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Costas extrañas

Elogio de lo medieval

J. D. Torres Duarte
26 de junio de 2024 - 05:05 a. m.

«Medieval» es un calificativo que no evoca ninguna virtud. Son medievales un político apegado a nociones reaccionarias y un creyente, en especial uno leal al Antiguo Testamento, que anhela una doctrina brutal. Es medieval un hombre que asigna una esencia femenina a las áreas de la cocina, la lavandería y la crianza. También es medieval el abanico de formas miserables del trato: la hoguera, el patíbulo, la tortura, las filas de banco. En inglés, «go medieval on someone» remite a un acto desmesurado y cavernario de violencia y crueldad. La buena noticia es que ni el fervor idólatra, ni la esclavitud, ni la voluntad de exterminio son peculiares de la Edad Media; la mala es que son peculiares de toda la historia humana. Por eso, llegó la buena hora de rehabilitar lo medieval como un despliegue de ingenio y sutileza, puesto que la Edad Media es un periodo anfibio e insólito de más o menos diez siglos en el que, además de la invención intemporal de métodos para volatilizar al adversario, ocurrieron maravillas en el ámbito de la imaginación.

De la Edad Media, de sus inicios entre las ruinas del Imperio romano, procede la angustia y la humillación de las Confesiones de San Agustín, en las que el robo juvenil de unas peras conduce a un dilatado y obsesivo escrutinio del espíritu; de la Edad Media, del tiempo de desolación que siguió a la peste, proceden los relatos monacales de Las florecillas de San Francisco de Asís, entre ellos aquel que revela la cura de la lepra por medios tan corrientes como el agua caliente y las hierbas aromáticas o aquel otro en que San Francisco enfrenta los cuarenta días de la Cuaresma, en una isla desierta, entre una gruta de espinas, con apenas media rebanada pequeña de pan. Y sólo hay que forzar un poco la cronología para encontrar, al filo del siglo XVI, las jirafas de plata, los palacios tentaculares y los pájaros cagahombres de El jardín de las delicias del Bosco: el repertorio casi exhaustivo de la imaginación híbrida de un tiempo en que la extrañeza, la impureza y el influjo sobrenatural eran formas intensas de vida.

Híbrida: de la Edad Media derivan los bestiarios más populares, que servían al tiempo como alfabeto moral, enciclopedia pictórica, historia de la humanidad e inventario zoológico y que no distinguían entre animales reales y fantásticos, puesto que en alguna parte de la tierra inexplorada e infinita debían de vagar el basilisco, el dragón, el unicornio y el caladrio, que succiona los malestares del cuerpo y vuela luego hacia el cosmos para extirparlos con los hervores verdes del sol. De la Edad Media provienen la trova itinerante, el concubinato de juglares y ministriles, el amor cortés. De la suma del amor cortés y de la Edad Media resulta el oscuro reloj de arena de La divina comedia, en la que Dante va del temor a la iluminación de la mano de “un hombre con la voz como de sombra” y de una mujer “que miraba al sol más fijo que las águilas lo miran” y en la que somete a un juicio de amor a todas las cosas del cosmos a sabiendas de que es imposible guardar esperanzas. La divina comedia recuerda de paso a quien le añadió el calificativo de «divina», autor de una bitácora de relatos de evasión, el Decamerón: Giovanni Boccaccio.

Evasión: ¿nos vendrá de la estrecha Edad Media la noción liberadora, recurrente hasta la oquedad en los foros de la modernidad, de que la literatura es un instrumento para postergar la muerte, para espesar el tiempo de la vida, un punto de fuga y una vía oblicua de irradiación?

Del sentido de compendio de la Edad Media proceden también Los cuentos de Canterbury de Chaucer, con sus historias peregrinas de monjas, escuderos, fisiólogos y “gente varia”, y Las mil y una noches, cuyas primeras menciones se remontan al siglo XII y en cuya geometría de cebolla se alude con frecuencia al pasatiempo de contar historias como un modo de disuadir a los verdugos, sean djinns, ifrits u hombres de turbante, de la aplicación de la muerte. De la Edad Media emanan también las potencias míticas del heroísmo: la Canción de Roland, el Cantar del mio Cid, el verso pagano y cristiano del Beowulf, la fantástica decapitación de Sir Gawain y el caballero verde, las sagas islandesas y la Jerusalén libertada de Torcuato Tasso, que es del siglo XVI pero cuyo ambiente y cuyo espíritu se deben al código de los caballeros medievales. De la Edad Media provienen el Libro de buen amor, que alabó y absorbió Antonio Caballero, y los versos machadianos de Jorge Manrique en sus Coplas a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir”. El universo ancho y ajeno, que encontró su cifra en los Rubaiyat de Jayam y en la coagulación del álgebra de Al-Juarismi, también cupo en las composiciones de la polímata Hildegarda de Bingen y en las Cantigas de Santa María, en las que se prueba que Dios mora en las concavidades de un laúd y que la lengua de la Virgen María es el gallegoportugués.

Es más o menos fácil fijar la caída de Constantinopla en 1453 como el fin de la Edad Media; es difícil e incluso necio arriesgar una datación para el momento en que se desvaneció la imaginación medieval. Sospecho que, como vocabulario de la imaginación, la Edad Media es infinita: existió antes y después de los diez siglos en que la restringen los libros de historia. Quisiera arriesgar, en cambio, una definición de «medieval»: es la inclinación por guardar una relación de sueño con la realidad. En literatura, entonces, serían medievales las novelas de Beckett y de García Márquez, que parecen desprenderse de las figuras de El jardín de las delicias, y también los muertos solitarios de Rulfo en Pedro Páramo. Medieval sería el tiempo abolido de Modiano y medieval también la polifonía de Faulkner, que no se aparta en sustancia de la de Chaucer o Boccaccio. Dos veces medieval sería el caballero inexistente de Calvino. Medieval sería también Proust, que no le teme a convertirse, en el duermevela, en una catedral. Ojalá lo medieval consiga librarse de su aura de salvajismo y obsolescencia con la misma prontitud con que, a causa de su trabajo prehistórico con la piedra y su dominio del fuego, se ha venido limpiando la reputación del adjetivo «neandertal».

Nota: Esta columna volverá el 7 de agosto.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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Duncan Darn(84992)27 de junio de 2024 - 03:26 a. m.
¡¡Excelente!!👍👍
Juan(3racf)27 de junio de 2024 - 02:33 a. m.
Excelente. Es medieval la Suma Teológica de Tomás de Aquino.
nestor(17375)27 de junio de 2024 - 02:24 a. m.
Sí, nos toca resignarnos a que lo bueno es poco y demorado en venir, como será lo excelente, toca esperar hasta el 7 de agosto. De nuevo mil gracias.
Hernando(19105)27 de junio de 2024 - 02:15 a. m.
¿Qué? ...En Agosto nos Vemos? Noooo.
  • Hernando(19105)27 de junio de 2024 - 01:14 p. m.
    Lo digo porque, unos escritos tan buenos, no "merecen" vacaciones.
Felipe(18091)26 de junio de 2024 - 11:20 p. m.
un maestro!
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