Ha muerto un escritor: se aconseja evitar el luto
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Hace unas semanas Cormac McCarthy se murió otra vez. Su primera muerte ocurrió en 2016, cuando una cuenta falsa en Twitter anunció su muerte falsa por un derrame falso y un auténtico medio estadounidense optó por divulgarla sin preguntar primero al muerto. La segunda ocurrió el 13 de junio, cuando se murió sin la intervención de Twitter, es decir, por causas naturales y de verdad. Entonces como luego y como en los siglos viejos, la pregunta sobre el modo de tramitar el luto por un escritor retumbó entre los lectores de afición y de profesión, porque su muerte difiere en forma y semántica de las de otros mortales, contadores o zapateros o columnistas de periódico, cuyas vocaciones exigen una forma inferior de autoflagelación: como, con alguna suerte, una parte de ese escritor perdurará (sus libros, que son la extensión de los paisajes de su cerebro y de su órgano proyector invisible: la imaginación), es como si nos avisaran de la muerte del apreciado tío Enrique, qué pérdida enorme, qué abuso de los años, pero nos queda como consuelo, véanla sobre ese estante, recalentada de gestos, locuaz, su cabeza.
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Al sepelio de Dostoievski asistieron 100 mil personas, incluyendo sus deudos y sus acreedores. Al de Sartre acudió una multitud de 50 mil que se amasó contra los buses fúnebres de abril sobre el boulevard Montparnasse. Las prostitutas, los panaderos y otros dos millones de franceses postergaron sus tareas para velar y enterrar el cadáver de Victor Hugo, tan grande y tan ancho como el siglo XIX.
Pero el ataúd que perseguían contenía apenas una hipocresía: un cuerpo que pregonaba, donde no la había, la muerte absoluta.
Aunque se extinguían sus órganos, se unificaba su gesto, se fijaba su duración, se le apagaba la sed, se detenían sus músculos del habla y del desvelo, ese cuerpo constituía, si acaso, una orilla de un cuerpo más vasto. Era la sucursal, la embajada, el puesto de vigía, de un país muy ancho. Puesto que el alma de un escritor afiebrado se alborota y aletea y se azora en las fronteras del cuerpo, el escritor se ocupa de la cuna a la tumba en distribuirla en los envases inestables de papel que llaman libros, para sobrellevar sus compulsiones de desbordamiento. Su corpus son sus libros y su cuerpo, los breves huesos. El día en que un escritor termina sus tratos con el costado de la vida se admite en privado, con algún reflujo del decoro, que sólo ha desaparecido el mensajero, el vigía. Se llora la ausencia de su atalaya, se le agradece por su labor de obrero como intermediario de las órbitas desoídas y remotas, pero se subestima su oficio menor de humano tan pronto como lo tocan la tierra o el aliento caliente del horno.
Tras años de escritura, un escritor se engrandece volviéndose un ciudadano marginal y casi anónimo del país que fundó. No dice: “Escribí mis novelas”. Dice: “Mis novelas me incluyeron como autor”. Tiene derecho, sin embargo, a la pequeña fama y a las invisibles regalías.
El sepelio de un escritor es un rito extrañísimo: se lanzan lamentos por una cosa viva. Se llora desacreditando las lágrimas.
Su muerte es el fin de la biografía y el comienzo del mito. Se celebra, entonces, un nacimiento, el verdadero y el perdurable, de modo que su vida bajo el sol se considera ahora un período de gestación, y el escritorio, una prórroga del útero. Es poco la muerte de un escritor, un ventarrón de nada; la muerte de un escritor es, dejándose amansar por el optimismo y la piedad, el ascenso a efeméride de una fecha sin carácter.
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Si los libros son una forma de energía, son también una forma de vida: deberían ser incluidos en la pirámide escolar de los seres vivientes, en el mismo estrato de las plantas, que parecen perezosas y periféricas por sus hábitos de contemplación y silencio, pero sostienen y regulan todos los ciclos de la tierra y la vida en pudrimiento de los bípedos humanos.
