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                                                                                                                                Antonio Caballero: compositor de sones

                                                                                                                                "Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo" - J. D. Torres Duarte
                                                                                                                                Foto: Cristian Garavito/ El espectador

                                                                                                                                «Sonero, nunca olvides tu son», coreó Johnny Pacheco. Y Antonio Caballero —que murió hace tres años y 64 días, a quien vale recordar por su muerte hace tres años y 64 días— nunca olvidó su son: nunca olvidó que la escritura consistía ante todo en fabricar oraciones y que fabricar oraciones consistía ante todo en urdir una música. Y su son, como el de un polímata, se esparció y se desparramó por una vorágine de temas: escribió sobre toros, sobre presidentes, sobre expresidentes, sobre aspirantes a la presidencia, sobre la Colonia, sobre la República, sobre Onetti, sobre el Papa, sobre Velásquez, sobre las Cruzadas, sobre los Bruegel, sobre El Cid, sobre la degradación moral del tinto. También pintó caricaturas, que son la síntesis de una oración. Y aunque variaba el tema, no variaba su aspiración de poner una palabra tras otra, como en una procesión laboriosa de hormigas, en un orden gobernado por un ritmo. Caballero era —en sus libros, en su artículo de Semana, en sus crónicas de Alternativa, en su columna fotográfica en Arcadia— un escritor que escribía de oído: un solfeador de nómina, un sembrador de silbidos. Y entre todo lo que escribió y lo que pintó, el libro que recoge su mejor estampa es Sin remedio.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo: «Se esforzaba —escribe Caballero por los momentos en que Escobar compone su poema— por que la forma no dominara el contenido, y por que el contenido no reventara la forma, y fueran ambos lado a lado, como caballos que trotaran parejo tirando del poema». Caballero —o Caballero y Escobar, tirando en pareja de la novela— no quiere perder nada de vista, quiere encontrar en la exacerbación del detalle y en la reformulación de los volúmenes una ocupación para sí y un consuelo para su personaje, quiere hacer proliferar la realidad hasta conseguir una fermentación irisada en la que quepan todas las circunstancias de la vida, desde la tonalidad del día («Veía el color del día, mortecino, un verde lívido al trasluz de las cortinas cerradas»), pasando por los atributos de las calles citadinas y de la naturaleza («Gruesos chorros pesados vomitados por las canales rotas, cataratas verticales del cielo», «Vio afuera prados verdes cuajados de rocío, quietas copas de sauces, hileras de eucaliptos, vacas asomadas a una cerca. [...] Fue tropezando hasta la puerta: el patio con geranios reventando de luz, orquídeas balanceándose, una pila en el centro con un chorrito de agua helada y transparente»), hasta las alteraciones del fuego en una chimenea y la bendición tardía de una erección («Se sentaron de nuevo ante las brasas moribundas, desflecadas de cenizas blancas», «Quiso orinar, pero se lo impidió la erección que le brotaba entre las ingles: una lanza de carne»). Todo es propenso a la poesía, es decir, a coagular en ritmos. En el examen pausado y casi neurótico de lo mínimo y lo menudo, Caballero se emparenta con el Onetti de La vida breve, de El astillero; en su galope poético y desesperado, con el Libro de buen amor, con el Romancero viejo.

                                                                                                                                En el tercer capítulo de Ulises, se menciona la «ineluctable modalidad de lo visible», la inclinación innata del universo a penetrar por los ojos sin tregua ni resistencia, porque un humano no puede dejar de ver: Sin remedio, con sus sucesiones frenéticas de acciones domésticas, con sus afloramientos de lirismo, deriva de un ejercicio denso de lo visible, pero también de lo poético, de la ineluctable modalidad de lo poético, la inclinación por restituir con las operaciones de la literatura el deslumbramiento y el pasmo que suscitan el universo y sus cosas, porque un humano no puede dejar de envasar la experiencia de la realidad en palabras (Caballero se vincula aquí a uno de sus escritores admirados, Samuel Beckett, de quien habla en Paisaje con figuras, su colección perspicaz y sonora de crónicas sobre pintura y literatura). Prueba de su poder de escrutinio poético es la desembocadura de la novela, donde convergen la agonía pública de un toro, la labor de una hormiga y un pozo creciente de sangre.

