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Al evocar a Raúl Gómez Jattin prevalece —pese a la labor humanitaria de incontables trabajos de grado y de intérpretes como Carlos Monsiváis y Jaime Jaramillo Escobar— la biografía sobre la poesía, la anécdota transitoria sobre los dones intemporales: lo prueban cierto cuadernillo corpulento del número 56 de El Malpensante, el volumen del oralista José Antonio de Ory, el libro testimonial de Vladimir Marinovich Posso y la biografía de Heriberto Fiorillo, Arde Raúl. Se garla sobre sus años en el grupo de teatro del Externado —donde actuó en sainetes decimonónicos, administró fragmentos de Aristófanes y perdió por disoluto y colérico su papel de Hamm en el montaje de Fin de partida—, sobre sus estancias psiquiátricas en Bogotá, sobre sus excentricidades de versador maldito, sobre la voz de lobo de Cereté con que se desplegaba en sus recitales y sobre su aparente suicidio en Cartagena, en buenas ropas, recién afeitado, a los 51 años; se relegan al reino del accidente sus seis libros de poesía. La discusión en torno a Gómez Jattin, obstinada en componer una bitácora de mendicidades —como ocurre aún con Robert Walser—, parece señalar que no era un poeta que padeciera estragos mentales, sino ante todo un turista de manicomio, desdentado y bazuquero, con una afición marginal por la poesía. Pero la biografía verdadera de un poeta reside en sus giros lingüísticos y en sus tácticas de canto: en el caso de Gómez Jattin, en una de sus cumbres poéticas, El Dios que adora.
El Dios que adora (aquí en la voz de Gómez Jattin) es un poema de una sola estrofa de 26 líneas, en verso libre y con un puñado de rimas, que abre la antología Amanecer en el Valle del Sinú, reeditada desde hace veinte años por Fondo de Cultura Económica. Hace parte en su origen del Tríptico cereteano, como se denominó desde 1988 el conjunto de los tres primeros libros de poesía de Gómez Jattin: Retratos, Amanecer en el Valle del Sinú y Del amor.
La ausencia virtual de rimas en El Dios que adora no implica una carencia de música: Gómez Jattin —como Whitman en Hojas de hierba, como Eliot en Miércoles de ceniza— se confía a la repetición, la dilatación y la variación del estribillo para columpiar los versos con que esa voz poética busca explicar su condición de dios. Empieza así: «Soy un dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago / Porque me inclino ante quien me regala / unas granadillas o una sonrisa de su heredad / O porque voy donde sus habitantes recios / a mendigar una moneda o una camisa y me la dan». El poema adopta sin tardanza una actitud de declaración: parece fabricado para su proyección desde la altura de un monte; su acento de prédica, de revelación divina, ensancha el espacio; al formularlos en voz alta los versos tienen el poder de convertir una celda de lector en una llanura con sol.
Ese ramalazo de amplitud ocurre dentro de una paradoja, pues la voz poética se inscribe en la miseria —es un mendigo, o al menos un espíritu mendicante, que acoge como limosna granadillas y sonrisas— y al mismo tiempo se inserta en el renglón de los dioses. Habita la tierra y habita los cielos, «no porque me adoren Sino porque yo lo hago». «Sino porque yo lo hago»: ¿qué «hace» el mendigo: se adora o adora de vuelta a su pueblo y su valle, o a todos a la vez? La elección de ese verbo tan corriente («hacer»), su aparición súbita, su olor de fácil certidumbre, desconciertan e invitan a una pausa en la que el poema se transforma en una canción del mérito: yo no soy dios por destino, soy dios por oficio, «porque yo lo hago». Más adelante suscita el mismo efecto poético con el verso «porque soy solo», que impone la soledad, apenas con la sustitución de «estoy» por «soy», como un rasgo permanente del alma.
Entre una pulsión de magnificencia y otra de mundanidad —otro derivado de este contraste lírico, contemporáneo del poema de Gómez Jattin, figura en 24 de mayo de 1980 de Joseph Brodsky—, El Dios que adora va enseñando en los siguientes versos su mitología de miseria: «Porque dormí siete meses en una mecedora / y cinco en las aceras de una ciudad / Porque a la riqueza miro de perfil / mas no con odio Porque amo a quien ama / Porque sé cultivar naranjos y vegetales / aun en la canícula [...] / Porque amo los pájaros y la lluvia y su intemperie / que me lava el alma [...] / Porque cuando estoy enfermo / voy al hospital de caridad». Para consternación del lector, la voz poética no disimula ni deplora su miseria, sino que en busca de su expresión se regala un color de ostentación y casi de festejo. La voz de ese mendigo —de ese dios pordiosero— obedece los dictados de Epicteto y del Bhagavad Gita según los cuales tanto las calamidades como la buena fortuna deben admitirse con indiferencia e incluso —en el caso de las calamidades— abrazarse con gozo. Pero agrega: deben admitirse y abrazarse con un canto. Al tratar su estado de penurias con la eufonía de la anáfora y con la alternación de registros cultos y vulgares —«heredad», «trompada», «acera», «canícula» y «compadre» se solapan en este poema—, el pordiosero parece revestir su mendicidad de las formas de la aristocracia: la aristocracia del buen canto. Uno de los aciertos de Gómez Jattin en El Dios que adora, su acierto estructural, es concebir un mendigo que, sin omitir las desventuras de su figura, se sobrepone a su situación social: esquivar la patología —que se ha elevado a epidemia entre sus amigos los teatreros— del panfleto. Por eso el mendigo es un dios: no porque sufra, sino porque lo canta, porque sabe cantarlo. Se titula El Dios que adora, no El Dios al que adoran: el dios que ora, no el que espera oraciones.
Este mendigo —cuya miseria puede interpretarse también como un síntoma moral, cuya figura recoge a las criaturas del margen, del exilio, del desamor— no aspira a la conmiseración y declama en cambio desde una posición desafiante y ambigua: «Porque no soy bueno de una manera conocida». Pero en su extrañeza y alienación conserva la habilidad de vincularse a la humanidad: según descubre el último verso, el mendigo también es poeta —y en algún momento abandonó el derecho, es decir, la ley—, un poeta que en la forja combativa de versos consigue encontrar «al que trabaja / cada día un pan amargo y solitario y disputado». Leer El Dios que adora en clave de confesión —la aproximación dominante en la que también alcanza a incurrir el prólogo de Monsiváis para esta antología—, asumiendo su imaginería de altas miserias apenas como una suma de las circunstancias biográficas de Gómez Jattin, supondría desconocer la artesanía y la resonancia de su artificio, su parentesco con el modernismo y también su propósito de añadir una variación, valiéndose del arquetipo del mendigo que versa y predica, a la tradición que despunta con el parabolista ambulante de los Evangelios y se prolonga hasta los líricos andrajosos de Beckett. En Esperando a Godot, Vladimir responde a la descripción poética de Estragon de cierto mapa de Tierra Santa con las palabras «debieras haber sido poeta». Y Estragon, enseñando sus harapos, le devuelve: «Lo he sido. ¿No se nota?».
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