Wisława Szymborska (polaca, premio nobel, tangible entre 1923 y 2012) promovía a menudo un acto que profanaba el oscuro decálogo del escritor maldito: reírse. En sus poemas hay una risa extendida de verso a verso, sin importar si el tema es solemne o cómico; con frecuencia es una risa que se agolpa al unísono en los dientes de la boca y los de la inteligencia, que urde juegos. Es una risa (un verso, un tono) de aspecto frugal, por momentos ligera, pero dueña de un espíritu de vasto elefante: un mar de fácil barrido para el ojo, pero de aguas hondas para el remero de oficio.
Szymborska carece de unidad temática: su ojo interno se deleita con el examen de una cebolla o un conjunto de ropa y también escala paroxismos con la contemplación de la memoria y el desamor. Para su visión de buena poeta, todos los objetos del orbe, los eternos y los fugaces, son dignos de cuidado verbal: lo que se ve y el ojo que lo ve compiten en el tráfico de maravillas.
La alegría de escribir, por ejemplo, reflexiona sobre el oficio abrasador y aventurado de estampar letras sobre papel. Ahí dice esto (las traducciones son de Gerardo Beltrán y Abel Murcia y están en la compilación Poesía no completa del Fondo de Cultura Económica): “Hay en una gota de tinta una reserva considerable / de cazadores que apuntan, con un ojo entrecerrado, / preparados para bajar por la empinada pluma, / para cercar a la cierva, dispuestos a disparar”. Justo después puntea: “Olvidan que esto no es la vida”. Recuerden, dice la cierva: un poema opone un conjunto de reglas íntimas al caos esférico. Un poema, además, es un asunto más bien divertido que no requiere la seria intervención de una escopeta. Y se ríe. La poeta es una diosa de mandamientos fluctuantes. Escribe: “Si lo ordeno, nunca sucederá nada aquí”.
Szymborska procede en líneas sentenciosas como esa, piedras pulidas de la concisión y la sugestión. En La memoria al fin, donde observa el recuerdo de sus padres, cuenta que ambos han deambulado por numerosos sueños y que ha tenido que arrancarlos de brazos ajenos. Escribe: “Aislados, volvían a crecer torcidos”. ¿Cómo es posible evocar tanto con tan poco? Dice que un recuerdo crece, como si fuera un árbol: la muerte no anula la multiplicación de los movimientos, sino apenas la materia, tan vulgar y tan única. Pero cuando el descuido lo arruma en los pozos sordos de la memoria y agarra oscuridad, el recuerdo se va torciendo: la voz cambia de timbre, el cabello se opaca, el ceño acoge las formas del puño. “El absurdo los obligaba a ser absurdos”, escribe Szymborska. Como a un animal doméstico, en las mañanas y al mediodía y en las noches, hay que alimentar y pasear al recuerdo para amarrarlo a este flanco de la realidad.
En Paisaje el tono sentencioso empuja al poema a los picos prosaicos, imperativos y elevados que uno espera de cualquier poema: “Conozco el mundo en un radio de seis millas. / Conozco hierbas y conjuros para todos los dolores. / Dios todavía me mira la coronilla”. Repetido una y otra vez, el último verso, libre de toda edulcoración, es una fascinante reafirmación de la vida. Dios no mira mi nariz ni mi frente, sino la punta de mi cabeza: sigo. Joseph Brodsky, que aconsejaba a los universitarios leer y releer a Szymborska y que tradujo algunos de sus versos al inglés, parece haber heredado ese sentimiento en 24 de mayo de 1980: “¿Qué debo decir sobre la vida? Que es larga y aborrece la transparencia. / [...] Pero hasta que me atasquen la laringe con barro café, / sólo gratitud brotará de ella”.
Quizás esa actitud ante el puñado de aire y tierra que es la vida sea la rotunda lanza cebada que atraviesa la poesía de Szymborska: una actitud donde el gozo por la vida admite sin reservas el duelo y el triunfo. En sus años como redactora de la revista Vida literaria, Szymborska respondió a cientos de poetas que le enviaban sus poemas para publicación. A uno de ellos, compositor de unos versos cargados de tormento, le dijo: “¿No será que, casualmente, la monotonía de los poemas remitidos es fruto del falso convencimiento de que sollozar es la única actividad digna de un auténtico poeta?”. A una poeta nada le es ajeno: es feliz en el desciframiento del ruidoso horizonte humano.
En Risa, donde se recuerda en su juventud, ese ánimo jovial por la vida acaricia incluso la desesperación: “Cómo podía saber / que hasta la desesperación tiene ventajas / si por fortuna / se vive un poco más”. El gozo ocurre también en los escenarios posibles, “en el paraíso perdido / de la probabilidad”, como escribe en La estación de ferrocarril. Szymborska, como goza, puede imaginar; más bien, o también, imagina para gozar. Quien goza ataja las barreras de la materia: ve puertos donde otros ven rutinarios andenes.
