulación de los volúmenes una ocupación para sí y un consuelo para su personaje, quiere hacer proliferar la realidad hasta conseguir una fermentación irisada en la que quepan todas las circunstancias de la vida, desde la tonalidad del día («Veía el color del día, mortecino, un verde lívido al trasluz de las cortinas cerradas»), pasando por los atributos de las calles citadinas y de la naturaleza («Gruesos chorros pesados vomitados por las canales rotas, cataratas verticales del cielo», «Vio afuera prados verdes cuajados de rocío, quietas copas de sauces, hileras de eucaliptos, vacas asomadas a una cerca. [...] Fue tropezando hasta la puerta: el patio con geranios reventando de luz, orquídeas balanceándose, una pila en el centro con un chorrito de agua helada y transparente»), hasta las alteraciones del fuego en una chimenea y la bendición tardía de una erección («Se sentaron de nuevo ante las brasas moribundas, desflecadas de cenizas blancas», «Quiso orinar, pero se lo impidió la erección que le brotaba entre las ingles: una lanza de carne»). Todo es propenso a la poesía, es decir, a coagular en ritmos. En el examen pausado y casi neurótico de lo mínimo y lo menudo, Caballero se emparenta con el Onetti de La vida breve, de El astillero; en su galope poético y desesperado, con el Libro de buen amor, con el Romancero viejo.

En el tercer capítulo de Ulises, se menciona la «ineluctable modalidad de lo visible», la inclinación innata del universo a penetrar por los ojos sin tregua ni resistencia, porque un humano no puede dejar de ver: Sin remedio, con sus sucesiones frenéticas de acciones domésticas, con sus afloramientos de lirismo, deriva de un ejercicio denso de lo visible, pero también de lo poético, de la ineluctable modalidad de lo poético, la inclinación por restituir con las operaciones de la literatura el deslumbramiento y el pasmo que suscitan el universo y sus cosas, porque un humano no puede dejar de envasar la experiencia de la realidad en palabras (Caballero se vincula aquí a uno de sus escritores admirados, Samuel Beckett, de quien habla en Paisaje con figuras, su colección perspicaz y sonora de crónicas sobre pintura y literatura). Prueba de su poder de escrutinio poético es la desembocadura de la novela, donde convergen la agonía pública de un toro, la labor de una hormiga y un pozo creciente de sangre.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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Lalo(70277)Hace 2 horas
Por qué será que ciertos críticos literarios tienen que apelar a una prosa rebuscada, aburrida y torturante para hablar de obras por las que manifiestan exagerada admiración, y apabullan al lector con circunloquios, vueltas y revueltas, que dejan la sensación, no de haberse enfrentado a un texto digerible y ameno, sino a una especie de galimatías, que descrestará a algunos, pero a otros nos dejará en las mismas.
Contrapunteo(18670)Hace 4 horas
Buen homenaje al gran Antonio Caballero, buen escritor, periodista, caricaturista y columnista de avanzada. A retomar sus libros y escuchar sus entrevistas llenas de sarcasmo, humor e inteligencia. Paz en su tumba, buen whisky y mucho cigarrillo para recordar al incorregible Antonio Caballero.
Mario(196)Hace 4 horas
El país esta en mora de hacer una serie de documentales sobre colombianos de gran interés para el país. Caballero es sin duda uno de ellos.
osvito(10170)Hace 5 horas
Si era tan fans de Beckett, debería haberle aprendido a escribir con mesura, economía de signos para terminar con el despilfarro y que el lector no retirara el libro de sus manos , que es lo más importante de todo. QEPD.
Alberto(3788)Hace 6 horas
Y también rítmico y sonero es el reportaje "Patadas de Ahorcado", producto de una larga y extraordinaria conversación con Juan Carlos Iragorri. Gracias, J. D. Torres Duarte.
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