Si un libro que se abre es un corazón que reinaugura su pálpito, entonces un libro contiene y expresa más vida que la vida común de los vivos, que un día irrelevante se enciende sin su voluntad, transita su camino espeso de trabajos inconclusos, haciéndose caber en esa cara, y otro día irrelevante se cancela sin apenas haber descifrado las circunstancias ni los modos ni los motivos, al galope entre lo oscuro y lo tembloroso, juntando a lo sumo pobres hipos de luz.
Un libro es orden, es principio y fin, es progresión y retroceso bajo control, es sustancia y revuelo subterráneo: lo que resguarda un libro es una potencia humana. Se inventarán en el futuro alguna máquina que, al masticar las páginas de un libro, sintetice por sus bocas de silicio el cuerpo de su compositor. Concebirá dioses y engendros, según la osadía de la sintaxis, según la fortuna de la eufonía.
Hay libros también que apenas caben entre los seres vivientes: cumplen su temporada de rugido, de vuelo o de arrastre y sin más se descomponen, y tienen sólo huesos y harapos de carne para ofrendar, y se los olvida como la tierra se olvida del agua cuando la absorbe.
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Aparte de sus libros, un escritor también lega tras su muerte una ética de escritura: un modo de ser escritor, de convivir con la urgencia de componer libros, de pensar el aparato de la escritura. Como es una expresión de su mecánica de trabajo, su ética es también su estética.
Cormac McCarthy fue fiel a una, la más llana y más antigua: un escritor escribe.
No malgasta su tiempo en presentaciones de libros, en firmas de autógrafos, en cocteles, en entrevistas, en foros de academia, en lecturas públicas: un escritor escribe. No escribe para agradar al público, sino para complacerse y sustentarse: es una coincidencia feliz que alguien más asuma su sensibilidad. Su convicción era tan extrema que en la primera parte de su carrera, hasta cuando su trilogía de la frontera lo hizo tropezar con la popularidad, McCarthy vivió en una pobreza desaforada y elegida, mitigada de vez en cuando por el dinero de una beca, con tal de disfrutar de tiempo para leer y escribir.
Tras leerlo, queda la impresión de que su ética fue incluso más despojada: un escritor escribe oraciones. En las oraciones de Meridiano de sangre, cada palabra tiene peso, carácter, sonoridad primitiva, extrañeza. Ninguna palabra sobra, no porque su estilo sea esquelético y lacónico, sino porque todas buscan corresponder con los objetos de su imaginación, y su imaginación es múltiple y rica y no le teme a la variación de la fórmula ni a la opulencia. Es un justo barroquismo: una forma de la valentía. El estilo es el instrumento para perseguir los movimientos de la imaginación y la oración es el envase que lo alberga y lo transforma: McCarthy compuso su estilo con apéndices inesperados, símiles donde las sombras se convertían en sobras de la noche, ciclos de conjunciones copulativas que recordaban las cadencias de la Biblia. McCarthy concibió y forjó un tipo de oración en donde cabían el mundo y sus malestares desde su creación en la primera explosión. Saul Bellow se preciaba en una entrevista de haber inventado un cierto tipo de oración, una música: parecía entonces más feliz que cuando le dieron el Nobel, y con razón.
Adición a su ética, entonces: un escritor se esfuerza por encontrar el orden de la oración que mejor contiene al mundo. Su fracaso no viene de las pocas ventas, ni de los escasos lectores, sino del estrépito de su armonía.
