Costas extrañas

Historia de una gran novela y de un temible anotador

J. D. Torres Duarte
29 de mayo de 2024 - 05:05 a. m.

1

La hierba de las noches (2012), de Patrick Modiano, es una novela de detectives y delincuentes cuyo único misterio, aunque es considerado en todas sus paradojas, nunca es resuelto. El misterio es el tiempo; el misterio es también el hábito de la memoria de fracasar en la captura del presente y en la conservación del pasado. El detective (en el caso de esta novela hay dos: uno literal y otro implícito) está destinado a vivir bajo la sensación —enajenante, brutal, cautivadora— de que el tiempo no existe, de que la reconstrucción de los hechos idos es una quimera y de que sólo es posible remontar la corriente de la memoria sobre imágenes eclipsadas en las que se han espesado hasta la ceguera tanto la luz como las sombras.

Desde un presente en el que proliferan los celulares y en el que se ha esfumado su mundo de cristales y pasadizos, un escritor ensimismado, Jean, cuenta ciertos episodios de su juventud en los que se involucró con un grupo de universitarios en París. A saltos y repitiéndose al ritmo espasmódico de la memoria, Jean va descubriéndonos que no es un grupo sino una pandilla, que no son estudiantes de universidad sino una banda de delincuentes, que en vez de estudiar las leyes que gobiernan el mecanismo de una pistola han preferido aprender desde la práctica cometiendo algunos crímenes armados. Sus revelaciones ocurren, sin embargo, desde el principio, sin la necesidad de afinar los contornos y al revés de la convención de la novela policíaca, con su deslumbramiento acumulativo y su búsqueda geométrica de la verdad: ni siquiera sobre el final, cuando Jean recibe por azar el expediente del detective a cargo, un tal Langlais (l’anglais: el inglés, el intruso en esta trama de marroquíes de transparencias francesas), se definen los pormenores de aquellos crímenes o el pasado de aquellos criminales. También permanecen en un aura de niebla el prontuario y la responsabilidad de Dannie, la mujer de veintitantos años de la que al parecer se enamora Jean y cuyo nombre real, se dará cuenta muchos después, no conoce. En el tiempo, el sentimiento, como el recuerdo, se opaca: como los nombres, que se afantasman en un alias, el amor se desluce en una impresión de amor. Junto con la investigación burocrática de Langlais, se desarrolla la metafísica y titubeante de Jean, un detective del tiempo, olvidadizo y algo torpe, que en la escritura de su memoria camina a menudo por un París que ya no existe y que es él mismo en un proceso inexorable de desmoronamiento.

El pasado de Jean está hecho de puntadas: conserva y consulta con frecuencia una libreta negra en donde, durante su tiempo junto a la cuadrilla de universitarios bélicos, solía emborronar conversaciones, teléfonos, listas de nombres de personas y tiendas, horas y lugares de citas. Palabras sueltas y en desorden que forman en el mapa del investigador puntos de orientación para emprender la búsqueda sin fin del tiempo. “Es algo que no puedo evitar —dice Jean sobre sus anotaciones—; por entonces era ya igual de sensible que ahora en lo tocante a las personas y las cosas a punto de desaparecer”. Pero las palabras de la libreta negra nunca consiguen redimir el tiempo porque son “como los cuerpos de aquellos dos novios que encontraron en la montaña, atrapados en el hielo, y que llevaban cientos de años sin envejecer”: cuerpos preservados de la putrefacción, paralizados para siempre en el vínculo, pero con los órganos huecos y apagados.

Y si el pasado está hecho de puntadas intangibles en una libreta (que Jean denomina “llamadas en morse”), también está compuesto por elementos físicos que condensan las emociones. En el caso de La hierba de las noches (traducida al español por María Teresa Gallego), se trata de las lámparas, los pasadizos y los cristales: las primeras son una señal de presencia y ausencia, de supervivencia y muerte; los segundos, que pueden ser los lugares de tránsito de un hotel o de una estación de metro, sintetizan décadas en cuestión de algunos metros; los terceros, repartidos en edificios, cafés, hoteles y vagones de metro, permiten al mismo tiempo aislar y congregar, develar y ocultar. En cierto momento, uno de nuestros universitarios delincuentes, que suelen reunirse en un oscuro café llamado el 66, mira a través del cristal del Unic Hôtel (tanto se ha estrechado la vida de esas almas de misterio que terminan en el “único” hotel) y es incapaz de detectar a Jean, aunque se encuentre del otro lado, casi pegado al cristal. Cuando intenta explicarse su ceguera repentina, Jean se dice: “O, sencillamente, nos separaban decenas y decenas de años; ellos seguían inmovilizados en el pasado [...], y ellos y yo no vivíamos ya en la misma época”.

