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Cuando un autor como Peter Handke, cuya celebridad se ha arruinado por sus opiniones sobre la guerra de los Balcanes, gana un premio internacional, los columnistas de turno suelen concentrarse en sus posiciones políticas y, en cambio, dejan de lado su obra literaria, que es lo único importante en cualquier escritor. Es aún más disparatado cuando se trata de una de las obras esenciales de este tiempo. Handke no ganó el Nobel de literatura por caridad.
Al margen y en fuga
En 1966, el mismo año en que publicó su primera novela, Los avispones, Peter Handke asistió a una reunión de escritores alemanes, tomó la palabra y afirmó, con una voz tan suave que supusieron que se trataba de una mujer, que sus libros eran por completo aburridos, que su léxico era pobre y que sufrían de “impotencia descriptiva”. Así consumó uno de sus primeros actos como niño insolente de la literatura austríaca, un título que conservó y reforzó con, por ejemplo, su pieza Insultos al público.
En los años siguientes, a la par que publicaba una novela casi cada año, Handke se mudó de Austria, vivió en Estados Unidos y en Alemania y terminó en una casa de campo en Chaville, a unos kilómetros de París, entre árboles y frutas.
Si bien la biografía de un autor no explica su obra —pues un autor puede componer numerosas personalidades literarias—, en este caso aporta, al menos, un tono: su voluntad de andar por las márgenes y su inclinación por la mudanza son el punto de partida de sus personajes. Sus novelas iniciales, escritas en los años setenta, lo comprueban.
En El miedo del portero al penalti (1970), el mecánico Josef Bloch, tras ser despedido de su trabajo, decide apartarse de su entorno. “Todo lo que veía le molestaba —cuenta el narrador—; intentó ver lo menos posible”. Se refugia entonces en el cine: en la oscuridad se siente más a gusto, donde los rostros no se distinguen. Marianne, el rostro central de La mujer zurda (1977), opta por separarse de su marido y obtener un trabajo, de modo que, ante sus amigos y su hijo, toma el aspecto de una mujer descastada, sin destino, fuera de la norma. En El momento de la sensación verdadera (1975), el agregado de prensa Gregor Keuschnig sueña con que ha asesinado a una anciana y se despierta convertido, en su interior, en otra persona. “De golpe, ya no formaba parte del conjunto”, se lee.
Tanto así ocurre en Carta breve para un largo adiós (1972). El joven escritor que la protagoniza, a mediados de su relato, cuenta que ha habitado por años en los bordes: “Y esos sueños, en el entorno en que yo vivía, eran realmente desvaríos, porque no había correspondencias para ellos en ese entorno, nada comparable que pudiera hacerlos posibles”. La figura del marginal, que se encuentra de improviso en un mundo que no le pertenece y que a primera vista no consigue reconocer, está también en La tarde de un escritor (1987), una novela corta de su madurez —Handke tenía 45 años cuando la publicó— que sirve para entender las claves de sus novelas iniciales.
Como son personajes que, por fuerza o por voluntad, están dislocados, prefieren la fuga —una fuga imprecisa y frenética, según la dirección del viento— antes que permanecer en un entorno ajeno. Al asesinar a una mujer tras sentirse irritado, Josef Bloch se marcha a un pueblo fronterizo; al separarse de su marido, Marianne corre hacia su casa en pleno escape, entra, baila sin música y, aunque no deja su pueblo, cambia el orden de los muebles en su casa para que parezca otro lugar; el joven escritor de Carta breve para un largo adiós se larga para Estados Unidos tras su divorcio; después de su sueño asesino, Keuschnig sale de su casa y toma una ruta alterna hacia el trabajo.
Y aunque se han refugiado en la periferia, todos se ven forzados a compartir espacio con el centro, con el orden, con las normas. Bloch va a los cines, a los bares, a los cafés; Marianne acude al mundo exterior para encontrar un trabajo como traductora y rehacer su vida; Keuschnig nunca se separa de su trabajo como agregado de prensa y asiste a las comidas de rigor. Parece que el entorno está dispuesto a recordarles que, pese a su marginalidad, serían meros residuos salvajes sin su protección.
Hasta aquí, Handke parece un escritor poco original, pese a la riqueza de carácter de sus personajes: El Quijote ya era un retorcido de maravilla; las creaciones de Beckett —a quien Handke de seguro leyó— también. Sin embargo, algo particular sucede tras esta transformación inaugural.