Con ese gozo adherido a las pupilas Szymborska consigue los versos de Vivo, dedicados a un hombre, quizás su padre, que agoniza: “Mil y un motivos, enrevesados todos, / hacen que tengamos por costumbre / oír como respira”. Y más adelante: “Parece / como si apenas hubiera acabado de nacer. / Completamente hecho de nosotros. / Completamente nuestro”. Y tambien así consigue los versos sobre la madre de su pareja en Madre: “Autora de ojos grises. / Barca en la que años atrás / llegó a la orilla”. Lean de nuevo los dos últimos versos: cuánto sugiere la evocación de la barca, del río, de la orilla. Sigue con ese mismo gozo de mirar y penetrar la vida: “Así que es ella, la única, / la que no lo escogió / ya listo, completo”. Y luego alcanza a decir en Censo: “Nos cruzamos hacia la eternidad en grandes almacenes / mientras compramos un nuevo jarrón”. Y en Monólogo para Casandra al hablar de la humanidad entera: “Vivían en la vida. / Llenos de miedo”. Vivían en la vida…
Los versos que he citado ocurren en la primera mitad de Mil alegrías (un encanto) de 1967. No es el único de sus libros donde alumbran grandes poemas. Se impone también Llamando al Yeti (1957), que incluye Nada dos veces: “Nada sucede dos veces / ni va a suceder, por eso / sin experiencia nacemos, / sin rutina moriremos”. En Si acaso (1972) está Amor feliz: “Un amor feliz. ¿Es normal, / serio, útil? / ¿Qué saca el mundo de dos personas / que no ven el mundo?” En Instante (2002, Ediciones Igitur) se lee Algo sobre el alma: “Alma se tiene a veces. / Nadie la posee sin pausa / y para siempre”. Otros poemas son monólogos de objetos que en el mundo lógico carecen de voz: un gato, un tranquilizante. Otros son objetos horrorosos del mundo lógico: un terrorista. De todos se desprende belleza.
CODA
Si les interesa la poesía polaca, que tiene tantos frutos buenos, pueden leer también esta columna sobre Czeslaw Milosz. ¿Han leído a Szymborska? ¿Recomendarían otro de sus poemas?
Wisława Szymborska (polaca, premio nobel, tangible entre 1923 y 2012) promovía a menudo un acto que profanaba el oscuro decálogo del escritor maldito: reírse. En sus poemas hay una risa extendida de verso a verso, sin importar si el tema es solemne o cómico; con frecuencia es una risa que se agolpa al unísono en los dientes de la boca y los de la inteligencia, que urde juegos. Es una risa (un verso, un tono) de aspecto frugal, por momentos ligera, pero dueña de un espíritu de vasto elefante: un mar de fácil barrido para el ojo, pero de aguas hondas para el remero de oficio.
Szymborska carece de unidad temática: su ojo interno se deleita con el examen de una cebolla o un conjunto de ropa y también escala paroxismos con la contemplación de la memoria y el desamor. Para su visión de buena poeta, todos los objetos del orbe, los eternos y los fugaces, son dignos de cuidado verbal: lo que se ve y el ojo que lo ve compiten en el tráfico de maravillas.
La alegría de escribir, por ejemplo, reflexiona sobre el oficio abrasador y aventurado de estampar letras sobre papel. Ahí dice esto (las traducciones son de Gerardo Beltrán y Abel Murcia y están en la compilación Poesía no completa del Fondo de Cultura Económica): “Hay en una gota de tinta una reserva considerable / de cazadores que apuntan, con un ojo entrecerrado, / preparados para bajar por la empinada pluma, / para cercar a la cierva, dispuestos a disparar”. Justo después puntea: “Olvidan que esto no es la vida”. Recuerden, dice la cierva: un poema opone un conjunto de reglas íntimas al caos esférico. Un poema, además, es un asunto más bien divertido que no requiere la seria intervención de una escopeta. Y se ríe. La poeta es una diosa de mandamientos fluctuantes. Escribe: “Si lo ordeno, nunca sucederá nada aquí”.
Szymborska procede en líneas sentenciosas como esa, piedras pulidas de la concisión y la sugestión. En La memoria al fin, donde observa el recuerdo de sus padres, cuenta que ambos han deambulado por numerosos sueños y que ha tenido que arrancarlos de brazos ajenos. Escribe: “Aislados, volvían a crecer torcidos”. ¿Cómo es posible evocar tanto con tan poco? Dice que un recuerdo crece, como si fuera un árbol: la muerte no anula la multiplicación de los movimientos, sino apenas la materia, tan vulgar y tan única. Pero cuando el descuido lo arruma en los pozos sordos de la memoria y agarra oscuridad, el recuerdo se va torciendo: la voz cambia de timbre, el cabello se opaca, el ceño acoge las formas del puño. “El absurdo los obligaba a ser absurdos”, escribe Szymborska. Como a un animal doméstico, en las mañanas y al mediodía y en las noches, hay que alimentar y pasear al recuerdo para amarrarlo a este flanco de la realidad.