Si no fuera porque ocurre en un París identificable —que Modiano criba para sus fines metafóricos—, La hierba de las noches podría clasificarse como una novela de ciencia ficción: durante un viaje en el tiempo, un hombre que trabaja con signos escritos aterriza en una ciudad cuya lengua sólo le permite una comunicación superficial y en cuyos lugares (donde destacan los vestigios de una civilización antigua) y entre cuyas gentes se siente a toda hora como un extranjero.

Que el espacio entre los costados de un cristal contenga decenas de años explica la sensación extraña, que se replica en el recuerdo del lector, de que el tiempo está abolido y de que incluso el pasado no sólo no ha pasado, como dicen que dijo Faulkner, sino que se repite sin cesar. Al caminar en el presente de los celulares por las calles que recorría en su juventud de soledad, Jean tiene la sensación de que en ellas ronda un gemelo “que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una temporada muy breve”. Jean incluso apuesta que podría entrar en los locales en que se dilataba en su juventud y lo atendería de nuevo el mismo mesero y le traería en silencio el mismo Cointreau, como si no hubiera transcurrido el tiempo. Con su mecanismo de eterno retorno, la memoria se convierte en una atractiva trampa cíclica de nostalgia en la que sólo es dable respirar a quienes, al modo de Jean, buscan moldear alguna forma con su material incierto e incompleto y se resignan a habitar sus transparencias turbias bajo nombres que, producto de esas transparencias, tienen sin excepción un aire de alias (¿quién sabe si Jean es en verdad Jean?). Los detectives de la memoria sufren por esta atracción tanto como los forajidos del 66, que Jean describe con estas palabras: “Unas mariposas deslumbradas y enviscadas en la luz, antes de una redada”.

La hierba de las noches es una novela magnífica en la que una luz temblorosa en la distancia tiene el oscuro valor de un amor.

2

En la edición de Cátedra de 2015, el texto de La hierba de las noches sobrevive apeñuscado entre el frenesí de notas de Javier Aparicio Maydeu, profesor de la Universidad Pompeu Fabra.

Las colecciones de la editorial Cátedra se caracterizan por su asistencia al lector en la dilucidación de los textos: con introducciones bien informadas y notas a pie de página que buscan desenmarañar alusiones y vislumbrar temas, su aparato crítico enseña una lectura minuciosa. A pesar de sus intenciones loables, dicha intervención debe ser sobria para evitar interferir en el elemento central, el texto literario, cuya lectura, incluso en momentos de dificultad, debe transcurrir en una atmósfera de libertad. Así ocurre en sus ediciones de El Llano en llamas, Ulises, Almas muertas y muchas otras: una introducción concisa con datos sustanciales sobre su composición, una o dos páginas sobre su tradición editorial y otra más sobre su traducción bastan para dar entrada al texto, en el que la voz del anotador se restringirá a detalles del léxico, la forma literaria o el entorno histórico.

Aparicio Maydeu, en cambio, opta en esta edición de La hierba de las noches por los métodos de la intrusión bajo la mirada indiferente de los directivos de Cátedra. Para empezar, escribe una sucinta introducción de 65 páginas —antecedida por dos dedicatorias, once epígrafes y una foto borrosa de Modiano, acorde con sus personajes difuminados—, abultada en la marcha con otros ocho epígrafes, fotografías de lugares sin nombre, mapas sin valor extraídos de la página del metro de París y 73 notas a pie de página (porque Aparicio Maydeu tiene tanta afición por anotar textos que se anota a sí mismo) rematadas por dos portadas desangeladas del original en francés. Con esta introducción el lector va camino de la extracción: garabateada con la prosa del académico que asume que la inteligencia de un texto se mide por el número de alusiones a películas y libros por párrafo cuadrado, la introducción hace poco por invitar al lector novato al mundo fascinante de Modiano y en cambio, con sus subtítulos de 237 sustantivos hipersofisticados, parece estar dirigida a satisfacer el fetiche por los jeroglíficos de sus colegas de la Universidad Pompeu Fabra. La introducción es precedida por una nota verbosa sobre la edición del texto (cinco párrafos barrigones contra, por ejemplo, uno de siete líneas en la edición de El Llano en llamas, un texto con más publicaciones a cuestas) en la que el anotador se atreve a decir que ha sido “cauto a la hora de decidir si añadir o no una nota”. Válgame.