Un espejo curvo en la carretera
En cuanto abandonan el orden regular de las cosas, su perspectiva se altera. Aquello que antes parecía espontáneo y natural —como un coche de bebé rodando sobre la acera— se convierte de pronto en un montaje: “Las escenas no resultaban naturales, sino que parecía como si hubieran sido preparadas para alguien con todo cuidado. Tenían algún propósito”, se lee en El miedo del portero al penalti. Los objetos, en otro tiempo tan inocentes, ahora atacan: “Sí, eran normas de conducta. La bayeta que estaba encima del grifo le estaba ordenando algo [...]. Se repetía sin descanso: allá donde miraba veía un desafío: hacer una cosa, no hacer la otra”.
Entonces, cuando revela su carácter adulterado, es momento de tratar a la realidad sin concesiones. “El engaño había sido descubierto, el hechizo estaba roto”, se lee en El momento de la sensación verdadera. Y más adelante: “Y esta luz no quería desaparecer. Nada quería desaparecer [...]. Había que abolir todo”. Para arramblar con todo, Marianne, en La mujer zurda, se endereza con los puños en posición: “La única actividad política que yo entiendo es la guerra sin cuartel”, le dice a su amiga, Franziska. A su jefe, el editor, le dice por teléfono que se va a poner guapa. Él responde: “¿Entonces nos vemos?”. Ella replica: “Me voy a poner guapa para seguir trabajando”.
La respuesta de Marianne es el ejemplo exquisito de la actitud de estos personajes ante el mundo: se van a enfrentar al canon, a las normas y al modo en que los objetos son vistos. El joven escritor de Carta breve para un largo adiós dice: “No podía entender cómo alguna vez me había dejado extorsionar por otras formas de vida”. Para encarar al entorno, basta con cultivar una mirada propia, como la del espejo en la carretera en La tarde de un escritor: como es curvo, en su reflejo las cosas toman una forma distinta, distorsionada, quizás verdadera, en cualquier caso única.
Ningún ejército rebelde, sin embargo, se libra de una cierta resistencia. Los enemigos abundan. Bloch teme a la policía y a los diarios, que podrían descubrir su asesinato; Marianne recibe burlas de su hijo, de su exesposo y de Franziska; Keuschnig se ve cercado por su esposa y el escritor gordo; el joven escritor es perseguido por su exesposa, que quiere matarlo; el protagonista de La tarde… camina por el centro de una calle pueblerina donde, a cada lado, están los lectores que lo denuestan.
Los enemigos, que acuden a la amenaza —como Franziska, que le recuerda a Marianne con obsesiva frecuencia que se quedará sola si deja a su marido—, son cada vez más insistentes por una razón que parece inocua: los marginales contemplan.
¡Contemplad!
La contemplación es, para los marginales de Handke, el largo corredor de entrada a una hiperrealidad variada y estimulante.
Gracias a la contemplación, las cosas adquieren otra forma, como cuando el escritor de La tarde… ve un “fulgor en el río” en vez de un simple punto brillante en el agua o cuando califica a una bandada de gorriones como “una nube desapareciendo en el cielo”. En La mujer zurda, Marianne aparece en contemplación al menos cinco veces ante el espejo, bajo el cielo, en la terraza, y sólo así es posible que considere bella una gasolinera que se topa a su paso. Keuschnig contempla con tal asiduidad que, al caminar, es capaz de describir cada detalle: los titulares de los diarios, una valla ajena, una pareja que va del brazo, la altura del hombre, un cartel publicitario… Bloch contempla tantos objetos y tantos hechos que, de vez en cuando, sufre dolores de cabeza.
Quien contempla, descubre: distingue la farsa, el cartón frágil tras los objetos sólidos. Por eso es tan odioso y debe mantenerse bajo estricta vigilancia.
La contemplación, pese a todo, no tendría nada de peculiar si fuera sólo un camino de acceso a otra realidad. En Handke, la contemplación es también, y sobre todo, el bate con que se hace añicos la casa entera. Puede parecer inverosímil, pero los personajes de Handke se empeñan en romper sus relaciones habituales con el tiempo y el espacio. Einstein no se habría atrevido a tanto.
En Carta breve para un largo adiós, por ejemplo, el joven escritor no acepta que el tiempo pase tan lento. “Hacía años había visto a una señora gorda bañándose en el mar, a la que cada diez minutos volvía a mirar, creyendo con toda seriedad que entremedio tenía que haber adelgazado”. Keuschnig, en El momento de la sensación verdadera, experimenta algo similar: “[...] no comprendió cómo no se había asfixiado hace tiempo. Pero el tiempo había pasado de alguna forma, ¿no? [...]. El tiempo ya pasaría de alguna forma: eso era lo peor”. Más adelante, Keuschnig siente que la tarde está durando demasiado y que el tiempo “empezó a agudizarse como un órgano”.
