Publicidad

Costas extrañas

La literatura colombiana no existe

J. D. Torres Duarte
18 de septiembre de 2024 - 05:05 a. m.

En estas columnas y en las de Luis Fernando Charry, un comentarista cuyo nombre no quiero recordar se ha lamentado con amargura colombiana de nuestra dedicación a la lectura de oscuros autores extranjeros y de antigüedades como Cervantes en detrimento de nuestro mandato natural de reseñar e interpretar la obra de escritores colombianos. No conozco las razones de Charry para escribir sobre El licenciado Vidriera y no sobre El Cristo de espaldas (quizá sea porque le da la gana o porque un lector atento como él puede encontrar todavía elementos sin filo entre la tradición crítica sobre Cervantes), pero conozco las mías. O la mía, porque apenas es una: no creo que exista la literatura colombiana.

Existen libros escritos por colombianos; existen libros cuyos contenidos fatigan la historia colombiana; no existe, sin embargo, la literatura colombiana. La literatura es una sola: literatura a secas. Las subdivisiones por país, por períodos y por géneros son una fabricación de la academia y de la industria editorial para justificar la multiplicación de las maestrías y para calibrar los gustos de su clientela en las librerías: cuando una novela es buena y bella, cuando un poema es bueno y bello, les pertenece a toda la historia y a todos los países.

La adición del adjetivo nacional (no tiene por qué ser colombiana: digamos que es sueca, coreana o mozambiqueña) sólo conduce a la noción errónea de que el cuerpo atemporal y universal de la literatura puede ser constreñido por unas fronteras locales y pasajeras, a pesar de que su aparato de exploración de la realidad (la metáfora, la fantasía, la transfiguración) aspira a la negación de esas fronteras, a la apertura de las puertas de la percepción y a la fundación de países imaginados donde quepa la vida toda. Esa ética la suscriben incluso los libros y los escritores que conservan un vínculo intenso con su realidad local o comunal: Comala, con sus dejos mexicanos, contiene al universo; Toni Morrison se declaraba una artista negra con hambre de mundo; Derek Walcott era un ardiente antillano que buscaba unirse a la tradición de Homero. Las grandes obras rebasan los confines territoriales en donde fueron concebidas y compuestas: nadie piensa en el Quijote como el culmen de la literatura del Imperio español bajo el reino de Felipe III; las Metamorfosis no desaparecieron junto con Roma tras las invasiones bárbaras; calificar Cien años de soledad como una novela colombiana es un ejercicio de abaratamiento. Son grandes obras de la literatura. Y con eso basta.

Me apoya Cepeda Samudio, que dijo en una conversación junto a Vargas Llosa y García Márquez en agosto de 1967: «Yo no creo que haya una novelística latinoamericana, ni africana, ni alemana, ni europea; la obra de arte es una cosa general que no tiene limitaciones regionales ni geográficas [...]. El hecho de que sea escrita en un determinado sitio no le da ni le quita méritos [...]. La obra de arte es una, no importa dónde se escriba ni quién la haga».

Infligir a la literatura una nacionalidad fomenta también una ilusión de homogeneidad, el delirio de que los escritores bajo esa nacionalidad están vinculados por corrientes profundas y sustanciales, cuando la realidad demuestra que hay más elementos en común entre Hawthorne y García Márquez que entre García Márquez y cualquiera de los escritores colombianos que han tenido la mala fortuna de ganarse el Premio Alfaguara. En la obra de madurez de Coetzee (sudafricano) no pesan los alientos de su connacional Nadine Gordimer sino los de Kafka (checoslovaco de lengua alemana), Beckett (irlandés de lengua francesa) y Von Kleist (alemán).

