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Costas extrañas

Carta a Hipona

J. D. Torres Duarte
12 de julio de 2023 - 02:00 a. m.

Querido San Agustín:

Esta carta, esta amonestación de amigo, te llega con quince siglos de retraso. Tu Dios no nos quiso contemporáneos. Tu guarida en la orilla del imperio es ahora un ramal de ruinas, tú ascendiste a la santidad y al patriarcado de tu iglesia, tu lengua se diluyó y ablandó sus declinaciones, y el mundo se está desmoronando. Te sorprenderá todo salvo que el mundo se esté desmoronando: se estaba desmoronando desde hacía quince siglos, por entre las llamas del Mediterráneo y el estrago del aire, cuando divisaste desde tus últimas luces el asedio de los bárbaros.

No escribo, sin embargo, para proveerte de noticias y desvelos; escribo para conversar y hacerme tu contemporáneo. Leí en tus Confesiones una abjuración de la literatura (de la épica y de la tragedia, que eran entonces la literatura) que contiene ramalazos de resentimiento y penitencia. Dilapidaste tus horas de juventud, dices, en la memorización de las travesías de Eneas, en la recitación de cierto monólogo de Juno, en sollozos por el destino de Dido. Bajo el influjo de ese “sueño tan encantador pero inútil”, según gruñes, te apegaste al elemento que te hacía triste, malgastaste tus poderes de lectura en busca de la adulación de tus maestros y en favor de tu vanidad, y te apartaste de las vías de Dios. “Erré al preferir en mi niñez los romances vacíos antes que otros estudios más valiosos”, te arrepientes. Y te adelantas con consejos de sosiego a la consternación de los estetas: “Ni aquellos que trafican con literatura ni aquellos que compran sus mercancías necesitan levantarse contra mí”. ¿Para qué os levantáis si tendreís que sentaros de nuevo? Patriarca hasta en la ironía. Pero yo me levanto, no porque pueda ni porque quiera, sino porque no tengo asiento ni más que hacer y el mundo está lleno de ruido. Entre estas palabras, ruinas y brote de la lengua que dominaste, he levantado mi claustro.

Para sustentar tu memorial de agravios contra la literatura, contrapones las historias de la imaginación a la lectura: dices que para un hombre cuerdo siempre será más importante, beneficiosa y digna de pulimento su habilidad de lectura que su afición por los libros de historias y dramas, puesto que dominar el desciframiento de los signos de la escritura permite el acceso a numerosos estudios y a incontables libros, mientras que las invenciones de una mente ociosa son pábulo de distracción. Me opongo. Primero, porque los inventos del ingenio afinan el sentido y el entendimiento, y porque distraerse es el modo heterodoxo de traerse. Segundo, porque por vías alternas la literatura permite también un grado de acceso, un vasto acceso, vedado con frecuencia a la tiranía de la fórmula en el laboratorio: a las propiedades metafísicas de la luz y de la llovizna, a las convulsiones de la mente, a las paradojas del deseo, a los terrenos mixtos, a los límites blandos entre las cosas y su entorno, a las variaciones y verdades del ritmo. Del ritmo deriva quizás el encanto de las historias que leías en tu infancia con amor (te conmovían el destino ajeno y la aflicción imaginada, lo cual es seña de amor) y que en tu madurez de eremita despreciaste como banales e insidiosas porque en sus núcleos no habitaba Dios. Su encanto indicaba su inferioridad, su ausencia de divinidad.

Pero te pregunto, santo: si el mundo es una ilusión vana y breve, como sugieres al decir que esta vida es apenas un camuflaje de la muerte, ¿no funciona también esa ilusión, esa fuerza que concibe astros y vacío y ventarrones de fuego, bajo los mismos mecanismos del encanto? ¿Y ese encanto no es el instrumento predilecto de Dios, el dispositivo en que se ha hecho hábil y que lo alberga? ¿Cómo puede parecerte menor a ti, siervo y seguidor de Dios, exégeta fiel de dos versículos, el instrumento por el que se encarna la voluntad de Dios? Al principio de tus Confesiones especulas, como especuló una mano anónima siete siglos antes en el Baghavad Gita, sobre la presencia de Dios en todas las cosas al mismo tiempo. ¿Por qué no habría de estar también en los libros donde se van inventando historias? ¿Por qué, entonces, desdeñarías un objeto donde habita Dios? Si reniegas de la literatura y de su encanto, que duplica los hábitos de Dios, ¿no estarías renegando de Dios y reincidiendo —sin consciencia de tu miseria, que es la forma más miserable de la miserableza— en los caminos disolutos de tu juventud?

¿O repruebas la literatura para demostrar con humildad que ni siquiera un hombre que aspira con devoción a la rectitud y al amor por Dios puede escapar de cierto grado de ceguera ante los aspectos de Dios, que vivo está quien vive en la desorientación y que el poder de un hombre alcanza, por mucho y sólo cuando Dios no juega a las escondidas, para resolverse a enderezar su camino mientras el camino lo manda por los desvíos?