Como el paso del tiempo es tan estorboso, hay que forzar su contracción. Por eso, las acciones descritas en estas novelas parecen como truncadas, como en aquel momento en que Bloch conoce a una mujer en un café, sale con ella, dan una vuelta por un edificio, se besan, todo acaba de repente, abandonan el edificio y se alejan el uno del otro. En caso de que sea imposible contraerlo, el tiempo debe ser manipulado a voluntad: entonces el narrador deduce, describe, detalla, convierte la rutina en una monotonía deslumbrante. El tiempo, en manos del narrador, es un tiempo plástico y maleable como un rebujo de plastilina. “Cuanto más lentamente corría el agua —se lee en El miedo del portero ante el penalti—, más turbia parecía volverse”.
El espacio se trastoca de un modo parecido. Bloch, en vez de observar a un ave que aletea, vigila la extensión donde podría aterrizar; en lugar de prestarle atención a la gota que se resbala a lo largo de una botella, acecha al punto en que caerá; al final, mientras el resto de los espectadores están atentos al curso del balón en el partido, Bloch otea al portero que se agita con la intención de adivinar por dónde vendrá el tiro. La clave de los contempladores parece revelarse: mirar siempre hacia donde nadie mira.
La distancia entre un punto y otro, la eterna distancia que pasa a través de un tiempo espeso, inquieta a todos los personajes. El joven escritor de Carta breve para un largo adiós dice: “Estaba harto de que siempre fuera necesario recorrer distancias cuando se quería estar en otro lugar [...]”. Está tan dislocado, tan fuera de la órbita de las cosas ordinarias, que incluso desplazarse se ha vuelto un acto extraño, incluso desesperante. El hijo de Marianne en La mujer zurda ha perdido tanto la noción del espacio que todavía ve unos árboles que ya había dejado de contemplar unas horas atrás.
Si el tiempo se puede amoldar, ¿el espacio también? La solución literaria —y, creo, metafísica— que formula Handke está en La tarde de un escritor. En su relato, el escritor ve en cada objeto una referencia a un lugar que visitó en el pasado: Alaska, Moscú, el Antártico, Nueva York. De golpe, el pequeño pueblo que recorre se convierte en una aldea universal que contiene todos los espacios. Con la imaginación y las sensaciones, el narrador ha anulado las fastidiosas distancias que antes hacían fatigoso su viaje.
Qué cómico es perderlo todo
En este punto, los personajes de Handke han caído en la ruina y han arremetido incluso con violencia. Marianne está cercada por quienes suponen que una mujer independiente es un absurdo y, en respuesta, maltrata a su hijo; Bloch pierde su dinero, su tiempo y su paciencia, y no parece importarle que asesinó a una mujer; la esposa de Keuschnig se resiste ante sus nuevas formas de humillarla y decide irse de casa con su hija. Se tiene la sensación, entonces, de que la obra de Handke es amargada y pesimista: un retrato de la decadencia.
Es inexacto.
Handke, como Beckett, encuentra cómico el descenso a los infiernos. En El momento de la sensación verdadera, Keuschnig reflexiona así sobre su aspecto: “Con una cara así, debería uno estarse quieto, pensó. Con una fisonomía tal era incluso una desfachatez mantener soliloquios. Resultaba inimaginable decirse a uno mismo, ‘¿qué tal?’”. Más atrás decía: “Qué poco vanidoso era buscar el rasgo cómico en todo lo que le rodeaba a uno —¡porque en todo había por fuerza un chiste!” En el puesto de correos, Bloch se ríe del cartero, de la empleada, del lugar, porque nada puede ser más hilarante que una realidad inerte.
No es, tampoco, un dibujo pesimista. Esos individuos, aunque se han separado del mundo, en desespero y desorientados, están al fin y al cabo deslumbrados por la paleta colorida de la realidad, que hasta entonces se había mostrado rígida, monocorde, aburrida. Gracias a su fuga —sin importar la razón—, a su inclinación por la contemplación y a su intrépida transformación de la realidad, han conseguido componer un mundo personal, un consuelo ante el vacío general, y al final su sensación de asfixia entra en declive. Lo dice Keuschnig, con cierto aire de fatiga feliz: “Puedo transformarme”.