Increíble la forma de fe de McCarthy: mientras en sus libros la creación es mutilada y los hombres se destripan unos a otros y el hambre perfila los huesos de los caballos en el desierto largo, las palabras todo lo pueden y todo lo redimen. Su violencia, brutal, hiperbólica, antediluviana, fue un anhelo de renacimiento.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
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Hace unas semanas Cormac McCarthy se murió otra vez. Su primera muerte ocurrió en 2016, cuando una cuenta falsa en Twitter anunció su muerte falsa por un derrame falso y un auténtico medio estadounidense optó por divulgarla sin preguntar primero al muerto. La segunda ocurrió el 13 de junio, cuando se murió sin la intervención de Twitter, es decir, por causas naturales y de verdad. Entonces como luego y como en los siglos viejos, la pregunta sobre el modo de tramitar el luto por un escritor retumbó entre los lectores de afición y de profesión, porque su muerte difiere en forma y semántica de las de otros mortales, contadores o zapateros o columnistas de periódico, cuyas vocaciones exigen una forma inferior de autoflagelación: como, con alguna suerte, una parte de ese escritor perdurará (sus libros, que son la extensión de los paisajes de su cerebro y de su órgano proyector invisible: la imaginación), es como si nos avisaran de la muerte del apreciado tío Enrique, qué pérdida enorme, qué abuso de los años, pero nos queda como consuelo, véanla sobre ese estante, recalentada de gestos, locuaz, su cabeza.
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Al sepelio de Dostoievski asistieron 100 mil personas, incluyendo sus deudos y sus acreedores. Al de Sartre acudió una multitud de 50 mil que se amasó contra los buses fúnebres de abril sobre el boulevard Montparnasse. Las prostitutas, los panaderos y otros dos millones de franceses postergaron sus tareas para velar y enterrar el cadáver de Victor Hugo, tan grande y tan ancho como el siglo XIX.
Pero el ataúd que perseguían contenía apenas una hipocresía: un cuerpo que pregonaba, donde no la había, la muerte absoluta.
Aunque se extinguían sus órganos, se unificaba su gesto, se fijaba su duración, se le apagaba la sed, se detenían sus músculos del habla y del desvelo, ese cuerpo constituía, si acaso, una orilla de un cuerpo más vasto. Era la sucursal, la embajada, el puesto de vigía, de un país muy ancho. Puesto que el alma de un escritor afiebrado se alborota y aletea y se azora en las fronteras del cuerpo, el escritor se ocupa de la cuna a la tumba en distribuirla en los envases inestables de papel que llaman libros, para sobrellevar sus compulsiones de desbordamiento. Su corpus son sus libros y su cuerpo, los breves huesos. El día en que un escritor termina sus tratos con el costado de la vida se admite en privado, con algún reflujo del decoro, que sólo ha desaparecido el mensajero, el vigía. Se llora la ausencia de su atalaya, se le agradece por su labor de obrero como intermediario de las órbitas desoídas y remotas, pero se subestima su oficio menor de humano tan pronto como lo tocan la tierra o el aliento caliente del horno.
Tras años de escritura, un escritor se engrandece volviéndose un ciudadano marginal y casi anónimo del país que fundó. No dice: “Escribí mis novelas”. Dice: “Mis novelas me incluyeron como autor”. Tiene derecho, sin embargo, a la pequeña fama y a las invisibles regalías.
El sepelio de un escritor es un rito extrañísimo: se lanzan lamentos por una cosa viva. Se llora desacreditando las lágrimas.
Su muerte es el fin de la biografía y el comienzo del mito. Se celebra, entonces, un nacimiento, el verdadero y el perdurable, de modo que su vida bajo el sol se considera ahora un período de gestación, y el escritorio, una prórroga del útero. Es poco la muerte de un escritor, un ventarrón de nada; la muerte de un escritor es, dejándose amansar por el optimismo y la piedad, el ascenso a efeméride de una fecha sin carácter.
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Si los libros son una forma de energía, son también una forma de vida: deberían ser incluidos en la pirámide escolar de los seres vivientes, en el mismo estrato de las plantas, que parecen perezosas y periféricas por sus hábitos de contemplación y silencio, pero sostienen y regulan todos los ciclos de la tierra y la vida en pudrimiento de los bípedos humanos.