Abandono las preguntas, por ahora.

Y me atengo a las pruebas. Elegiste componer, no una parrafada de teología ni unas apuntaciones en defensa de la existencia de Dios, sino una larga oración: escarbaste, como es deber de todo escritor, en busca de la forma que mejor correspondía a tu ánimo y que mejor animaba tu necesidad, que era aproximarte a Dios con la confesión de tus flaquezas, tus vicios y tus malandreces, advirtiendo a cada vuelta de párrafo, como es deber de todo escritor, que confesar no es ni alabar ni consentir sino contemplar y que acudías a la divinidad sin rostro con urgencia de purga, y que camino de la purga supiste meterte en un enredo. No te mientas ni evadas, que la antigua ira de Dios cobra vigor ante el engaño y la evasión: tienes hábitos de escritor y de poeta. Estás más cerca de Virgilio que de Orígenes. Te gustan las palabras, sus órdenes flexibles, te las pones, como dice un escritor checo cuyo librito de soledad y papel prensado habrías disfrutado, como un caramelo en la punta de la lengua, y las saboreas, y te apetecen. De ahí emanará tu aversión por la literatura: de tu tanto gozo secreto por las palabras, que es lujuria.

Convertiste el libro en un confesionario, la palabra en un confidente, a Dios en un corresponsal mudo; hiciste de la oración un género literario que añadía al ruego la meditación y la aventura; eres el héroe triste y Dios, el don postergado a perpetuidad, como Dulcinea y la razón para el Quijote, como el mar y el oro para José Arcadio, como el castillo para el agrimensor. Eres un adelantado: descubriste la frustración y sus campos de abono. Aunque digan que fundaste la autobiografía, fundaste, en cambio, la duda y la búsqueda sin recompensa: vas a paso de vacilación por la huella, a oscuras, solo y con el solo indicio de los susurros, lleno de años y de preguntas, convencido en tu duda de la existencia remota de cierta luz, convocando una voz que rehúsa modificar su ausencia. Fíjate que el tiempo de la literatura no es una línea sino una espiral: en tu madriguera de Hipona, en tu compañía, habita también cierto Beckett.

Relee, por favor, tus palabras y dime si no escribes como escritor de ficciones. Las tentaciones vienen por mareas; tu espíritu es una arcilla sin moldear; tú eres ante Dios poco menos que polvo y cenizas; los maestros sirven en costosas copas el vino del error; el hábito es una corriente tan fuerte como la de un río; un discurso sin sustancia es para ti un humo sin fuego. Las metáforas y los símiles resuelven tus necesidades de expresión ante Dios. Te explican y te hacen claro; desenmarañan lo enmarañado y acercan lo que reposa en la lejura; sustentan tu ilusión de acercamiento a Dios. Ahora responde, tras esta larga tregua sin preguntas: ¿no fueron esos dispositivos de la literatura los que desbrozaron una senda que parecía impenetrable, la de poner en palabras lo que en la vida era sólo confusión, y te permitieron ponerte en contacto con Dios? ¿No crees que contar como cuentas tu vida desde la niñez es admitir y asumir el encanto que tanto te espantaba de La Eneida? ¿No contienen esos dispositivos literarios una veta divina que se parece a la fe, puesto que hacen que exista lo que no tiene materia? ¿No supuso la reelaboración de tu historia en forma de oración una creación que se asemeja a los trabajos de Dios?

Confiesa tu pecado mayor: buscando a Dios, quisiste igualar a Dios. Y tu pecado subsidiario: lo lograste.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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Álamo(88990)12 de julio de 2023 - 09:31 p. m.
Gracias por sus deleitables "Confecciones".
Maryi(41490)12 de julio de 2023 - 08:24 p. m.
"Al principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios.Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe." Evangelio según San Juan Esta cita resume en buena medida a la palabra como deidad superior. Y la literatura está en ese rango.
Edmundo(40sm7)12 de julio de 2023 - 04:14 p. m.
Que gran articulo señor Torres; la otra cara del Santo de Hipona
Juan(3racf)12 de julio de 2023 - 02:11 p. m.
Maravilloso. Muchas gracias.
FRANCISCO(33050)12 de julio de 2023 - 02:29 a. m.
Para Huidobro Vicente, "el poeta es un pequeño dios", un creador, un demiurgo? que solo con la humilde palabra crea mundos, imperios en su meridiano esplendor o en sus ruinas y devastaciones. Platón creo un filósofo mas inteligente que él y con ese filósofo levantó un sistema de pensamiento que aún se lle y se piensa... Perro también podemos pensar que el dios es la palabra y el poeta un intermediario que se cree dios... Gran columna señor Torres....
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