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No basta con rumiar una novela durante años. No basta con emplear todas las neuronas del pecho escribiéndola. No basta con reescribirla para complacer a la consciencia y al oído. No basta con que tenga un ribeteado “FIN” al cierre. Después de todo esto hay que publicarla.
Esta no es una preocupación para los escritores con algún reconocimiento en la industria editorial: es una preocupación para los marginales y para los nuevos, una labor tan ardua, titánica y desesperanzadora como la de escribir la novela. Era la preocupación primordial de Samuel Beckett en 1936, cuando su fama se extendía hasta los confines de su círculo de tres amigos. El 9 de junio de ese año le escribió a su amigo Thomas McGreevy (como se encuentra en The Letters of Samuel Beckett: 1936-1940): “He terminado Murphy, lo que significa que he escrito palabras finales de primera versión. Ahora tengo que revisarla de nuevo. Se lee con cierto horror.”
Murphy fue su primera novela: un experimento narrativo muy inspirado en la obra de Joyce (a quien Beckett había asistido durante un tiempo), erudito, referencial, abstruso y con un deleite constante por romper ciertos hábitos del canon narrativo: en un punto, por ejemplo, presenta a uno de sus personajes por medio de una tabla médica: cuánto pesa, cuánta edad tiene (“sin importancia”), qué tan ancha tiene la cadera.
Tras terminar la revisión de la novela el 27 de junio (“Podría trabajar más en ella, pero no tengo la intención. [...] Trabajé duro este último mes y estoy muy cansado, del trabajo y de las palabras en general”, dice en otra carta) Beckett envió dos copias a los editores Ian Parsons (en ese entonces editor de Chatto and Windus) y Charles Prentice. En una carta elogiosa pero adversa, Parsons respondió unas semanas después que no la publicaría porque “un libro como el suyo, que en verdad exige a la inteligencia del lector y a su conocimiento general, hoy tiene menos oportunidad que nunca de ganar una audiencia”. Prentice la rechazó con argumentos similares.
Entonces Beckett envió Murphy a las editoriales Freere-Reves y Simon and Schuster. La primera declinó; la segunda también. Para tener otras opciones, Beckett le pidió al editor George Reavey que actuara como su agente literario y distribuyera la novela. La primera oferta llegó pronto: el editor Stanley Nott la publicaría en Inglaterra siempre y cuando alguien más la publicara en Estados Unidos. Reavey se lo propuso a la editorial Houghton Mifflin, cuyo editor, tras leer Murphy, respondió con tino gerencial y descuido literario: Beckett debía cortarle un tercio a la novela. No decía qué ni cómo.
Beckett, con razón, se escandalizó. “No veo cómo el libro pueda ser cortado sin que se desorganice”, escribió en una carta a Reavey. Sin embargo, sus ansias por publicar eran tantas que pidió preguntar al editor qué pasajes específicos lo incomodaban. Pero insistía: “¿No entienden que si el libro es algo oscuro es porque está comprimido, y que si se lo comprime más sólo terminará siendo más oscuro?”
Mientras esperaba la respuesta de Houghton Mifflin, Beckett, que es trágico y meditabundo pero también cómico y escatológico, le contó a una amiga su situación con Murphy y anotó: “Mi próximo libro será en papel de arroz enrollado alrededor de un cilindro, con una línea perforada cada seis pulgadas, y estará a la venta en tiendas de cadena. La extensión de cada capítulo será calculada según el libre movimiento promedio. Y con cada copia [vendrá] un ejemplar gratuito de algún laxante para promover las ventas. Los Libros Intestinales de Beckett: Jesus in farto”. El latín farto es muy cercano a fart en inglés: peo o tirarse un peo.
Como Houghton Mifflin se mantenía en silencio, Beckett preguntó de nuevo a Reavey qué había sucedido. Agregó la propuesta cáustica de que reduciría la novela al título y dijo que si el título los ofendía también lo cambiaría. Ya habían pasado seis meses desde aquel término de la escritura de la novela cuando Beckett le escribió a su amigo Thomas McGreevy: “Sin noticias sobre el libro”.
Presintiendo que el editor inglés Stanley Nott los había embarcado en la búsqueda de un socio estadounidense para declinar con cortesía la publicación de Murphy, Beckett y Reavey intentaron con otras casas editoriales. Entre enero y febrero de 1937, Dent y Cobden-Sanderson la rechazaron. En abril otra editorial se negó. El 5 de junio, casi un año después de haber terminado la novela, la editorial Constable también dijo no. Houghton Mifflin nunca respondió.
Beckett, además de no ser publicado, no tenía ideas ni ánimo para escribir. Estaba seco. “No he escrito ni he querido escribir nada, excepto durante una hora corta [...] en que produje dos líneas y media”. Su futuro era tan incierto y vacilante que en julio envió una carta azarosa a la Universidad de Cape Town, Sudáfrica, para convertirse en profesor de italiano (otra lengua, junto con el francés, el inglés y el alemán, que Beckett dominaba).
Beckett y Reavey concibieron otros planes para publicar Murphy: pusieron en consideración enviarla a otras editoriales como Hogarth Press, Faber and Faber, Secker and Warburg y Thomas Nelson and Sons. Incluso Reavey se ofreció a pagar la publicación, pero Beckett declinó esa oferta porque, dijo en una de sus cartas, le haría perder dinero. Otras editoriales como Doubleday Doran y Covici-Frieda rechazaron el libro o recurrieron a un silencio pavoroso.
Sólo hasta el 9 de diciembre de 1937, un año y medio después de que el manuscrito estuviera listo, Beckett recibió un telegrama donde le notificaban que Routledge, una casa editorial londinense, publicaría la novela. Beckett le escribió a Reavey con un deje pontificio: “Que el dios de los blasfemos te bendiga”.
No es difícil comprender el rechazo de todas estas editoriales: Murphy no era (y sospecho que sigue sin serlo) una novela atractiva para el público general. Era un tiro en la cuenta bancaria. En cambio es casi imposible comprender la tenacidad que empleó Beckett para publicarla: la fe íntima que tenía sobre su propio talento pese a su desánimo ocasional y el vigor de su programa literario incluso en esta etapa inicial. Muchos años después, cuando ya vivía en París, Beckett escribiría en otra carta de qué se trataba ese programa: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con lo cual expresar, nada desde lo cual expresar, ningún poder para expresar, ningún deseo de expresar, junto con la obligación de expresar”. Era un programa demasiado vanguardista, contradictorio y lúgubre para una industria que vive de la tarea segura y confiable de escribir y vender libros.
CODA
¿Hay, entre los lectores de esta columna, algún lector fiel de Beckett? Si sí, ¿qué libros han leído, qué libros veneran?