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Costas extrañas

Hablemos de una gran novela racista

J. D. Torres Duarte
26 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.
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V. S. Naipaul —que murió hace poco más de dos años, que en vida fue juzgado con hipérboles como el escritor imbatible en inglés del siglo pasado, que ganó el Booker y el Nobel— escribió una novela racista.

O quizás no.

Esa acusación ha recaído con frecuencia sobre Un recodo en el río (A Bend in the River), una novela de casi trescientas páginas que Naipaul publicó en 1979. Es la historia de Salim, un comerciante de origen árabe que abandona su hogar en la costa africana y compra una tienda en el centro del continente, en un país —cuyo nombre nunca es mencionado— derruido por las guerras de independencia. Aunque el pequeño y remoto pueblo al que se trastea, en un recodo del río, se reanima poco a poco, Salim vive en un temor incesante de que todo caerá de nuevo y de que África —tras haber expulsado a los colonizadores europeos— está destinada al fracaso.

Justo ese último punto —África fracasará o fracasará— dio pie para que, por ejemplo, el doctor en literatura Haidar Eid escribiera hace veinte años (en este texto) que Naipaul era un defensor del colonialismo, que el escritor no ofrecía soluciones al problema africano, que no abría “nuevas posibilidades para el futuro” y que Un recodo en el río culpaba a los oprimidos de su opresión. En suma, Un recodo en el río era una novela racista.

Sus acusaciones contra la novela eran injustas e irracionales (pese a que Naipaul sí hizo comentarios racistas en trabajos de no ficción y en entrevistas). Por un lado, ninguna novela tiene el deber de dar soluciones. Por otro —y aquí yace quizás su error garrafal—, Eid asume que Un recodo en el río es un texto que expone llanamente las opiniones de Naipaul sobre África —y hasta llega a suponer, sin advertir el ridículo, que el autor está proponiendo una cierta política de libre mercado—. Pero se trata de una novela, y una novela supera el comentario político superficial y es un aparato con una lógica íntima e individual, muy distinta de la de los libros de comentarios históricos o económicos. Y así como sería absurdo despacharse contra Karl Marx porque sus personajes —la plusvalía, la mercancía y el dinero— no son verosímiles, sería absurdo valorar Un recodo en el río como si aspirara a ser la secuela de El capital.

Para darle su justa medida y descubrir si en verdad es una novela racista, habría que ver cómo marcha su mecánica literaria.

Primero, habría que notar lo evidente: no es Naipaul quien habla en la novela. Es Salim quien cuenta su historia, en primera persona, de principio a fin. Los escritores construyen voces que, en ocasiones, escapan a su influjo. Por eso hay que entenderla como una voz independiente.

Y en esa elección hay, además, una advertencia: no se trata de un narrador objetivo ni imparcial. Esta no es una visión equilibrada de África. Salim —árabe, proveniente de una familia con esclavos y que traficaba esclavos, resentido y rabioso, de veintitantos años— tiene prejuicios. Y los pronuncia sin pestañear. Dice: “Los esclavos son físicamente miserables, hombres a medias salvo en su capacidad para producir a la siguiente generación”. Dice: “Los esclavos, o las personas que podrían ser consideradas como esclavas, querían seguir siendo lo que eran”. Dicho de otro modo: los africanos no sirven más que para ser esclavos ni quieren servir para más.

Además, son responsables de su propia desgracia. Una y otra vez, Salim recuerda que el pueblo —por cierto, anónimo, como el país— fue arrasado por manos africanas. “Era enervante la profundidad de la rabia africana, el deseo de destruir, sin importar las consecuencias”. Destructivos, impedidos, salvajes y a gusto en la miseria: así son los africanos para Salim.

Su argumento se refuerza con la glorificación del pasado colonialista. Europa les había dado orden y perspectiva al pueblo, al país, al continente. Sin Europa, sugiere Salim, África no tendría historia; África se deslizaría en el vacío; el bosque seguiría siendo mero bosque. Su admiración por el padre Huismans, belga y recopilador de máscaras africanas, es absoluta: es cuanto queda de ese espíritu colonial y se aferra a él. Y al admirar sin restricciones los productos tecnológicos que vienen de afuera, supone que sólo ellos son capaces de fabricarlos, mientras que los africanos sólo pueden admirar. África está en las sillas del público, haragán y atónito; Europa es dueña del escenario. África fracasará y fracasará de nuevo.

