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Para hablar de Jorge Luis Borges, evitaré por esta vez el escrutinio de sus laberintos, su afinidad por Browne y Stevenson, su obsesión ambigua por el cuchillo orillero, sus fantásticas alusiones bibliográficas. En cambio me concentraré en un elemento más vulgar, más mundano, más elevado: sus adjetivos y sus verbos.
Ningún escritor atento consideraría la elección de verbos y adjetivos como una empresa menor: un adjetivo inexpresivo o un verbo con las ancas flojas equivale a un brochazo brutal en un lienzo. En el moldeo de lo elemental un escritor se juega su honor, que suele ser poco y cojea. Apuesto incluso que una buena historia zozobra sin excepciones si carece de un lenguaje preciso, mientras que todo lenguaje preciso siempre empuja a contar una buena historia. Borges era meticuloso. Sus tres primeros libros de cuentos constituyen la mejor prueba: Historia universal de la infamia (1935), Ficciones (1944) y El Aleph (1949).
En el primero, en El impostor inverosímil Tom Castro, el recuento de la ocurrencia extraordinaria exige una adjetivación inusual. Borges describe a Tom Castro, un estafador que ahora fingirá ser el hijo de una señora adinerada, como un hombre de “sosegada idiotez” y de “conversación ausente o borrosa”. La primera combinación parece paradójica, puesto que la idiotez suele elegir el caos o la altivez, pero, una vez se la lee con detenimiento, empata y es de fácil verificación; la segunda expresa con inteligencia y estilo el hecho de que la lengua de Tom Castro se tropieza a todas horas contra el andén traicionero de las consonantes. Es un tonto sin talento pero con suerte. Son adjetivos burlones, irónicos, casi cáusticos, que aspiran a la risa perspicaz, como cuando, en una de sus numerosas entrevistas de vejez, Borges declaró que Argentina adolecía de 82 generales.
El impostor inverosímil Tom Castro contiene otros adjetivos fascinantes. De Bogle, el negro que dirige a Castro en su estafa, dice que tiene un “aire reposado y monumental” y que es “un varón morigerado y decente”. Todos los adjetivos contradicen sus actos, que son desmedidos e indecorosos, un mecanismo bastante común en los cuentos de Borges, donde la expectativa es arrollada o agrisada por la realidad. Borges también acude a ciertas adjetivaciones dobles: cuando escribe “antiguos apetitos africanos” o “ilustre pecho condecorado” o “blandas manos funerarias” (piensen por un momento en unas manos que evoquen el duelo y la desaparición). El objeto que describen esos adjetivos se aparta de su rutinaria normalidad: el pecho y las manos dejan de ser un simple pecho y unas simples manos.
Borges escribe que Castro tiene una “inmejorable ignorancia del idioma francés”. La “inmejorable ignorancia” no sólo llama la atención por su aparente oposición (que conlleva una idea hermosa: incluso para la ignorancia se requiere maestría; ser un ignorante venerable no admite la mediocridad), sino también por su aliteración, su duplicación sonora, que reposa en la íes iniciales. El mismo recurso aparece en ese y otros cuentos: se habla de la “insensata ingeniosidad” de Castro, de la “definitiva descarga” en El milagro secreto, del “exámen estéril” y de los “tigres transparentes” en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (ambos incluidos en Ficciones). La sonoridad y la armonía de esas parejas de palabras sugiere una suerte inevitable: como si el sustantivo estuviera destinado a ese adjetivo, a sufrir el destino que le designa.
Con los adjetivos Borges también anima lo que está muerto. Por ejemplo, en El milagro secreto escribe: “Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga [...]”. Ningún amanecer es insomne: Jaromir Hladík, preso y en espera de fusilamiento, es quien sufre de insomnio. Pero al transferir sus cuitas al amanecer, un objeto hasta ahora inerte cobra vida de golpe (esa figura, digo de paso, se llama hipálage y Borges acude a ella con frecuencia). Para la literatura nada está muerto: quieto quizás, pero no muerto.
Ocurre lo mismo cuando el negro Bogle teme la llegada de un “violento vehículo” que lo atropellará (a pesar de que la violencia le correspondería al conductor, no al vehículo) y cuando la madre adinerada y atristada por la desaparición de su hijo publica “desconsolados avisos” en un periódico (aunque es ella, no el aviso, quien se ha sumergido en los dominios del desconsuelo). También ocurre cuando Emma Zunz, en el cuento homónimo en El Aleph, camina por los “decrecientes y opacos barrios” y por la “indiferente recova” (aunque todos esos adjetivos pertenezcan no a los barrios ni a la recova, sino a los objetos y personas que emergen a su paso o incluso a las convulsiones espirituales de Emma Zunz).
Efectos similares de burla, paradoja y animación anidan en los verbos. Algunos de ellos ya pertenecen a Borges; cuando otro escritor los convoca huele a plagio. En El milagro secreto escribe: “[...] su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschluss [...]”. “Dilataba” es tan peculiar como preciso. Ése es quizás el secreto de sus verbos: parecen forasteros pero encajan con más gracia que cualquier nativo. “Alargaba” o “extendía” parecían opciones más naturales, pero Borges compite contra el lugar común blandiendo un verbo casi ajeno a las circunstancias. Demuestra que las peculiaridades verbales son destellos de las peculiaridades de esa materia vaga e íntima que llaman mente.
En ese mismo cuento dice que Hladík, al imaginar cómo sería su fusilamiento, “murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría”. “Fatigar” en vez de “agotar” o tal vez “malgastar” es una elección formidable: expresa con más tino el trabajo abrasador de la imaginación al que se somete Hladík. Más adelante se lee: “El sueño lo anegó como un agua oscura”. Quizás el sueño pueda embargar o pesar; anegar, junto con su metáfora del agua, es más bello, más sofisticado. Luego, cuando el tiempo se detiene, se lee que “el brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso”: de repente un perecedero brazo humano posee el don de la eternidad. Y cuando en Emma Zunz Borges escribe que “el último crepúsculo se agravaba”, el verbo agravar todo lo dice y todo lo da: es un crepúsculo grave, con carne y solemnidad, definitivo como la descarga contra Hladík.
Es notorio que Borges no trabaja, como muchos otros escritores (D. H. Lawrence, por ejemplo), en automático: verbos y adjetivos contribuyen a la tensión o armonía entre forma y fondo. En ocasiones aspiran a ser más que lo que la gramática les deparó: un verbo no sólo traza una acción sino que también la califica; un adjetivo, además de juzgar un objeto, presenta la posición del narrador frente a su historia. Cuando la escritura expresa tanto con tan poco (Borges tiende a lo compacto, al comentario breve de la vastedad), algo extraordinario está ocurriendo.
CODA
Por alguna razón técnica sus comentarios sobre literatura fantástica desaparecieron de la columna anterior y no alcancé a anotar sus recomendaciones (recuerdo, eso sí, la Antología de la literatura fantástica de Ocampo, Bioy y Borges). Si se animan pueden reescribir sus recomendaciones aquí y me encargaré de agruparlas de inmediato: será como una suerte de antología de los lectores. De otro lado, ¿qué más han leído de Borges? Sugiero, además de lo que ya está en la columna, el poema en blancos endecasílabos 1972.