Tras una bibliografía de tesina universitaria de siete páginas (tesina, no tesis: hay que sofisticar el léxico), en la que camufla otra (¡otra!) nota al pie, y tras tres páginas de agradecimientos en las que Aparicio Maydeu le habla en clave a todos sus amigotes del club de los jeroglíficos (y en las que se dirige al mismísimo Modiano con un tono de humildad que termina siendo de lisonja), comienza por fin el texto de La hierba de las noches, sobre el que el pródigo anotador impone su marca de amoniaco desde el arranque: en la dedicatoria (“A Orson”) Aparicio Maydeu ya nos está contando en susurros que Orson es el nieto de Modiano y que “la dedicatoria es una celebración”. Pero ¿de dónde saca eso? Y al final y aunque nos enteremos de que se lo extrajo en confesión a Modiano, ¿qué importa?

De ese calibre son las anotaciones tortuosas, reiterativas y flojas que van a aparecer en olas grandes y más grandes en las siguientes 170 páginas.

Se trata de 174 notas a pie de página (1,02 por página, según me confirman los matemáticos de la Pompeu Fabra) que no bajan de un cuarto de página y que se extienden hasta tres cuartos, de modo que durante incontables momentos de la lectura el texto de Aparicio Maydeu apabulla al de Modiano, que queda relegado a una franja triste del cuadro de lectura. O no así sino en francés, relégué à une bande attristée de l’espace de lecture, para imitar el hábito pedante de Aparicio Maydeu de sazonar sus notas con citas kilométricas en francés sin molestarse en traducirlas. Menos mal, como escribe en su nota a la edición, su trabajo está dirigido a los lectores “primerizos o esporádicos” de Modiano: a los primerizos y esporádicos que aprobaron todos los ciclos de estudio en la Alianza Francesa y que, en primer lugar, podrían haber leído la novela en su original y haberse librado de la sabiduría de salón de Aparicio Maydeu.

¿Y qué dicen las notas a pie de página? Aparte de aclarar unos pocos motivos recurrentes y un puñado de alusiones, Aparicio Maydeu se consagra ad infinitum —que es la forma latina para “cuandoquiera que le pegue el antojo”— a la tarea vanidosa de verter en ellas especulaciones con valor de verdad sobre los motivos encubiertos de Modiano en tal o cual pasaje, un campo resbaladizo donde la opinión de un académico tiene tanto peso como la de un pedregón de Andalucía, puesto que es probable que ni siquiera Modiano conozca los estímulos subterráneos de su prosa. Aparicio Maydeu también se impone el deber santo de divulgar en sus notas una serie inacabable de “revelaciones” que, para un lector más o menos atento, son habituales rasgos literarios fáciles de captar (destacar en bucle, por ejemplo, que los cristales son un elemento repetitivo o señalar con aires de clarividencia que el diálogo entre el detective Langlais y Jean tiene trazas de “interrogatorio policial” —¿un diálogo entre un detective y un sospechoso: un interrogatorio? Impensable— sólo puede indicar que Aparicio Maydeu considera al lector un idiota ansioso por compensar sus debilidades de lectoescritura con una matrícula en la Pompeu Fabra).

Es frecuente que nuestro annotateur, además, se dé la licencia sobrenatural de internarse en la mente de Modiano: nos descubre que en cierta escena Modiano está pensando en el cuadro Nighthawks de Edward Hopper, que en tal sección Modiano está hablando de sus padres, que Modiano debió acordarse en tal episodio de los días de su infancia en que pegaba la cara a los cristales. También es frecuente que Aparicio Maydeu recalque que ya ha dicho algo y que, sin embargo, lo repita. ¿Y si está diciendo que lo dijo, para qué lo vuelve a decir? Y así transcurren las páginas de La hierba de las noches, a merced de anotaciones cantinflescas que no ensanchan la experiencia de la lectura y a causa de las cuales el lector tiene que instruirse con tesón en las artes de la evasión, si aspira a rumiar su lectura con libertad. Sospecho que el propósito de Aparicio Maydeu era ganar fama como el comentador de cabecera de Modiano con un libro en el que escrutaría su narrativa, por la mera razón de que puede leerlo en francés y no teme expectorar latinajos ni palabras como deturpado en lugar de estropeado o anonimia en lugar de anonimato, como ocurre en sus notas. Pero como los libros de la academia (incluso, por desgracia, los de la Pompeu Fabra) pasan de la imprenta a la anonimia y si acaso los compran y los comentan los colegas, pues Aparicio Maydeu tuvo que pasar su libro de contrabando y en forma de notas de pie de página en la edición de una de las novelas de Modiano, justo al año siguiente de que ganara el Nobel (Modiano, no Aparicio Maydeu, Dios no lo quiera). Corrijo: no sospecho que ese haya sido su propósito, tengo la certeza. Lo leí en la mente de Aparicio Maydeu.

