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                                                                                                                                El dios que se alimenta de granadillas

                                                                                                                                Al evocar a Raúl Gómez Jattin prevalece —pese a la labor humanitaria de incontables trabajos de grado y de intérpretes como Carlos Monsiváis y Jaime Jaramillo Escobar— la biografía sobre la poesía, la anécdota transitoria sobre los dones intemporales: lo prueban cierto cuadernillo corpulento del número 56 de El Malpensante, el volumen del oralista José Antonio de Ory, el libro testimonial de Vladimir Marinovich Posso y la biografía de Heriberto Fiorillo, Arde Raúl. Se garla sobre sus años en el grupo de teatro del Externado —donde actuó en sainetes decimonónicos, administró fragmentos de Aristófanes y perdió por disoluto y colérico su papel de Hamm en el montaje de Fin de partida—, sobre sus estancias psiquiátricas en Bogotá, sobre sus excentricidades de versador maldito, sobre la voz de lobo de Cereté con que se desplegaba en sus recitales y sobre su aparente suicidio en Cartagena, en buenas ropas, recién afeitado, a los 51 años; se relegan al reino del accidente sus seis libros de poesía. La discusión en torno a Gómez Jattin, obstinada en componer una bitácora de mendicidades —como ocurre aún con Robert Walser—, parece señalar que no era un poeta que padeciera estragos mentales, sino ante todo un turista de manicomio, desdentado y bazuquero, con una afición marginal por la poesía. Pero la biografía verdadera de un poeta reside en sus giros lingüísticos y en sus tácticas de canto: en el caso de Gómez Jattin, en una de sus cumbres poéticas, El Dios que adora.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                La ausencia virtual de rimas en El Dios que adora no implica una carencia de música: Gómez Jattin —como Whitman en Hojas de hierba, como Eliot en Miércoles de ceniza— se confía a la repetición, la dilatación y la variación del estribillo para columpiar los versos con que esa voz poética busca explicar su condición de dios. Empieza así: «Soy un dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago / Porque me inclino ante quien me regala / unas granadillas o una sonrisa de su heredad / O porque voy donde sus habitantes recios / a mendigar una moneda o una camisa y me la dan». El poema adopta sin tardanza una actitud de declaración: parece fabricado para su proyección desde la altura de un monte; su acento de prédica, de revelación divina, ensancha el espacio; al formularlos en voz alta los versos tienen el poder de convertir una celda de lector en una llanura con sol.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Este mendigo —cuya miseria puede interpretarse también como un síntoma moral, cuya figura recoge a las criaturas del margen, del exilio, del desamor— no aspira a la conmiseración y declama en cambio desde una posición desafiante y ambigua: «Porque no soy bueno de una manera conocida». Pero en su extrañeza y alienación conserva la habilidad de vincularse a la humanidad: según descubre el último verso, el mendigo también es poeta —y en algún momento abandonó el derecho, es decir, la ley—, un poeta que en la forja combativa de versos consigue encontrar «al que trabaja / cada día un pan amargo y solitario y disputado». Leer El Dios que adora en clave de confesión —la aproximación dominante en la que también alcanza a incurrir el prólogo de Monsiváis para esta antología—, asumiendo su imaginería de altas miserias apenas como una suma de las circunstancias biográficas de Gómez Jattin, supondría desconocer la artesanía y la resonancia de su artificio, su parentesco con el modernismo y también su propósito de añadir una variación, valiéndose del arquetipo del mendigo que versa y predica, a la tradición que despunta con el parabolista ambulante de los Evangelios y se prolonga hasta los líricos andrajosos de Beckett. En Esperando a Godot, Vladimir responde a la descripción poética de Estragon de cierto mapa de Tierra Santa con las palabras «debieras haber sido poeta». Y Estragon, enseñando sus harapos, le devuelve: «Lo he sido. ¿No se nota?».