En Paisaje el tono sentencioso empuja al poema a los picos prosaicos, imperativos y elevados que uno espera de cualquier poema: “Conozco el mundo en un radio de seis millas. / Conozco hierbas y conjuros para todos los dolores. / Dios todavía me mira la coronilla”. Repetido una y otra vez, el último verso, libre de toda edulcoración, es una fascinante reafirmación de la vida. Dios no mira mi nariz ni mi frente, sino la punta de mi cabeza: sigo. Joseph Brodsky, que aconsejaba a los universitarios leer y releer a Szymborska y que tradujo algunos de sus versos al inglés, parece haber heredado ese sentimiento en 24 de mayo de 1980: “¿Qué debo decir sobre la vida? Que es larga y aborrece la transparencia. / [...] Pero hasta que me atasquen la laringe con barro café, / sólo gratitud brotará de ella”.
Quizás esa actitud ante el puñado de aire y tierra que es la vida sea la rotunda lanza cebada que atraviesa la poesía de Szymborska: una actitud donde el gozo por la vida admite sin reservas el duelo y el triunfo. En sus años como redactora de la revista Vida literaria, Szymborska respondió a cientos de poetas que le enviaban sus poemas para publicación. A uno de ellos, compositor de unos versos cargados de tormento, le dijo: “¿No será que, casualmente, la monotonía de los poemas remitidos es fruto del falso convencimiento de que sollozar es la única actividad digna de un auténtico poeta?”. A una poeta nada le es ajeno: es feliz en el desciframiento del ruidoso horizonte humano.
En Risa, donde se recuerda en su juventud, ese ánimo jovial por la vida acaricia incluso la desesperación: “Cómo podía saber / que hasta la desesperación tiene ventajas / si por fortuna / se vive un poco más”. El gozo ocurre también en los escenarios posibles, “en el paraíso perdido / de la probabilidad”, como escribe en La estación de ferrocarril. Szymborska, como goza, puede imaginar; más bien, o también, imagina para gozar. Quien goza ataja las barreras de la materia: ve puertos donde otros ven rutinarios andenes.
Con ese gozo adherido a las pupilas Szymborska consigue los versos de Vivo, dedicados a un hombre, quizás su padre, que agoniza: “Mil y un motivos, enrevesados todos, / hacen que tengamos por costumbre / oír como respira”. Y más adelante: “Parece / como si apenas hubiera acabado de nacer. / Completamente hecho de nosotros. / Completamente nuestro”. Y tambien así consigue los versos sobre la madre de su pareja en Madre: “Autora de ojos grises. / Barca en la que años atrás / llegó a la orilla”. Lean de nuevo los dos últimos versos: cuánto sugiere la evocación de la barca, del río, de la orilla. Sigue con ese mismo gozo de mirar y penetrar la vida: “Así que es ella, la única, / la que no lo escogió / ya listo, completo”. Y luego alcanza a decir en Censo: “Nos cruzamos hacia la eternidad en grandes almacenes / mientras compramos un nuevo jarrón”. Y en Monólogo para Casandra al hablar de la humanidad entera: “Vivían en la vida. / Llenos de miedo”. Vivían en la vida…
Los versos que he citado ocurren en la primera mitad de Mil alegrías (un encanto) de 1967. No es el único de sus libros donde alumbran grandes poemas. Se impone también Llamando al Yeti (1957), que incluye Nada dos veces: “Nada sucede dos veces / ni va a suceder, por eso / sin experiencia nacemos, / sin rutina moriremos”. En Si acaso (1972) está Amor feliz: “Un amor feliz. ¿Es normal, / serio, útil? / ¿Qué saca el mundo de dos personas / que no ven el mundo?” En Instante (2002, Ediciones Igitur) se lee Algo sobre el alma: “Alma se tiene a veces. / Nadie la posee sin pausa / y para siempre”. Otros poemas son monólogos de objetos que en el mundo lógico carecen de voz: un gato, un tranquilizante. Otros son objetos horrorosos del mundo lógico: un terrorista. De todos se desprende belleza.
CODA
Si les interesa la poesía polaca, que tiene tantos frutos buenos, pueden leer también esta columna sobre Czeslaw Milosz. ¿Han leído a Szymborska? ¿Recomendarían otro de sus poemas?