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En una carta pedagógica, Italo Calvino, entonces lector de manuscritos de la editorial Einaudi, conminaba a Primo Levi a perseguir su signo mitológico evocando el ejemplo de Borges, «que utiliza las sugestiones culturales más dispares y transforma cualquier invención en algo que es exclusivamente suyo, ese clima enrarecido que es como la sigla que hace reconocibles las obras de todo gran escritor». Alguna página de El canon occidental de Bloom defiende la noción análoga de que el aspecto que engendra al ingenio es la rareza, una rareza que insinúa por igual escasez y extrañeza. Sospecho, en línea con las palabras de los muertos, que la virtud y la energía de la rareza derivan en gran medida de la pericia para transformar la realidad en un frente de sueño.
Segismundo termina con estos octosílabos su soliloquio en La vida es sueño: «¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son». Si toda la vida es sueño, la literatura proyecta apenas la duplicación de su mecanismo, la intensificación, lírica, grotesca, de su método: con los ojos cerrados y la mirada vuelta hacia el interior, componer con las imágenes de la vigilia —y con las de la noche que improvisan su entrada por los oídos— una zona de distorsiones donde las figuras abruptas resultan familiares al corazón y extrañas a los ojos. Después de todo, la literatura sí imita a la naturaleza: a la naturaleza ondulante del sueño. Realismo del real sueño.
Para internarse en la geografía ultraterrenal de su Comedia, Dante tiene que verificar su estado de sueño: «De cómo entré no puedo decir nada, / el sueño me embargaba por completo / al apartarme de la buena senda». Molloy y Malone, en Molloy y Malone muere, ignoran los medios por los que fueron depositados en sus habitaciones; acogidos por el reino del sueño, asumen el rigor de la muerte y entretienen la pena con juegos de guijarros en sus burbujas de amnesia, una amnesia apacible, tolerable, refrescante, en la medida justa para reavivar las figuras y los actos de la experiencia con su transformación en densas siluetas flexibles. Es fácil asignar al hombre infortunado que anhela una casa en Una casa para el señor Biswas y al hombre con alas de aire de Canción de Salomón un lugar en el reino del sueño, aunque el papel, amagando con cartografías terrenales, establezca sus lugares de origen en la isla de Trinidad y en el estado de Michigan. En País de nieve, los pasajeros de cierto vagón de tren sólo laten de verdad cuando se entreveran, sobre la superficie opaca del cristal de la ventana, con la penumbra que se impone afuera sobre las montañas y entre los árboles, «en una suerte de mundo sobrenatural y simbólico que ya no es de aquí». Que la exploración de la realidad parte de su deformación en sueño parece un principio de la operación literaria: señal de que el deslumbramiento superior, como intuía Dante, pasa por los senderos alterados del infierno.
Que la literatura es un ejercicio de sueño y variación está lejos de ser una anomalía: los vivos pasan más tiempo muertos que vivos, constituyen una horda de fantasmas, una ráfaga de transparencias, son más onda y trueno que carne y hueso. Dice Próspero, nos dice Shakespeare, en un monólogo de melancolía: «Somos del material con el que se fabrican los sueños, y nuestra pequeña vida se redondea con el sueño». Escudriñar la vocación de traslucidez de los cuerpos con todas las formas de la poesía es incluso más preciso en espíritu y modo que reportar la realidad, con sus señas duras y confiables de hora y lugar, con un despacho periodístico.
En busca del tiempo perdido abre con una incursión en el sueño, cuyos instrumentos de desdoblamiento deparan las turbulencias del tiempo y el espacio: en el sueño tiene lugar la rotación abrumadora de los muebles y las configuraciones de las habitaciones donde se ha dormido desde la infancia, en Combray; en el sueño se dispersa la identidad, que sólo recobra un orden —reformado ahora por los embates de la cronología y el recuerdo, transfigurado por las visitas suprabiográficas a las cavernas— con la recomposición del mundo presente que trae el despertar. El sueño, sinuoso y dilatado en ramificaciones sobre las que es posible dar brincos monumentales, es la pasarela hacia la memoria. Auden canta en En memoria de W. B. Yeats que el tiempo venera al lenguaje, que el tiempo se subordina al lenguaje: junto al lenguaje, aun en su interior, adentro de los adentros, está el sueño.
El culto del sueño por la deformación entraña también la posibilidad de extraer de una deformación otra deformación: entraña la posibilidad de un número infinito de deformaciones. El siglo XX cristalizó esa posibilidad en las pesadillas de parálisis, de reiteración, de escarmiento, de Kafka.
Fe de erratas: En la columna pasada, al señalar la inexactitud de la traducción de Juan Forn de las palabras «signal stop» por «cruce», afirmé por trasposición castellana y por torpeza que se trataba de una «señal de pare». Subsano el error: en el argot ferroviario (en cuya atmósfera se dan estas palabras) significa «casa de controles» o «casa de palancas». En todo caso, un objeto más sustancial que un simple «cruce».
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