Cada una de esas oraciones y de esas ideas, en efecto, es racista hasta los huesos. Pero eso no significa que su tratamiento estético —recuerdo: es una novela— sea racista. Esas oraciones y esas ideas, en apariencia tan robustas y tan rotundas, se van adelgazando a lo largo de la novela hasta su extinción. ¿Y qué produce esa extinción? El esquema narrativo de la novela, que —al menos en el caso de Naipaul, un escritor lúcido y devoto— es una decisión consciente y personal del autor.

Quisiera ilustrar cómo lo hace.

En principio, las ideas racistas de Salim provienen de su convicción de que Europa es el modelo, el ejemplo y el camino, un sinónimo de iluminación: de hecho, su costumbre de considerar las cosas desde cierta distancia proviene de unas postales hechas en Reino Unido. Él piensa gracias a Europa. Pero Naipaul, con mucho acierto —y esta es una decisión narrativa—, envía a Salim a Londres por unas semanas, poco antes del final de la novela. Salim observa —porque él vive en África y sabe observar— y se decepciona. Su idea sobre Europa era mítica o errónea o había caducado hacía tiempos: “La Europa a la que había venido —y a la que supe que venía desde afuera— no era ni la vieja Europa ni la nueva. Era algo encogido y malo y amenazante.” A unas mujeres que atienden un quiosco las ve “como títeres en un teatro de títeres”. Eso es una metáfora, una figura literaria, propia de una novela: ése es el tratamiento estético que le da Naipaul al racismo de Salim.

Sus ideales —sus ideales racistas— entran en barrena. Unos tras otros se suceden los episodios en que su fe en Europa se vuelve piltrafas. En un momento, tras su viaje a Londres, Salim califica como “basura” unos libros cómicos sobre África impresos y escritos en Europa —otra figura literaria, la sinécdoque, que toma los libros por Europa—. Un poco más atrás había dicho que eran los europeos quienes les habían enseñado a los nuevos políticos africanos a mentir. Más adelante, aunque se había figurado que sólo los europeos hacían grandes objetos tecnológicos, dice: “Sentimos que el gran mundo simplemente está allí, algo que sólo los más afortunados de entre nosotros pueden explorar, e incluso entonces sólo por los bordes. Nunca se nos ocurre que nosotros mismos podríamos hacer alguna contribución. Y por eso nos perdemos de todo”. Y en otro instante lamenta haber pensado en irse a “otra parte”, a Europa, y dice: “Era un engaño. Ahora veo que [esa idea] sólo consolaba para debilitar y destruir”.

Europa, que era el modelo sin mancha, la meta sustancial, es ahora una ilusión destructora y vana. Y si Europa es destructora, es destructor también su racismo implícito.

Entonces, por sustracción de materia, se deshace el racismo de Salim. Él no lo comenta de manera explícita, pero todas las ideas que lo sustentaban se vuelven banderas agujereadas. Y al caer su racismo, se descubre algo más: en Londres, Salim percibe que su mirada hasta ese instante era estrecha y que en realidad todo el mundo está escapando desde todas partes, no sólo desde África. África no está condenada por alguna maldición interior, inexorable, exclusiva. La fuga es general. Y Salim, en el declive universal, está sufriendo su debacle íntima.

Entonces cualquier lector descubre que Un recodo en el río no es una novela sobre África —qué pretencioso sería definir en una novela a todo un continente: es más bien racista pensar que se puede definir a todo un continente en una novela—, ni sobre un país en el centro del continente, ni sobre un pueblo a la vera de un río: es una novela sobre la decadencia existencial de Salim.

Las claves están —aunque parezca evidente— en el texto. Los análisis socioeconómicos y políticos de las novelas suelen olvidar que el libro existe y que es primordial leer en él y que las lecturas por fuera de él son apenas complementarias. Cuando se dice que la literatura crea mundos propios, no se trata de un lema repetitivo y efectista forjado en letras de acero a la entrada de la empresa. Es una verdad conspicua.

Y Un recodo en el río tiene un mundo propio. Es decir, inventado. Es decir, esa África comparte el nombre con África, pero, en términos literarios, es una fabricación. No es la África de los mapas. De hecho, Naipaul aseguró en una entrevista que él conocía muy poco el centro de ese continente. Ciertos comentaristas de la novela, entre esos Eid, se han dado de cabeza contra el suelo buscando descifrar cuál es el país del que habla Naipaul en la novela y cuál es el presidente a quien se refiere como El Gran Hombre (The Big Man). Pero se habrían ahorrado mucho tiempo —y una visita al hospital por una seria migraña— si se hubieran fijado en que el autor eligió que el país fuera anónimo y que El Gran Hombre careciera de nombre, y que esa elección tiene un sentido y un propósito. Mientras que el país y el presidente y los rebeldes son difusos y confusos y lejanos —de hecho, los disparos del último párrafo ocurren en la absoluta oscuridad—, Salim es cada vez más distinguible y único y claro. La razón es simple: Un recodo en el río es su historia.

