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Pocos suelen fijarse en el bombillo al oscurecer: ese sol privado y en filamentos que aspira a hacer que las sombras reculen en los interiores mientras en los exteriores se riegan como tinta. La vida moderna es impensable sin su luz; el destello doméstico de los bombillos es tan masivo y arrollador que incluso ha reducido a una niebla mansa el destello universal de las estrellas. Ha sometido la luz de las cosas infinitas.
Junichiro Tanizaki, escritor japonés, lo sospechó en 1933, cuando publicó su ensayo Elogio de las sombras. Lourdes Porta lo tradujo desde el japonés al español (hay otras traducciones, pero desde el francés) para la editorial Navona. Tanizaki fue uno de los principales novelistas del siglo pasado, uno de los muchos buenos que ha dado Japón; entre sus mejores relatos están Diario de un viejo loco, El cortador de cañas y Las hermanas Makioka. En Elogio de las sombras, que no supera las cien páginas con un tamaño de letra para ojos alicaídos, ejecuta una defensa fervorosa de la oscuridad.
Tanizaki afirma que la cultura oriental tiene una inclinación natural hacia las sombras, en contraposición a Occidente, que, con sus semáforos chillones y sus vajillas de laca vigorosa y sus bombillos de fuego, prefiere una luminosidad que casi enceguece. El Oriente que evoca Tanizaki es un territorio en transformación (bueno, ¿cuándo no?) en el período de entreguerras: el Japón imperial con hambre de expansión donde se confunden el entusiasmo por Occidente (Kawabata, otro clásico japonés, leía con fruición a los ingleses) y el ánimo nacionalista (que llevaría a Mishima, otro clásico japonés, al sacrificio). Por eso, las palabras de Tanizaki cargan su oculto atado de nostalgia, vagando y refunfuñando y deslumbrándose ante un mundo que es a la vez propio y ajeno, donde el tradicional retrete a ras de suelo ha sido reemplazado por la vulgar pero higiénica taza con cisterna.
En esa taza tan pulcra, dice Tanizaki, se libra una lucha de tradiciones: mientras el baño japonés, constituido por el retrete y el piso de madera oscura y las ventanas bajas que dan a los árboles de los exteriores de la casa, invita a la quietud y a la rumia, el baño occidental, con sus azulejos y sus tonos blanquecinos, destruye toda armonía. “Un lugar que luce un blanco inmaculado en cuanto alcanza la vista será limpio, sin duda alguna, pero tampoco hace falta llamar tanto la atención hacia el destino de lo que sale de nuestro cuerpo”, escribe. Y más adelante: “[...] cuanto más limpia sea la parte que se ve, más evocará la que no se ve”. El retrete japonés es una muestra de cómo los antepasados japoneses convirtieron “el lugar que más sucio se suponía de toda la casa en una pieza exquisita” o, como Tanizaki sugiere pero no afirma, una muestra de cómo los japoneses encontraron poesía incluso en la mierda.
“A diferencia de los occidentales, que buscan cualquier atisbo de suciedad y lo eliminan de cuajo, los orientales lo conservamos con cuidado y lo embellecemos”, escribe Tanizaki, que no se refiere sólo a la suciedad de las tripas sino también a la de las superficies: a la pátina de grasa de los objetos que han sido manoseados en numerosas ocasiones, al hollín, a las marcas barrosas de la lluvia. En términos generales, se refiere a la degradación natural de las cosas, a lo que viene, se mancha y se marcha.
Ese gusto por lo sombrío y lo opaco se extiende al interior de las casas, protegidas por tejados de largos aleros que retrasan la entrada de la luz solar, y a los utensilios de la alimentación, dispuestos (a diferencia de la cubertería occidental, que promueve la plata y el acero bruñidos) en colores de lacados sombríos bajo la luz pobre de las salas. “La luz es atrapada, aquí y allá, como un arroyo de múltiples brazos que se desliza por encima del tatami hasta formar un estanque, y sus rayos se propagan finos, tenues y brillantes mientras tejen en la propia noche una sarga parecida a la laca con dibujos dorados”, escribe Tanizaki.
Las mismas tinieblas ocupan el espacio de los entablados del teatro noh y del bunraku (el teatro de marionetas) y también las ropas de las mujeres y sus dientes, que solían pintarse de negro. Todos estos juegos de sombras son, para los orientales de Tanizaki, encarnaciones de diversos estados de ánimo; una sala sola con su luz morigerada esboza un estado del espíritu y también es una obra de arte, una pintura (iba a escribir viva, pero ¿qué pintura al óleo o al carboncillo no lo es?) compuesta de objetos que se pueden tocar y que admiten, sin desespero ni jadeos de modernidad, que existen regiones de lo visible sumergidas en una oscuridad azabache, de cuyo abrigo derivan su belleza.
Pero Occidente rehúsa esa oscuridad. ¿Será ese, especula Tanizaki, el origen de su inveterado racismo? La obsesión con la transparencia y el imperio de la luz, cuenta Tanizaki, empujó incluso a la tala de numerosos árboles en una región japonesa. “Arrebatarnos incluso la sombra de los árboles de la zona más recóndita de las montañas es la acción más desalmada que uno pueda imaginar”. Es un alegato de fácil traspaso a este mundo casi cien años después: este ancho campo sin árboles ni sombra rellenado con anchos corrales de vacas pedorras donde bajo un sol de canícula todo arde en llamas.
Toda generalidad tiene un punto ciego: el de Tanizaki es suponer que Occidente es ante todo una manada de “emprendedores” que ansían el progreso tecnológico. Pero olvida por completo a los pintores, que no son pocos ni menores y que han jugado con los claroscuros y con las tinieblas profundas tanto como el teatro noh y el retrete japonés. Muestras de esa oscuridad están en Los comedores de patatas de Van Gogh, los numerosos autorretratos de Rembrandt (sobre todo los de su vejez), David vencedor de Goliat de Caravaggio, las pinturas negras de Goya, los Nenúfares de Monet (que arrastran tanta oscuridad como color radiante) y El jardín de las delicias de El Bosco. En esas pinturas, como en el ensayo de Tanizaki, la sustancia de las cosas se espesa tras su velo negro.
CODA
Les pregunté a los lectores por sus palabras preferidas. Gracias a los muchos (tantos: eso me alegra) que respondieron. Aquí hago una lista caótica y feliz: proceso, celaje, tarabiscoteada, cacerolier, saudade, incomploruto, árbol, resiliencia, institucionalidad, nenúfar, descomposición, estropicio, chortapélica, concupiscencia, madrigal, desconchinflado. Incluyo una de las mías: ruina. Otra: ambulante. Pregunto: ¿hay algún escritor japonés que les llame la atención? ¿Cuál y qué recomiendan? Aquí nombro a la fundadora del relato japonés: Murasaki Shikibu con La historia de Genji.