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Hace un largo tiempo (si ha pasado el tiempo desde el año pasado) hablé en esta columna sobre Molloy de Samuel Beckett, la primera novela de su trilogía. Hoy cavaré hondo (pero no hasta el límite: Beckett es muy hondo para una precaria columna de diario) en la segunda, Malone muere, que fue publicada hace setenta años y que en su versión original en francés se titula Malone meurt y en su traducción al inglés, ejecutada por Beckett mismo, se titula Malone dies.
Dije que es una trilogía, y así suelen llamarla en trabajos académicos y periodísticos, pero las novelas no comparten personajes ni línea dramática ni estructura: se trata (junto con El innombrable, la tercera) de obras independientes que se pueden leer en cualquier orden. Sí comparten un aliento: fueron escritas en apenas unos años a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, en condiciones económicas de hambre y con un ánimo vital (dudé un poco al escribir vital) que nunca se replicaría. Las tres persiguen la desintegración del yo, que no tiene de dónde asirse en el hundimiento sumiso del mundo. Fueron las novelas que le dieron una habitación propia a Beckett en el hogar más bien angosto, caprichoso y huidizo de la literatura.
El contenido de Malone muere es fiel a su título: Malone está muriendo. Tiene más de ochenta años, quizás cien, y agoniza en una habitación con una ventana que da a otras ventanas en algún piso de un edificio que podría ser un psiquiátrico o un hotel. Y entonces, para “introducir un poco de variedad” en su descomposición, Malone opta por escribir historias con un lápiz breve en un libro de ejercicios. La novela es la compilación de esas historias más sus meditaciones sobre la muerte que lo acecha.
El procedimiento parece común. No lo es. Nada en Beckett es común. Nunca. Todo escritor original (es decir, irrepetible) deforma cuanto ve, en un estado de diario asalto visual. No compone una realidad: la descompone. No imita: retuerce. Retorciendo se hace recto el camino. Eso ocurre en cada línea de Beckett, en cada palabra.
Por eso nada es seguro en Malone muere: alguien podría dudar incluso de que Malone sea Malone. Las historias que cuenta son al parecer biográficas (primero en la figura de un niño, Sapo, más adelante en la de un adulto, Macmann), pero él es reticente a admitirlo: como si quisiera evadir la luz o rebotarla de manera oblicua. Al mismo tiempo discute si tal personaje o tal otro es interesante, cambia de tema de repente, deja párrafos a medias, opina luego que producen tedio, luego continúa escribiendo, porque no hay otra opción: “No quería escribir, pero me tuve que resignar al final”. Es un relato que no tiene interés en parecer certero y acabado; más bien: su interés es tener los acabados de un relato vacilante e inacabado. Hay que cuidar los detalles del caos, la belleza del muñón. Malone muere es una novela con los andamios desnudos porque tenerlos desnudos es un requisito del contenido: el agotamiento, el abandono y la incertidumbre son los síntomas regulares de quien está muriendo (o sea: todos).
Malone se consuela con su muerte; Malone se acongoja con su muerte; en ese estado de continuo frenesí transcurre el relato. Dice: “De modo que distingo a medias, en la verdadera catástrofe que me ha ocurrido, una bendición disfrazada. Cuán reconfortante es [...]. Saber que puedes hacerlo mejor la próxima vez, irreconociblemente mejor, y que no existe próxima vez, y que es una bendición que no exista: he ahí un pensamiento para acompañarse”. También dice: “Todo es pretexto, Sapo y los pájaros [...], mis dudas que no me interesan, mi situación, mis posesiones, pretexto para no ir al punto, el abandono, el levantamiento de los brazos y el hundirse, sin más chapoteo [...]. Sí, nada bueno viene de fingir, es duro dejarlo todo”.
