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El tiempo, la muerte, el exilio, el amor, la primacía de la poesía sobre la historia: ésos son los temas de la obra de Joseph Brodsky (Leningrado, 1940; Nueva York, 1996), repartida en unos pocos pero sustanciosos libros de poesía y ensayo. Son los temas de un poeta cuyo arte y cuyo ingenio siempre fueron más anchos y más profundos que sus circunstancias históricas.
Hijo único de padres judíos, Brodsky fue acusado en su juventud de parasitismo por la entonces dictadura soviética (era un poeta vagabundo que publicaba en los clandestinos samizdat, se dijo en su juicio, y por lo tanto inútil para el tren del progreso) y condenado a trabajos forzados en Norenskaia, en el gélido norte ruso. Porque era orgulloso y desdeñoso de la condición de víctima y quizá porque no conviene premiar a los tiranos con una admisión de dolor, Brodsky decía que sus años en esos tristes campos remotos habían sido los mejores de su vida. Liberado por presión de figuras internacionales, siguió siendo vigilado. En 1972, como anota Lev Loseff en Joseph Brodsky: A Literary Life, las autoridades soviéticas le sugirieron con afabilidad que se largara del país. Brodsky nunca volvió a la Unión Soviética; en numerosas ocasiones las autoridades les negaron a sus padres los permisos para viajar y reunirse con su hijo; primero la madre y luego el padre, murieron sin verlo de nuevo.
En Estados Unidos, primero en Ann Arbor y luego en Nueva York, Brodsky hizo una vida como profesor universitario, escribió ensayos en inglés y poemarios en ruso (traducidos al inglés, su lengua de adopción, como A Part of Speech, To Urania, So Forth), ganó el Nobel y ensanchó su reputación de imbatible poeta ruso (en 1996, poco antes de su muerte, J. M. Coetzee escribió en New York Review of Books, en su crítica sobre Del dolor y la razón, el segundo libro de ensayos de Brodsky, que sólo por haber juntado en su poesía las tradiciones inglesa y rusa, Brodsky “ya se merece un puesto junto a Pushkin”). De tarde en tarde iba a los puertos y contemplaba el agua gris con sus nudos de gaviotas, como en sus viajes frecuentes a Venecia. En su estudio, en la quietud de una noche de enero de 1996, su vida acabó (era un fumador de profesión con un corazón frágil de inclinaciones mortales) en un paro cardiaco.
Su poesía, a pesar de su calvario personal, no acoge los tonos de la denuncia y la queja y el panfleto, sino los de la elegía y la metafísica y la mitología y la música (aquí recita uno de sus poemas, Nature morte: lo canta, más bien).
Brodsky suponía que la poesía era la aspiración de aspiraciones y que, por lo tanto, la historia, tanto personal como social, estaba supeditada a ella. Sobre los poetas rusos Osip Mandelstam, Anna Ajmatova y Marina Tsvetaeva, arruinados hasta la muerte por la dictadura soviética, Brodsky escribe en uno de los ensayos de Menos que uno (Less than one, 1986, la traducción es de Roser Berdagué): “Todos ellos habrían sido los que fueron en realidad aunque no hubiera ocurrido ninguno de los hechos históricos que vivió Rusia durante el presente siglo. Y fue así porque estaban dotados, puesto que el talento no necesita para nada de la historia”.
Brodsky está casi en las antípodas de Alexandr Solzhenitsyn (Archipiélago Gulag, Un día en la vida de Iván Denísovich), cuyo lenguaje se funda en la denuncia política y anhela el impacto público: Brodsky es, en cambio, un poeta de las convulsiones individuales e intemporales, del agua y de la luz y del dolor que procede del amor y el duelo (es posible que el examen poético de las grietas individuales derive en la erosión del aparato público, pero ése es otro tema). En Marca de agua (1992, traducción de Hernando Valencia Goelkel) Brodsky se define así, parafraseando a Akutagawa: “No soy un hombre moral ni un sabio; no soy un esteta ni un filósofo. Sólo soy un hombre nervioso”.
Para este manojo de nervios, lo que más cuenta es la visión particular del artista (su misión es alimentar esa visión y serle fiel a toda costa). “La realidad por sí misma no vale un comino”, escribe Brodsky en uno de sus ensayos. “Es la percepción lo que eleva la realidad a significado”. Para convertirse en significado, esa percepción debe ser trabajada, deformada, trasladada a otro ámbito, otro código, donde pueda tomar la forma de una canción y extender sus estrechos límites históricos.
Brodsky consigue esa hazaña con una variedad de registros poéticos. Uno es el amoroso (o nostálgico o apesadumbrado: nostalgia y pesadumbre son los funcionarios funerarios del amor), que resuena en poemas como Seis años después (“Tan larga había sido la vida juntos / que ella y yo, con nuestras sombras conjuntas, habíamos compuesto / una doble puerta, una puerta que, aunque estuviéramos / hundidos en el trabajo o el sueño, siempre estaba cerrada: / de algún modo sus mitades fueron divididas y caminamos / a través de ellas hacia el futuro, hacia la noche”) y Sobre el amor, donde cuenta un sueño: “Y con la luz encendida / sabía que te dejaba sola ahí, / en la oscuridad, en el sueño, donde en calma / esperarías mi regreso, / sin tratar de reprocharme o amonestarme / por ese hiato anormal. / Porque la oscuridad restaura lo que la luz no puede reparar”.