Sospecho que la literatura es un continente aparte cuya lengua franca es la imaginación (sus instrumentos de expresión, como la sinestesia, la perífrasis y la personificación, encuentran su cartografía y su cartógrafo en Logoi de Fernando Vallejo), cuyo propósito patriótico es dar cuerpo a una visión y a un sentimiento, y cuya diversidad de lenguas no impide la cohabitación, de modo que Rulfo vive en las mismas regiones que Beckett, Beckett en las mismas que Di Benedetto y Lispector, Proust en las mismas que García Márquez y Woolf, Modiano (aunque parezcan distantes) en las mismas que Wells.

Un comentarista de libros sólo debe lealtad a este continente imaginado: un continente en donde cada escritor ha acotado, fundado y trabajado su propio país. García Márquez, contra toda tiranía notarial, no es colombiano: es garciamarquiano.

Si la literatura no se aglutina ni por nacionalidad, ni por género, ni por período, ¿entonces de qué categorías nos vamos a fiar? ¿Cómo se administra la avalancha de novelas, poemas y piezas de teatro que se ofrecen en un vistazo a un lector voraz? La literatura, sospecho, es una extensión del sueño y del deslumbramiento, de modo que es posible comprenderla y sentirla según la especie de sueño en que se embarque y del tipo de deslumbramiento que incite: por su atmósfera, por sus efectos, por sus resonancias, por su grado de sensibilidad. Concebir una taxonomía según un conjunto limitado de nomenclaturas es una labor en el vacío: en cambio, para apreciar un libro, habría que fijarse en la expresión de la experiencia, en la cadencia de las oraciones, en sus averiguaciones cognitivas, en los diálogos de la alusión, en los ecos de la etimología. Dice Peter Handke: «Espero de una obra literaria una novedad para mí, algo que, aunque sólo escasamente, produzca un cambio en mí; algo que me vuelva consciente de una todavía no pensada, todavía no consciente posibilidad de la realidad; una nueva posibilidad de mirar, de hablar, de pensar, de existir. Espero de la literatura que rompa todos los aparentemente definitivos conceptos del mundo». Colapsar el hábito, renovar la percepción, escarbar los extramuros: si un libro no consigue cribar y remover las formas heredadas, si no consigue adentrarse en los modos del sueño, de poco le vale el consuelo de venir de Colombia, de Noruega o de Tangamandapio.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

Temas recomendados:

 

Cesar(uyih4)22 de septiembre de 2024 - 11:38 a. m.
De acuerdo. En rigor, un buen libro lo es también independiente del tiempo. Quizás aporte leer en esta columna una reseña profesional de un libro escrito por un colombiano que califique según el criterio recién expuesto. Debe haber alguno. ¿Ha escrito uno de estos libros el autor de esta columna?
Oscar(23792)21 de septiembre de 2024 - 11:50 p. m.
es como afirmar que el pensamiento tiene una cartografía delimitada por el ideario territorial de quienes deciden su destino...
Hernando(11399)20 de septiembre de 2024 - 10:14 p. m.
Que gran artículo y lo que plantea trasciende el ámbito literario, es inexplicable la creencia mediante la cual consideramos que justo en punta gallinas surge un viento que termina en Ipiales y que ese viento le concede a los colombianos virtudes superiores a las de los demás, ese absurdo se extiende a todos los paises porque todos creen lo mismo. La excelencia o la degradación nos cobija a todos por igual
luis(18551)19 de septiembre de 2024 - 09:33 p. m.
¿Literatura colombiana? Acabé de botar, estoy leyendo a Chejov, que también habla de los imbéciles.
OS(42236)19 de septiembre de 2024 - 08:23 p. m.
Buen trabajo contra esos regionalismos y nacionalismos que oscurecen tanto el placer lector como el intelectual que hurga en la condición humana desde el estilo y las metáforas. Hace unos días unas señoras se quejaban de la posible "descolombianización" de Cien años de soledad que puede sufrir la obra gracias a la adaptación de Netflix; esa obra es más universal que colombiana como lo revela su recepción en oriente medio, Rusia y Japón. Otra cosa será que la serie sea o no, una buena serie.
Ver más comentarios
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar