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En una entrevista, poco antes de su muerte, Louis-Ferdinand Céline dice con convicción que lo único que interesa en un escritor es el estilo: historias hay en todas partes, en las capillas, en las prisiones, en las capillas de las prisiones, pero el estilo es un bien escaso, se gestan dos o tres por generación, si acaso. El estilo de Céline, que es una mezcla de jerga de calle con flexiones de poeta, que es como un lirismo de andén, se funda sobre todo en una selección meticulosa de las palabras, y cabe pensar que el estilo es un bien escaso, como asegura Céline, porque escasos son los escritores que se aventuran a concebir su vida como un ejercicio permanente de criba en que se pesca una palabra y se la inserta en una línea para poner a prueba sus efectos en el oído y en la imaginación. En el fondo, con su defensa del estilo sobre la historia, Céline comunica un cierto amor: el que guarda un escritor por las palabras, que son su única y elusiva propiedad.
Shakespeare, que nunca dio ninguna entrevista, tenía que sentir un amor del mismo género cuando asignó estas palabras a Edgar en Rey Lear: “Me untaré la cara de mugre, cubriré mis entrañas con harapos, enmarañaré mis cabellos, y con visible desnudez afrontaré los vientos y las persecuciones del cielo”. Si no se simpatiza con la devoción de James Joyce por la sonoridad y los llamados clandestinos de las palabras, si no se asume su fervor pausado —que es, por cierto, el método de lectura más justo—, aproximarse a Ulises se convierte pronto en una extensión del potro de tortura. Los poetas, que aspiran a la espesura, practican un amor aun más lúcido y diligente hacia las palabras: lo prueba García Lorca con su luna y su “polisón de nardos”, lo constata Vallejo con su muerte “un día del cual tengo ya el recuerdo”, lo verifica Tranströmer con su sangre que es una “cascada oculta / dentro de mí, con la que ando a cuestas”. Los poetas y los buenos prosistas, que son deudores de la poesía, aman las palabras porque incluso en momentos de turbación hacen claro y transitable un camino y conducen a la ampliación de la experiencia y de la emoción.
El vínculo de amor con las palabras no es ni fluido ni complaciente. Las palabras no vienen en cuanto un escritor las llama: uno de los hábitos del oficio consiste en resignarse a entender los mecanismos innatos de la memoria para conjurar palabras, y en dominarlos tras mucho esfuerzo, y en ser despojado, a veces por largas temporadas, sin importar la experiencia, de ese dominio. Con frecuencia un escritor alcanza la intuición de una palabra, pero se le escapan su forma y su sonido, como si la soñara; pugna por hacer sólido y visible un murmullo que deriva de un lugar oscuro pero bien instruido; cuando no interviene algún grado de tensión, y cuando las palabras le llegan sin contracciones estruendosas, tiende a la desconfianza. Los escritores son gente difícil. En esa secuencia de disputas, que ocurren con mayor o menor intensidad en cada palabra, los sinónimos son un instrumento inútil porque los sinónimos son una quimera: ningún escritor con los tirantes en su lugar y su chicote entre los dientes afirmaría que dos palabras tienen el mismo valor, producen el mismo eco y conducen al mismo temblor (el escritor de confesión sinónima podría buscar redención en el estudio de comediantes como Seinfeld y Fry and Laurie, que viven, como vivieron Shakespeare y Joyce, de entender los efectos intransferibles de cada palabra). Ser escritor es pasar el tiempo persiguiendo la unidad, y entonces, grano a grano, insinuar el conjunto. Juntar montoncitos de palabras que hablen de sí mismas y de sus alrededores hasta conseguir, como escribe Beckett, “el imposible montón”.
Se trata también de un amor que transcurre en ocasiones como un reflejo, y las palabras llegan de un resbalón y casi como escupidas, apuradas por la fuerza de las lecturas y encauzadas por un oscuro ritmo interno. O por la inspiración, que proviene de la inminente muerte, como dice, otra vez, Céline.
En la absorción de nuevas palabras y en el repaso de las que opera con destreza, un escritor ejecuta un inusitado movimiento de renovación, porque las palabras son capaces de reconfigurar y refrescar el mundo, y saberlas convocar y combinar es también saber imaginar. Los mecanismos bajo los cuales las palabras acuden a la mente de un escritor son análogos a los mecanismos bajo los cuales se revela y se asimila el mundo; cabe pensar que son las palabras, con sus gradaciones y sus ritmos, las que revelan y asisten en la asimilación del mundo, y que entre más negligente sea su encadenamiento y entre más pobre sea el conocimiento de su variedad y sus efectos, más estrecha será la oportunidad de deslumbrarse con las cosas del cosmos. En su poesía, Seamus Heaney procura amasar un vocabulario escrupuloso sobre el campo, sus labores y sus penas, y las palabras consiguen tal espesor y tal longitud de tiro que se juntan sin problema con motivos de la mitología latina y nórdica: la experiencia irlandesa dilatada al universo de Hércules y de Thor. Las palabras, entonces, consiguen no sólo asimilar el mundo, sino condensar el tiempo, en una continua cancelación de los calendarios. Para un escritor, practicar su amor por las palabras puede equivaler a un ejercicio de tensiones en el que, para entenderse y para entender su entorno, transita y vuelve a transitar del arraigo al exilio.
Y en esos ires y venires puede ocurrir que las palabras adquieran un aire extraño y ajeno, y que se pierda la confianza en sus virtudes descifradoras, y que parezcan enjambres de surcos huecos incapaces de corresponderse con la realidad que pretenden contener. El siglo XX malició de los poderes de la palabra: se consoló con su sonido y con la subversión de la forma. ¿Por qué insistir entonces en ese amor devoto, casi siempre tácito, hacia las palabras, un amor que, por su inclinación constante al desaire, por su falta de correspondencia, roza en la servidumbre? Especulo: por componer una forma, por intentar un enigma, por librarse del vacío, por embellecer el vacío. Lo expresa mejor Clarice Lispector en La pasión según G. H.: “Pero tampoco sé qué forma dar a lo que me ha sucedido. Y si no se le da una forma, la nada existe en mí”.
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