Brodsky también acude al código de la elegía, de la especulación lírica, para examinar su realidad. En El fin de una era bella, escribe: “¿O debería irme a través de las aguas, / como Cristo? De cualquier modo, en estos barrios alabados, / los ojos alelados por el hielo y el trago / te reprocharán igual por lo que sea que escojas: / rieles sin rastro, aguas sin rastro”. En Me siento junto a la ventana dice: “Me siento en la oscuridad. Y sería difícil descifrar / qué es peor: la oscuridad de adentro o la oscuridad de afuera”. En Nature morte (un poema quizás inspirado por la lectura de Malone Dies de Beckett) se eleva una voz existencial: “Polvo. Cuando se encienden las luces / no hay más que polvo [...]. / Las cosas no se mueven ni se ponen de pie. / Ése es nuestro delirio”.
Y en 24 de mayo de 1980, quizá su mejor muestra de lirismo, escribe: “He mordisqueado el pan del exilio: está rancio y cundido de verrugas. / Le he otorgado a mis pulmones todos los sonidos salvo el aullido; / me he reducido a un murmullo. Ahora tengo cuarenta años. / ¿Qué debo decir sobre la vida? Que es larga y aborrece la transparencia. / Los huevos rotos me entristecen; el omelette, sin embargo, me hace vomitar. / Pero hasta cuando rellenen mi laringe con arcilla café / sólo gratitud saldrá de ella”.
La maravilla poética de Brodsky (cuyas traducciones al español, especialmente las de su poesía, son inexistentes en las librerías bogotanas y también en las del resto de ciudades principales) reside en que manipula su medio a su antojo. En sus manos, el aparato de la poesía es ágil, ingenioso, flexible y dúctil, hasta el punto que pareciera que sólo con sus elecciones formales, con ese metro y en ese número de estrofas y en ese tono, se pueden alcanzar los confines de su objeto. Brodsky, como buen poeta (y a pesar de los numerosos tropiezos lingüísticos en las traducciones de su poesía al inglés, que él revisó e incluso ejecutó personalmente y que fueron su canal de comunicación con el mundo literario occidental), da la sensación de que ha fatigado las posibilidades de su tema y de que sólo queda ir en contra de él, merodeando por sus arrabales, para allanar nuevos caminos.
En De Odiseo para Telémaco, que describe la añoranza de un padre por su hijo, usa el código que, creo, mejor demuestra sus habilidades de deformación, el mitológico: “Para el vagabundo las caras de todas las islas / se parecen unas a las otras. Y la mente / se tropieza, enumerando olas; los ojos, sensibles por tanto horizonte de mar, / se escapan, y la carne del agua colma los oídos [...]. / Crece entonces, mi Telémaco, vuélvete fuerte. / Sólo los dioses sabrán si nos encontraremos otra vez”. En Cartas a un amigo romano, el mismo código se emplea para hablar de la política y el exilio, del suyo, de todos: “El que vive distante de las tormentas de nieve y del César, / no tiene necesidad de afanarse, lisonjear, pasar por cobarde. / Podrás decir que los gobernadores locales son buitres. / Yo, por mi parte, prefiero un buitre a un vampiro”.
Podría argüirse que en estos poemas hay denuncia y queja, que son, después de todo, versos políticos. Sí, pero su alcance es mucho mayor que el de un panfleto de manual donde se hubieran reemplazado los nombres de Odiseo y Telémaco por los de Brodsky y su hijo y el del César por el de Khrushchev y donde la metáfora hubiera sido desplazada por la confesión a secas: sumergido en su código mitológico y clásico (Brodsky fue un lector dedicado de Propercio, Horacio y Ovidio), el poema expresa las porosidades del poder y las sensaciones del exilio en un campo imaginativo que supera sus meras circunstancias de tiempo y espacio, como si se tratara de un problema original y esencial de la naturaleza humana, condenado a repetirse sin cesar. A eso mismo se refiere el poeta polaco Zbigniew Herbert, a quien Brodsky admiraba, cuando habla de negarse a escribir durante la posguerra en el léxico del reclamo y la protesta: “No escribí de ese modo porque quería otorgar una visión más amplia a la situación vivida, específica e individual, o más bien porque quería mostrar sus perspectivas generales más profundas”.
Como en el caso de los poemas de Seamus Heaney en North (1975), que tratan el conflicto irlandés con una visión que se alimenta de los mitos y los descubrimientos arqueológicos, el fondo de los poemas de Brodsky consigue su elevación gracias, ante todo, a la escultura de la forma. Cada registro poético al que acude (mitológico, elegíaco, en fin) es como un cincel, limpio y afilado, que da volumen y vida y dirección a las maderas bastas. Sin la escultura de la forma, sin el estilo, que es una visión de mundo y una jerarquía rítmica de los elementos de la vida, no habría más que una sustancia floja y fría.
Y vuelvo a la idea que esbocé en los primeros párrafos: es gracias a estas numerosas variaciones del estilo que la poesía supera a la historia. Es la percepción poética de Brodsky la que descubre y determina la asociación entre dos imperios (el soviético y el romano; a veces incluso el ruso y el bizantino) que viven y se extienden en espacios y tiempos distintos y distantes. La poesía puede agrupar la historia y reordenarla como quiera en los moldes poéticos que se ha inventado; es su amaestradora y a veces su mejor exégeta; puede recorrerla y hacerla caber entera en un verso o en un par de líneas (Virginia Woolf lo consigue en cierto párrafo inicial de Mrs Dalloway donde avanza desde el presente hasta un remoto futuro de cenizas y polvo en cinco líneas).
Algo parecido escribe W. H. Auden en En memoria de W. B. Yeats, que causó tantas epifanías en Brodsky cuando lo leyó por primera vez en su exilio de parásito: “El tiempo, que es intolerante / con los valientes e inocentes / e indiferente en una semana / a un físico hermoso, / venera al lenguaje y perdona / a todo el que vive a su sombra”. El tiempo (o la historia) venera al lenguaje: el lenguaje tiene esencia de dios.
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