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                                                                                                                                  La literatura colombiana no existe

                                                                                                                                  En estas columnas y en las de Luis Fernando Charry, un comentarista cuyo nombre no quiero recordar se ha lamentado con amargura colombiana de nuestra dedicación a la lectura de oscuros autores extranjeros y de antigüedades como Cervantes en detrimento de nuestro mandato natural de reseñar e interpretar la obra de escritores colombianos. No conozco las razones de Charry para escribir sobre El licenciado Vidriera y no sobre El Cristo de espaldas (quizá sea porque le da la gana o porque un lector atento como él puede encontrar todavía elementos sin filo entre la tradición crítica sobre Cervantes), pero conozco las mías. O la mía, porque apenas es una: no creo que exista la literatura colombiana.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD
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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Sospecho que la literatura es un continente aparte cuya lengua franca es la imaginación (sus instrumentos de expresión, como la sinestesia, la perífrasis y la personificación, encuentran su cartografía y su cartógrafo en Logoi de Fernando Vallejo), cuyo propósito patriótico es dar cuerpo a una visión y a un sentimiento, y cuya diversidad de lenguas no impide la cohabitación, de modo que Rulfo vive en las mismas regiones que Beckett, Beckett en las mismas que Di Benedetto y Lispector, Proust en las mismas que García Márquez y Woolf, Modiano (aunque parezcan distantes) en las mismas que Wells.

                                                                                                                                  Un comentarista de libros sólo debe lealtad a este continente imaginado: un continente en donde cada escritor ha acotado, fundado y trabajado su propio país. García Márquez, contra toda tiranía notarial, no es colombiano: es garciamarquiano.

                                                                                                                                  Si la literatura no se aglutina ni por nacionalidad, ni por género, ni por período, ¿entonces de qué categorías nos vamos a fiar? ¿Cómo se administra la avalancha de novelas, poemas y piezas de teatro que se ofrecen en un vistazo a un lector voraz? La literatura, sospecho, es una extensión del sueño y del deslumbramiento, de modo que es posible comprenderla y sentirla según la especie de sueño en que se embarque y del tipo de deslumbramiento que incite: por su atmósfera, por sus efectos, por sus resonancias, por su grado de sensibilidad. Concebir una taxonomía según un conjunto limitado de nomenclaturas es una labor en el vacío: en cambio, para apreciar un libro, habría que fijarse en la expresión de la experiencia, en la cadencia de las oraciones, en sus averiguaciones cognitivas, en los diálogos de la alusión, en los ecos de la etimología. Dice Peter Handke: «Espero de una obra literaria una novedad para mí, algo que, aunque sólo escasamente, produzca un cambio en mí; algo que me vuelva consciente de una todavía no pensada, todavía no consciente posibilidad de la realidad; una nueva posibilidad de mirar, de hablar, de pensar, de existir. Espero de la literatura que rompa todos los aparentemente definitivos conceptos del mundo». Colapsar el hábito, renovar la percepción, escarbar los extramuros: si un libro no consigue cribar y remover las formas heredadas, si no consigue adentrarse en los modos del sueño, de poco le vale el consuelo de venir de Colombia, de Noruega o de Tangamandapio.

                                                                                                                                  Mi correo: juandtorresd@gmail.com

                                                                                                                                  En estas columnas y en las de Luis Fernando Charry, un comentarista cuyo nombre no quiero recordar se ha lamentado con amargura colombiana de nuestra dedicación a la lectura de oscuros autores extranjeros y de antigüedades como Cervantes en detrimento de nuestro mandato natural de reseñar e interpretar la obra de escritores colombianos. No conozco las razones de Charry para escribir sobre El licenciado Vidriera y no sobre El Cristo de espaldas (quizá sea porque le da la gana o porque un lector atento como él puede encontrar todavía elementos sin filo entre la tradición crítica sobre Cervantes), pero conozco las mías. O la mía, porque apenas es una: no creo que exista la literatura colombiana.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD
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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Sospecho que la literatura es un continente aparte cuya lengua franca es la imaginación (sus instrumentos de expresión, como la sinestesia, la perífrasis y la personificación, encuentran su cartografía y su cartógrafo en Logoi de Fernando Vallejo), cuyo propósito patriótico es dar cuerpo a una visión y a un sentimiento, y cuya diversidad de lenguas no impide la cohabitación, de modo que Rulfo vive en las mismas regiones que Beckett, Beckett en las mismas que Di Benedetto y Lispector, Proust en las mismas que García Márquez y Woolf, Modiano (aunque parezcan distantes) en las mismas que Wells.

                                                                                                                                  Un comentarista de libros sólo debe lealtad a este continente imaginado: un continente en donde cada escritor ha acotado, fundado y trabajado su propio país. García Márquez, contra toda tiranía notarial, no es colombiano: es garciamarquiano.

                                                                                                                                  Si la literatura no se aglutina ni por nacionalidad, ni por género, ni por período, ¿entonces de qué categorías nos vamos a fiar? ¿Cómo se administra la avalancha de novelas, poemas y piezas de teatro que se ofrecen en un vistazo a un lector voraz? La literatura, sospecho, es una extensión del sueño y del deslumbramiento, de modo que es posible comprenderla y sentirla según la especie de sueño en que se embarque y del tipo de deslumbramiento que incite: por su atmósfera, por sus efectos, por sus resonancias, por su grado de sensibilidad. Concebir una taxonomía según un conjunto limitado de nomenclaturas es una labor en el vacío: en cambio, para apreciar un libro, habría que fijarse en la expresión de la experiencia, en la cadencia de las oraciones, en sus averiguaciones cognitivas, en los diálogos de la alusión, en los ecos de la etimología. Dice Peter Handke: «Espero de una obra literaria una novedad para mí, algo que, aunque sólo escasamente, produzca un cambio en mí; algo que me vuelva consciente de una todavía no pensada, todavía no consciente posibilidad de la realidad; una nueva posibilidad de mirar, de hablar, de pensar, de existir. Espero de la literatura que rompa todos los aparentemente definitivos conceptos del mundo». Colapsar el hábito, renovar la percepción, escarbar los extramuros: si un libro no consigue cribar y remover las formas heredadas, si no consigue adentrarse en los modos del sueño, de poco le vale el consuelo de venir de Colombia, de Noruega o de Tangamandapio.

                                                                                                                                  Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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