                                                                                                                                Mi correo: juandtorresd@gmail.com

                                                                                                                                Al evocar a Raúl Gómez Jattin prevalece —pese a la labor humanitaria de incontables trabajos de grado y de intérpretes como Carlos Monsiváis y Jaime Jaramillo Escobar— la biografía sobre la poesía, la anécdota transitoria sobre los dones intemporales: lo prueban cierto cuadernillo corpulento del número 56 de El Malpensante, el volumen del oralista José Antonio de Ory, el libro testimonial de Vladimir Marinovich Posso y la biografía de Heriberto Fiorillo, Arde Raúl. Se garla sobre sus años en el grupo de teatro del Externado —donde actuó en sainetes decimonónicos, administró fragmentos de Aristófanes y perdió por disoluto y colérico su papel de Hamm en el montaje de Fin de partida—, sobre sus estancias psiquiátricas en Bogotá, sobre sus excentricidades de versador maldito, sobre la voz de lobo de Cereté con que se desplegaba en sus recitales y sobre su aparente suicidio en Cartagena, en buenas ropas, recién afeitado, a los 51 años; se relegan al reino del accidente sus seis libros de poesía. La discusión en torno a Gómez Jattin, obstinada en componer una bitácora de mendicidades —como ocurre aún con Robert Walser—, parece señalar que no era un poeta que padeciera estragos mentales, sino ante todo un turista de manicomio, desdentado y bazuquero, con una afición marginal por la poesía. Pero la biografía verdadera de un poeta reside en sus giros lingüísticos y en sus tácticas de canto: en el caso de Gómez Jattin, en una de sus cumbres poéticas, El Dios que adora.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                La ausencia virtual de rimas en El Dios que adora no implica una carencia de música: Gómez Jattin —como Whitman en Hojas de hierba, como Eliot en Miércoles de ceniza— se confía a la repetición, la dilatación y la variación del estribillo para columpiar los versos con que esa voz poética busca explicar su condición de dios. Empieza así: «Soy un dios en mi pueblo y mi valle / No porque me adoren Sino porque yo lo hago / Porque me inclino ante quien me regala / unas granadillas o una sonrisa de su heredad / O porque voy donde sus habitantes recios / a mendigar una moneda o una camisa y me la dan». El poema adopta sin tardanza una actitud de declaración: parece fabricado para su proyección desde la altura de un monte; su acento de prédica, de revelación divina, ensancha el espacio; al formularlos en voz alta los versos tienen el poder de convertir una celda de lector en una llanura con sol.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Este mendigo —cuya miseria puede interpretarse también como un síntoma moral, cuya figura recoge a las criaturas del margen, del exilio, del desamor— no aspira a la conmiseración y declama en cambio desde una posición desafiante y ambigua: «Porque no soy bueno de una manera conocida». Pero en su extrañeza y alienación conserva la habilidad de vincularse a la humanidad: según descubre el último verso, el mendigo también es poeta —y en algún momento abandonó el derecho, es decir, la ley—, un poeta que en la forja combativa de versos consigue encontrar «al que trabaja / cada día un pan amargo y solitario y disputado». Leer El Dios que adora en clave de confesión —la aproximación dominante en la que también alcanza a incurrir el prólogo de Monsiváis para esta antología—, asumiendo su imaginería de altas miserias apenas como una suma de las circunstancias biográficas de Gómez Jattin, supondría desconocer la artesanía y la resonancia de su artificio, su parentesco con el modernismo y también su propósito de añadir una variación, valiéndose del arquetipo del mendigo que versa y predica, a la tradición que despunta con el parabolista ambulante de los Evangelios y se prolonga hasta los líricos andrajosos de Beckett. En Esperando a Godot, Vladimir responde a la descripción poética de Estragon de cierto mapa de Tierra Santa con las palabras «debieras haber sido poeta». Y Estragon, enseñando sus harapos, le devuelve: «Lo he sido. ¿No se nota?».

                                                                                                                                Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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