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El fin es una historia de Samuel Beckett, de unas cuarenta páginas, compuesta a mediados de los cuarenta pero publicada a finales de los cincuenta en Nouvelles et textes pour rien (Relatos y textos para nada). Es un antecedente de sus mejores textos: los guiones teatrales de Esperando a Godot y Fin de partida ; la rareza novelesca de Molloy y Malone muere ; la nostalgia tartamuda de La última cinta de Krapp.
Es la historia de un hombre, al parecer bastante viejo, que carece de oficio y dinero: un hombre del común. Se sabe poco de su pasado, pero parece haber sufrido algún tipo de trauma; aparece primero en un hospital de caridad del que es expulsado cuando mejora, aunque él se sienta débil. Sospecho que su debilidad no es física, sino existencial: no hay remedio en el hospital de caridad para los largos males del ánimo. Entonces comienza un vagabundeo que lo lleva a vivir en un sótano, luego a una cueva, luego a una cabaña de hambre, luego a un bote al que añade un techo para protegerse de la lluvia y del cielo: guaridas de la oscuridad.
Revelar esos detalles de la trama importa muy poco, porque trama, en verdad, no hay. En cambio, hay imágenes, placeres del ojo interno: el sol hundiéndose en la curva de un arco del convento; una planta que debe ser arrastrada del oscuro corredor hacia los mendrugos de luz del cuarto para mantenerla viva; una canoa de ocasión con las vértebras rotas que va tomando la forma de un ataúd; los oscuros pies de quienes caminan por la acera contemplados desde el sótano; el mar que, desde la boca de la cueva, parece una alta pared, “una gran extensión palpitante, sin islas ni promontorios”.
Con esas imágenes, con esas elecciones de la vista, que son las mismas del deseo y la voluntad y la esperanza, ese ojo afirma que está vivo, a pesar de todo, gracias a todo. Aunque está hundido y tiene el cuerpo podrido de tiempo, su ojo rema hacia cierto horizonte (o hacia todos los horizontes, pero rema) con un optimismo sutil: con frecuencia ve el vaso medio lleno. Cuando lo expulsan del sótano, reconoce cierta bondad en la voz de quien lo expulsa; cuando se aloja en la cueva, que es fría porque está expuesta a los vientos salitrosos del mar y también tenebrosa porque el haz de un faro la alumbra y la oscurece, dice que vive a gusto; cuando debe refugiarse en un bote, que seguro fatiga su espalda, dice que todo está bien. Dice: “Apenas si comía: Dios me daba el viento en porciones”.
Ese tono mantiene a raya el imperio de la desesperación y la mugre, que tienden a tragarse lo vivo y lo muerto: El fin no es un extenso inventario de lamentos, sino el testimonio de un ojo que se empeña en contemplar el mundo por encima de la mierda rebosante. El ojo le da dignidad: el ojo ennoblece la costra. Ese ojo, incluso, convierte la mierda (eso hacen las palabras, esos instrumentos de la percepción) en un motivo de belleza, y al volverla bella parece haber ganado cierta batalla: “En un borboteo amarillento, si tengo buena memoria, las inmundicias se juntaban al río mientras los pájaros giraban en torno, chillando de hambre y de cólera (...). Me tiraba peos, de eso no hay duda, pero rara vez secos, salían con un ruido de bombeo que entonces se hundía en el gran nunca jamás”.
El hombre sabe que todo está destruido y que el mundo es otro mundo, en particular la ciudad que recorre, al abandonar el hospital, con ojos confundidos por los cambios en los nombres de los comercios y las formas de las calles. Pero también dice: “La impresión general era la misma que en otro tiempo”.
Existe, en teoría, una contradicción en los términos: si la ciudad ha cambiado, es imposible que la impresión general sea la misma. Pero no: el hombre gris hace o siente tanto una cosa como otra, y la ciudad puede ser otra y la misma. Nada, en ese mundo destruido, tiene la apariencia de firmeza. La certeza, como la memoria, es una ilusión de la luz. Entre la expectativa y la ejecución sólo brotan abismos.
Así ocurre cuando su compañero de cueva le ofrece una cabaña tierra adentro donde no sufra los rugidos de las olas. El hombre rechaza la llave con vehemencia. Acto seguido, se larga para la cabaña. La encuentra ruinosa y disminuida por la mierda de las vacas y la de los hombres; en una bosta alguien ha trazado un corazón atravesado por un flecha: el amor que florece al abrigo de la mierda. ¿Cómo va a ser posible vivir ahí? Bajo la negra tristeza de los techos abollados dice: “De cualquier modo, es un techo”.
Su camino está empedrado de paradojas. Dice: “Debí haber leído en alguna parte, cuando era pequeño y aún leía, que más valía no mirar atrás al largarse. Y sin embargo a veces me ocurría”. Dice: “Construirse un pequeño reino, en medio de la mierda universal, y luego cagarse en él: ah, ése era yo de punta a punta”. Y también dice, a pesar de que posee (su única posesión) un ojo atento: “Habitualmente no veía gran cosa. No escuchaba gran cosa tampoco. No prestaba atención. En el fondo no estaba ahí. En el fondo creo que nunca he estado en ninguna parte”.
Como la vida carece de diseño y de certeza, el hombre gris parece a toda hora al borde del abismo: la siguiente oración se siente siempre como un posible desliz barranco abajo (como en Molloy y en Malone muere). Todo en el hombre gris tiene los colores de la improvisación: el siguiente movimiento nunca es fruto de una elección deliberada y racional, sino de una armonía irracional, azarosa, ajena a las mediciones. Beckett escribió la historia de tal modo que todo es un presente continuo, como un dibujo que va formándose (y es sorpresivo, puesto que la historia está escrita en el más ordinario pasado simple). Es como si el pasado no existiera. Y si no existe, tampoco existe el futuro, el presente tambalea y el tiempo es indeciso: por eso el hombre gris nunca sabe bien cuánto tiempo pasa entre uno y otro desplazamiento.
Y cuando todo falla, más vale vagar.
“Recostado al borde de la carretera, me contorsionaba cada vez que escuchaba una carreta en la cercanía. Era para que no se imaginaran que estaba durmiendo, o que reposaba. Intentaba gemir, ¡Ayuda! Pero el tono que me salía era aquel de la conversación rutinaria. Ya no podía gemir. Aún no había llegado mi fin y ya no podía gemir”.
El vagabundo, que con Chaplin y Keaton adquirió sus matices cómicos, se consagra aquí a sus tonos existenciales: sí, aquí hay humor (como el momento en que el hombre, usando como balde su sombrero hongo, insiste en ordeñar una vaca cuyas ubres están untadas de mierda), pero su función es ante todo compasiva: es un remedio contra el temor y la parálisis. “Sabía que todo iba a acabar”, dice el hombre, “entonces jugaba a la comedia”. La misma grisura vagabunda se encuentra en el Michael K. de Coetzee y la misma risa compasiva, con abundancia de luces neoyorquinas, en los diálogos de Seinfeld.
CODA
Si quieren leer más sobre Beckett, aquí hay tres textos: uno sobre Molloy, otro sobre Malone muere, otro sobre la hazaña de publicar Murphy. Es una lástima que en las librerías sus obras de teatro y sus novelas sean casi como fantasmas: salvo por Esperando a Godot, el inventario es pobrísimo. En la red de bibliotecas del Banco de la República hay más material para consultar, traducido y original. ¿Qué opinan de la obra de Beckett?