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El libro de Job, en el Antiguo Testamento, escrito sabrá Dios cuándo y por quién, abre con una competencia de orgullo entre dos príncipes. Dios le pregunta a Satanás si en sus prolongadas vagabunderías por la Tierra se ha topado con Job, su sirviente más fiel, “temeroso de Dios y apartado del mal”. Satanás sugiere que Job le teme y lo obedece porque lo tiene todo: sus numerosos hijos e hijas viven en los placeres del buen vino, sus tierras abundan, sus animales proliferan, su cuerpo conserva su salud. Y anota Satanás: “Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia”.
Satanás manipula a Dios, el Todopoderoso, ojo y oído y lengua del cosmos, con ardides de la razón. Aunque todo lo sepa, Dios no parece darse por enterado, y en cambio le da licencia y vía para que haga con Job cuanto le plazca, salvo matarlo. Los males de Job, que comenzarán a multiplicarse, derivan de la vanidad y el orgullo de Dios al ceder a la tentación de probar ante su hijo más oscuro y rebelde que sus sirvientes se mantienen fieles incluso cuando se evaporan de corona a pies, sin hacienda ni progenie ni ropas decentes, bajo ampollas y forúnculos.
El tono que se marca desde entonces es de duda (porque Satanás cuestiona la fidelidad de los siervos de Dios y, por ende, el mandato de Dios) y de ironía (porque Dios, libre de tacha, se entrega a la vanidad, tacha de tachas). Es el mismo tono del tren de quejidos y nostalgias de Job, que ocupa la mayoría de los 42 capítulos. Tras una vida de riquezas, Job se ve postrado, con unas ropas que lo desprecian y una esposa que “no reconoce” su aliento, y pregunta con poesía de hierro por qué cosas malas le ocurren a la gente buena.
Tras maldecir su nacimiento (“¿Por qué no morí yo en la matriz o expiré al salir del vientre? [...] ¿Por qué se da vida al hombre que no sabe por dónde ha de ir, y a quien Dios ha encerrado?”), Job se consagra a una defensa de sus acciones que se niega a ser servil: “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré; no obstante, defenderé delante de él mis caminos”. Es una posición difícil, la de Job: arrodillarse y al mismo tiempo levantar el rostro y hablar con voz de trueno. Aun más difícil cuando es evidente que su única posesión es un barril hueco de esperanza (“¿Cuál es mi fuerza, que debo tener esperanza?”), que nunca penetrará los criterios de Dios para su castigo (puesto que Dios obliga a los hombres a deambular en una paradoja de impotencia: Él es lo más grande entre lo grande, está en todas partes y en todas las cosas, pero no puede ser visto, ni rozado por las palabras ni las manos, ni buscado por la razón, es un conocido desconocido, una huella sin dedo) y que toda defensa será tomada por un ataque, toda réplica por una blasfemia y todo gruñido por una muestra de orgullo que añadirá a sus pecados (porque, por secretos e intrincados que sean las motivos divinos, ¿quién es él, el andrajoso y ampollado Job, apenas hombre además, para disputarlos?).
Y aun así, Job opta por hablar. Es una paradoja exquisita, que heredan libros como El innombrable, El extranjero, El castillo: de nada sirve hablar, pero no puede evitar hablar.
Tres hombres viejos y uno joven, que lo acompañan y le sirven como interlocutores, contradicen sus aullidos de víctima con un argumento que parece imbatible: si ahora pertenece al clan de los desharrapados, si debe comer raíces duras por toda carne, si debe buscar refugio entre espinas y hacer vida entre las grietas de la tierra es porque debió de incurrir en pecados. No se puede saber cuáles son sus pecados (a menos que él los confiese, como recalca el joven Eliú, y entonces Dios podría apiadarse de él: porque Dios no se conmueve por los buenos o los malos actos, sino por los actos de contrición; Dios está rodeado por una escolta de asesinos y falsificadores que se inclinan), pero, como Dios no reparte castigos sin razón ni es arbitrario (lo atestiguan el orden de las cosas, la separación del mar y el cielo, los ciclos justos de los elementos), es posible asegurar con certeza divina que Job los cometió.
El libro de Job no excluye que ambas posibilidades sean verdad: Job pudo haber cometido una tronera de pecados que lo condujeron a su perdición y Dios (fruto de su apuesta de taberna con Satanás, como sólo la lectora lo sabe) pudo haberlo castigado sin ninguna razón. Eso hace fascinante el relato, que no aspira a responder con gruesas revelaciones la pregunta intemporal sobre la justicia y el merecimiento, sino a explotar sus posibilidades, como los diálogos de Platón (la Apología de Sócrates viene al caso).