Podría pensarse que Malone escribe no sólo para entretener su agonía, sino también para descifrar su pasado, puesto que está viejo y la experiencia es la antorcha que allana el camino. Pero no: “[La vejez] no parece agregar mucho a lo que ya ha sido adquirido o lanzar ninguna gran luz sobre su confusión”. Las palabras no iluminan, sino que enfangan: cada palabra (indomable, casi siempre aproximativa, a menudo vaga y opaca) es un paso más hacia el hundimiento, hacia las preguntas sin respuesta, que son todas las importantes, hacia una oscuridad que desborda todos los adjetivos. Dice: “Y quizás él ha llegado a ese punto de su instante en que vivir es vagar por el último trecho de la vida en las profundidades de un instante sin límites”. Dice: “Y entonces llega la hora en que nada más puede ocurrir y nadie más puede venir y todo se acaba salvo la espera que se sabe en vano”.
Si bien ninguna palabra puede contra la muerte, Malone sigue escribiendo hasta su segundo de cierre: muere encajando una palabra detrás de otra, en fragmentos que imitan una respiración quebrada, los últimos espasmos del alma, empeñado en darles a sus oraciones sentido y forma justo cuando todo sentido y toda forma se están esfumando. Las palabras no salvan, pero permiten ahogarse mejor.
En medio de su descenso (¿o ascenso lírico?) hacia la muerte, Malone muere recoge varios registros: el trágico, el cómico, el amoroso. Es una obra en la que está sugerido el mundo entero. Descubre que en el extremo de la tragedia abunda la comedia: toda hipérbole de los nervios produce risa y no hay otro modo de morir que burlándose de la muerte. Un día, cuando sospecha que la muerte viene, Malone nota que no siente ciertas partes de su cuerpo y que incluso parecen haberse largado a lugares remotos. Y dice: “Porque mi trasero, que difícilmente podría ser acusado de ser el final de cualquier cosa, si mi trasero comenzara de repente a cagar en el momento presente, Dios me libre, creo con firmeza que los bollos caerían en Australia”. Más adelante escribe: “Es verdad que no tengo ningún deseo de abandonar mi cama. Pero ¿puede el sabio no tener ningún deseo por algo cuya posibilidad no puede concebir? No lo entiendo. Quizás el sabio sí”.
Al contar la historia erótica entre Macmann y Moll, Beckett explota su lirismo al borde de la muerte así: “Porque dada su edad y su escasa experiencia en el amor carnal, era apenas natural que no lograran, en el primer intento, darse la impresión de que estaban hechos el uno para el otro”. Y también así: “Pensemos en las horas en que, agotados, yacíamos amarrados el uno al otro en la oscuridad, nuestros corazones trabajando como uno solo, y escuchemos al viento decir qué significa estar afuera, en la noche, en el invierno, y qué significa haber sido cuanto hemos sido, y hundámonos juntos en una infelicidad sin nombre”.
Su esfuerzo sobrehumano por escribir y sus ansias por contar el amor, la tragedia y el ridículo hacen de Malone un personaje conmovedor, salvajemente humano, a pesar de que está perdiendo todo cuanto lo hace humano. Es justo “en el umbral de no ser más” en que Malone es más que nunca: va a morir y de golpe se enciende. Malone conmueve porque, como todos en algunas tardes de solitaria sustracción, se ha dado cuenta de que no sabe nada, de que ni siquiera tiene certeza de si alguna vez existió, de que es una piedra que deambula en un espacio negro que se expande, alrededor de un centro visible pero inalcanzable, y completa su último trecho bajo la revelación de que toda tarea de desciframiento es inútil, de que descifrar es lo único que puede intentar hacer y de que la única libertad a la que puede aspirar es a la de no ser nada: “Pero qué importa si nací o no, si he vivido o no, si estoy muerto o sólo agonizo, seguiré haciendo como siempre he hecho, sin saber qué hago, ni quién soy, ni dónde estoy, ni si soy”.
CODA
Heródoto cuenta en sus Historias que ciertos juegos de azar fueron inventados durante una larga hambruna en el reino de Lidia para “aliviar su miseria”. Es probable que Malone buscara un alivio similar al escribir. Los lectores, que van escribiendo las historias mientras leen, quizás también busquen lo mismo. ¿No creen que, a fin de cuentas, toda novela es un bello aparato de consuelo?