Pero su flaqueza más reprochable y su afrenta más grave contra la lectura de La hierba de las noches es su compulsión por aclarar lo que el narrador se empeña en dejar en la órbita de la imprecisión. A cada vuelta de página, Aparicio Maydeu insiste en que el narrador es un “trasunto” del autor (las palabras “copia” o “reproducción” debieron de sonarle muy ordinarias) y en que cada uno de sus eventos biográficos y de sus gestos de oficio conserva una correspondencia con un evento y un gesto en la vida de Modiano. Bajo la misma noción errónea se abordan las obras de Proust, Roth, Bellow y otros escritores cuyas ficciones derivan de su biografía. Pero al momento de reasumirlas con los mecanismos de la ficción, las circunstancias biográficas se convierten en un aparato más grande, significativo y elástico del que un crítico serio debería dar cuenta (un crítico del que Aparicio Maydeu tiene poquísimo, pues su obsesión, como demuestra en una de sus notas, es consignar para la eternidad el hecho trivial de que Modiano colecciona guías de teléfono). Asumir a Jean (cuyo nombre no es revelado, para acentuar su figura ambigua, sino pasada la mitad de la novela, aunque Aparicio Maydeu no tenga ningún escrúpulo en divulgarlo en sus notas 70 páginas antes) como un doble de Modiano y fundar sobre esa convicción un cuerpo de anotaciones, sin admitir la posibilidad de que la razón estética de Jean consiste en vivir como un espectro cuyos contornos vidriosos expresan su malestar con la memoria, es un error de principiante que en un libro de esta magnitud, que pretende constituirse en una edición de autoridad, toma la forma de un cataclismo.

Y el cataclismo se recrudece en cuanto Aparicio Maydeu asevera que no sólo Jean es una imitación a medida de Modiano, sino también que los lugares y las circunstancias de La hierba de las noches son apenas derivados de París y de su historia reciente. El 66, el café de los forajidos, es en realidad el Café de Luxembourg; el Unic Hôtel queda en tal número de la Rue de Montparnasse; el crimen que cometió la pandilla del 66 y que nunca se precisa es en verdad... No pienso repetirlo porque sería redoblar el desastre de Aparicio Maydeu: el que ocurre cuando nos damos cuenta de que no sólo está interfiriendo en el progreso del lector con sus opiniones gratuitas y pomposas (o “pompeusas”, como bromean en la Pompeu), sino que además está arruinando la composición del propio Modiano, manchándola con una concreción que el texto, para prosperar en su arquitectura fantasmal, se esmera por evadir.

Y no me desbordo más. À la prochaine!

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

 

Juan(3racf)29 de mayo de 2024 - 01:19 p. m.
Muchas gracias. Magnífico como siempre.
Gines de Pasamonte(86371)29 de mayo de 2024 - 01:03 p. m.
El problema, J.D, es quien “le meta mano” a este tipo de novelas. “Los detectives salvajes”, por ejemplo, del chileno Roberto Bolaño, o bien, su novela póstuma: “2666”, mamotreto de más de mil páginas, o “Guerra y paz” de Tolstoi, en la excelente edición de Mondadori: 1175 páginas, etc. Leer a Proust o Joyce, exige un esfuerzo intelectual; dudo que las nuevas generaciones estén dispuestas a asumir dicho esfuerzo.
  • Gines de Pasamonte(86371)29 de mayo de 2024 - 01:03 p. m.
    Hasta la obra magna de Cervantes. D.Q, se pregunta uno si será leída por esta nueva “casta” de lectores. Con la revolución de las comunicaciones, la lectura, va a ser un monopolio de las pantallas, sin que ello implique que el libro físico fenezca. No obstante, el “picotear” en Facebook, WhatsApp, hace muy difícil que las nuevas generaciones conserven el hábito sin igual de la lectura.
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