Ante todo, esas posibilidades toman forma poética, porque es en la metáfora y la alegoría donde Job y sus compañeros se encuentran más a gusto, en el territorio donde las cosas evocan a las cosas: “Fui ojos para el ciego y pies para el tullido [...] y me esperaban como se espera la lluvia”, “Soy hermano de dragones y camarada de búhos”, “Las cosas que mi alma no quería tocar son ahora mi alimento”, “Mi piel está vestida de gusanos y de costras de polvo; mi piel, hendida y abominable”, “Aunque me lave con aguas de nieve, y limpie mis manos con la limpieza misma, aún me hundirás en el hoyo, y mis propios vestidos me abominarán”, “Porque somos del ayer y no sabemos nada, y nuestros días sobre la tierra son sombras”.
Nada en el libro de Job es rectilíneo o sereno en sus caminos: todo está agrietado por una versátil distancia irónica entre la devoción y el descontento. Es un libro pesimista y es un libro optimista, donde ahora gobierna el deseo de muerte y ahora el de redención. Es un libro donde incluso la constitución y la buena salud de Dios son puestas en duda.
Tras las intervenciones de Job y sus acompañantes, Dios aparece en la forma de un torbellino. Su voz es un temblor de tierra, su presencia es avasalladora, su ímpetu y su arrojo son los de un león. Sin embargo, algo se agita en la trastienda de la bestia prodigiosa.
Dios busca demostrar a Job su ignorancia y su incompetencia, y por lo tanto la falta de sustancia de sus alegatos. Pero su sola intención da cuenta de un quiebre, una debilidad. ¿Por qué querría Dios, rey de todo, juez de todo, probar su justeza ante uno de sus súbditos? ¿Qué le importan los múltiples devaneos en clave de chillido de uno de sus miles de sirvientes? ¿Acaso no se prueba algo ante alguien que uno considera su igual, alguien, incluso, cuya validación y cuya valoración resultan importantes? ¿O incluso ante alguien que tiene autoridad sobre uno? ¿Acaso es Dios siervo de los hombres? (Algo similar dice Jesús en Marcos: el hombre más poderoso deberá ser el sirviente de todos los hombres).
En el enlistamiento de sus maravillas, Dios no sólo parece vanidoso y orgulloso, sino también exhausto y resentido. Recuerda la voz de un trabajador que, tras días y noches de oscura labor menuda, salta de su escritorio en un embate de furia ante el mínimo susurro quejumbroso de su jefe, y le grita: “¿Por qué no lo hace usted, ya que se tiene tanta confianza? ¡Hágale!”. Es un Dios que truena desde su catre de convaleciente y cuya penúltima fuerza es empleada en el pulimento furioso de su reputación. Porque Dios es rehén de su poder: como es capaz de todo e infinita su habilidad, el rango de su fuerza nunca podrá deslumbrar, puesto que es natural que así sea (sólo maravillan las cosas que superan la expectativa de su propia naturaleza, y se espera que Dios haga milagros). El brío de su refutación, entonces, se reduce a un trino de pajarito recóndito. Tanto poder tiene Dios, que es impotente.
Lo interpela, además, en preguntas (es el único personaje que procede de ese modo: en preguntas colmadas de afirmación, como un gran inquisidor herido) y le habla del abismo insalvable entre Dios y Job. Le habla de los milagros que él ha ejecutado, de cómo ha compuesto a los animales, de cómo ha amaestrado los rayos y los vientos, de cómo su voz modula los ánimos de las aguas. Para demostrar la incompetencia de Job, Dios cae en la vanidad (como cuando cedió a los juegos mentales de Satanás). La vanidad es la lengua inevitable del milagro.
Se puede imaginar a Job, atónito, anestesiado, tratando de responder a las preguntas de metralleta con tartamudeos, que es la lengua real de la humanidad: la que vacila de tan perdida y lame el polvo. Entonces se vislumbra la tragedia: se trata del airado combate sobre muletas de un tartamudo y un impotente.
El libro de Job incluso disputa el sexo de Dios. A pesar de que siempre lo llama él, en su monólogo de vanidades Dios le pregunta a Job: “¿De qué útero salió el hielo? ¿Y quién engendró la escarcha del hielo?” (la palabra womb se usa en la traducción inglesa del rey Jacobo, mientras en la Reina-Valera se traduce como vientre, más genérica). La pregunta presupone que Dios tiene útero y la imaginación sugiere que Dios es hermafrodita. No es sorpresivo: si Dios está en todas las cosas, Dios es todas las cosas, pene y útero, esperma y óvulo. Es a la vez el río que pasa y alimenta y el cauce en cuyos muros se clava, prospera y muere la vida.
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