Si un libro que se abre es un corazón que reinaugura su pálpito, entonces un libro contiene y expresa más vida que la vida común de los vivos, que un día irrelevante se enciende sin su voluntad, transita su camino espeso de trabajos inconclusos, haciéndose caber en esa cara, y otro día irrelevante se cancela sin apenas haber descifrado las circunstancias ni los modos ni los motivos, al galope entre lo oscuro y lo tembloroso, juntando a lo sumo pobres hipos de luz.
Un libro es orden, es principio y fin, es progresión y retroceso bajo control, es sustancia y revuelo subterráneo: lo que resguarda un libro es una potencia humana. Se inventarán en el futuro alguna máquina que, al masticar las páginas de un libro, sintetice por sus bocas de silicio el cuerpo de su compositor. Concebirá dioses y engendros, según la osadía de la sintaxis, según la fortuna de la eufonía.
Hay libros también que apenas caben entre los seres vivientes: cumplen su temporada de rugido, de vuelo o de arrastre y sin más se descomponen, y tienen sólo huesos y harapos de carne para ofrendar, y se los olvida como la tierra se olvida del agua cuando la absorbe.
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Aparte de sus libros, un escritor también lega tras su muerte una ética de escritura: un modo de ser escritor, de convivir con la urgencia de componer libros, de pensar el aparato de la escritura. Como es una expresión de su mecánica de trabajo, su ética es también su estética.
Cormac McCarthy fue fiel a una, la más llana y más antigua: un escritor escribe.
No malgasta su tiempo en presentaciones de libros, en firmas de autógrafos, en cocteles, en entrevistas, en foros de academia, en lecturas públicas: un escritor escribe. No escribe para agradar al público, sino para complacerse y sustentarse: es una coincidencia feliz que alguien más asuma su sensibilidad. Su convicción era tan extrema que en la primera parte de su carrera, hasta cuando su trilogía de la frontera lo hizo tropezar con la popularidad, McCarthy vivió en una pobreza desaforada y elegida, mitigada de vez en cuando por el dinero de una beca, con tal de disfrutar de tiempo para leer y escribir.
Tras leerlo, queda la impresión de que su ética fue incluso más despojada: un escritor escribe oraciones. En las oraciones de Meridiano de sangre, cada palabra tiene peso, carácter, sonoridad primitiva, extrañeza. Ninguna palabra sobra, no porque su estilo sea esquelético y lacónico, sino porque todas buscan corresponder con los objetos de su imaginación, y su imaginación es múltiple y rica y no le teme a la variación de la fórmula ni a la opulencia. Es un justo barroquismo: una forma de la valentía. El estilo es el instrumento para perseguir los movimientos de la imaginación y la oración es el envase que lo alberga y lo transforma: McCarthy compuso su estilo con apéndices inesperados, símiles donde las sombras se convertían en sobras de la noche, ciclos de conjunciones copulativas que recordaban las cadencias de la Biblia. McCarthy concibió y forjó un tipo de oración en donde cabían el mundo y sus malestares desde su creación en la primera explosión. Saul Bellow se preciaba en una entrevista de haber inventado un cierto tipo de oración, una música: parecía entonces más feliz que cuando le dieron el Nobel, y con razón.
Adición a su ética, entonces: un escritor se esfuerza por encontrar el orden de la oración que mejor contiene al mundo. Su fracaso no viene de las pocas ventas, ni de los escasos lectores, sino del estrépito de su armonía.
Increíble la forma de fe de McCarthy: mientras en sus libros la creación es mutilada y los hombres se destripan unos a otros y el hambre perfila los huesos de los caballos en el desierto largo, las palabras todo lo pueden y todo lo redimen. Su violencia, brutal, hiperbólica, antediluviana, fue un anhelo de renacimiento.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com