                                                                                                                                Mi correo: juandtorresd@gmail.com

                                                                                                                                "Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo" - J. D. Torres Duarte
                                                                                                                                Foto: Cristian Garavito/ El espectador

                                                                                                                                «Sonero, nunca olvides tu son», coreó Johnny Pacheco. Y Antonio Caballero —que murió hace tres años y 64 días, a quien vale recordar por su muerte hace tres años y 64 días— nunca olvidó su son: nunca olvidó que la escritura consistía ante todo en fabricar oraciones y que fabricar oraciones consistía ante todo en urdir una música. Y su son, como el de un polímata, se esparció y se desparramó por una vorágine de temas: escribió sobre toros, sobre presidentes, sobre expresidentes, sobre aspirantes a la presidencia, sobre la Colonia, sobre la República, sobre Onetti, sobre el Papa, sobre Velásquez, sobre las Cruzadas, sobre los Bruegel, sobre El Cid, sobre la degradación moral del tinto. También pintó caricaturas, que son la síntesis de una oración. Y aunque variaba el tema, no variaba su aspiración de poner una palabra tras otra, como en una procesión laboriosa de hormigas, en un orden gobernado por un ritmo. Caballero era —en sus libros, en su artículo de Semana, en sus crónicas de Alternativa, en su columna fotográfica en Arcadia— un escritor que escribía de oído: un solfeador de nómina, un sembrador de silbidos. Y entre todo lo que escribió y lo que pintó, el libro que recoge su mejor estampa es Sin remedio.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Si la prosa de Sin remedio resulta desmesurada al cabo de treinta o cuarenta páginas, si a ratos parece estar pasando de la exuberancia al despilfarro, si recuerda con frecuencia un desborde de aguas, se debe al carácter de Ignacio Escobar, que es sensible y ansioso y vacilante, y a que la forma sólo puede ser una con el fondo: «Se esforzaba —escribe Caballero por los momentos en que Escobar compone su poema— por que la forma no dominara el contenido, y por que el contenido no reventara la forma, y fueran ambos lado a lado, como caballos que trotaran parejo tirando del poema». Caballero —o Caballero y Escobar, tirando en pareja de la novela— no quiere perder nada de vista, quiere encontrar en la exacerbación del detalle y en la reformulación de los volúmenes una ocupación para sí y un consuelo para su personaje, quiere hacer proliferar la realidad hasta conseguir una fermentación irisada en la que quepan todas las circunstancias de la vida, desde la tonalidad del día («Veía el color del día, mortecino, un verde lívido al trasluz de las cortinas cerradas»), pasando por los atributos de las calles citadinas y de la naturaleza («Gruesos chorros pesados vomitados por las canales rotas, cataratas verticales del cielo», «Vio afuera prados verdes cuajados de rocío, quietas copas de sauces, hileras de eucaliptos, vacas asomadas a una cerca. [...] Fue tropezando hasta la puerta: el patio con geranios reventando de luz, orquídeas balanceándose, una pila en el centro con un chorrito de agua helada y transparente»), hasta las alteraciones del fuego en una chimenea y la bendición tardía de una erección («Se sentaron de nuevo ante las brasas moribundas, desflecadas de cenizas blancas», «Quiso orinar, pero se lo impidió la erección que le brotaba entre las ingles: una lanza de carne»). Todo es propenso a la poesía, es decir, a coagular en ritmos. En el examen pausado y casi neurótico de lo mínimo y lo menudo, Caballero se emparenta con el Onetti de La vida breve, de El astillero; en su galope poético y desesperado, con el Libro de buen amor, con el Romancero viejo.

                                                                                                                                En el tercer capítulo de Ulises, se menciona la «ineluctable modalidad de lo visible», la inclinación innata del universo a penetrar por los ojos sin tregua ni resistencia, porque un humano no puede dejar de ver: Sin remedio, con sus sucesiones frenéticas de acciones domésticas, con sus afloramientos de lirismo, deriva de un ejercicio denso de lo visible, pero también de lo poético, de la ineluctable modalidad de lo poético, la inclinación por restituir con las operaciones de la literatura el deslumbramiento y el pasmo que suscitan el universo y sus cosas, porque un humano no puede dejar de envasar la experiencia de la realidad en palabras (Caballero se vincula aquí a uno de sus escritores admirados, Samuel Beckett, de quien habla en Paisaje con figuras, su colección perspicaz y sonora de crónicas sobre pintura y literatura). Prueba de su poder de escrutinio poético es la desembocadura de la novela, donde convergen la agonía pública de un toro, la labor de una hormiga y un pozo creciente de sangre.

                                                                                                                                Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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