Como es su historia, los personajes y escenarios que lo circundan —África, el país anónimo, el pueblo sin nombre, sus amigos Mahesh e Indar, su esclavo Metty, su amante Yvette— están allí con el propósito de decir algo sobre él. De modo que África no servirá aquí para entender a África, sino para entender a Salim. África, para seguir con ese ejemplo, no es ni siquiera un territorio físico sino un estado espiritual. Cuando Salim ve la catástrofe de África, está viendo su catástrofe moral —no es gratuito que sobre el final cachetee a una mujer—. Cuando ve que “no hay otro lugar a donde ir”, que África es su prisión, está dirigido hacia adentro y viendo que él mismo es su prisión. Esa África enajenada, oprimida, arrasadora, desoladora, rencorosa y vacía es él.

De modo que cada palabra que Salim pronuncia sobre África dice más sobre él que sobre África. Ésa es la arquitectura literaria —o el tratamiento estético— de la novela, un aspecto que Eid y otros comentaristas prefieren eludir, a pesar de ser el más esencial. Una novela es una novela es una novela.

¿Que cómo es posible que Naipaul modifique a África como le venga en gana para contar la historia de Salim? Bueno: es su libertad artística. Ese es el punto de esa libertad. Si Naipaul desea que África sea un conglomerado de ejércitos paramilitares y dictadores invisibles y ciudadanos vulgares, y eso le sirve para ambientar y contar el estado existencial de Salim, sea su voluntad. Ese es justo el ejercicio de la imaginación.

Ese propósito —contar la historia de Salim— ocurre desde el primer párrafo, ya clásico: “El mundo es lo que es; los hombres que no son nada, que se permiten convertirse en nada, no tienen lugar en él”. Salim está hablando de sí mismo, arrojado sin guía a la angosta infinitud del mundo.

Y en sus visiones posteriores, dispersas pero explícitas a lo largo del libro, Salim sigue contando sus inquietudes existenciales. Dice: “Ahí estaba, junto a mí, esa remota visión del planeta, de hombres perdidos en el espacio y en el tiempo, pero pavorosa, inútilmente ocupados”. Dice: “Sólo podía ser dueño de mi destino si andaba solo”. Dice: “Teníamos el consuelo ocasional de la recompensa, pero en buenos o malos tiempos vivíamos con la certeza de que éramos desechables, de que nuestro trabajo podría irse a la basura en cualquier momento, de que nosotros mismos podíamos ser aplastados y de que otros nos reemplazarían”. Dice al hablar de su casa: “Siempre allí, nunca mía en realidad, recordándome ahora sólo el paso del tiempo”. Y dice al hablar del mundo: “Nada permanece” (“Nothing stands still”).

Reducir Un recodo en el río a su aspecto político, calificarla como racista y concluir, como Eid, que no cumple su función porque no es optimista —¡válgame!— es totalitario: supone que el arte no es un oficio con formas propias, que está sujeto a un mandato político y que, por lo tanto, no es independiente. Supone que tiene una misión —para Eid, ser positivo, dar ideas sobre el futuro africano y contar la historia al pie de la letra— y tiene que cumplirla so pena de graves castigos. Esas nociones parecen temerle a la libertad absoluta que ostenta toda obra artística.

Una novela no es un plan económico, ni un panfleto político, ni una etnografía equilibrada. Quisiera elegir una de muchas definiciones posibles: es la historia de un mapa mental. En este caso, es el mapa mental de Salim, complejo, abstruso, mutante. Al final, es la historia de un exilio. Es la historia de un hombre diferente de los demás. Es la historia de un hombre que comete estupideces y es obstinado y ciego. Es la historia de la soledad y el enajenamiento. Es la historia de todos los humanos.

CODA

Si se quisiera juzgar las opiniones racistas de Naipaul sobre África y los árabes, los libros pertinentes serían sus diarios de viaje por África y el mundo islámico. En español han sido traducidos como La máscara de África, Entre los creyentes y El escritor y los suyos (que contiene un ensayo extenso sobre Gandhi).

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