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Costas extrañas

Los peligros de las etiquetas literarias

J. D. Torres Duarte
27 de noviembre de 2024 - 05:05 a. m.
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“Desde el Congreso se podría impulsar una ley para «prohibir el uso, porte y mención del realismo mágico». #BeRealNotMagic”: J. D. Torres
“Desde el Congreso se podría impulsar una ley para «prohibir el uso, porte y mención del realismo mágico». #BeRealNotMagic”: J. D. Torres
Foto: Pablo Arellano / Netflix

En los años sesenta, cuando el mundo había vuelto a empezar, Martin Esslin acuñó el término «teatro del absurdo» para referirse a un grupo de escritores contemporáneos cuyas obras describían situaciones que se resistían a los confines de la razón —de la razón dramática, se entiende—. La categoría —a la que Esslin dotó de una estirpe de prestigio entre la que se contaban Kierkegaard, Kafka, Shakespeare y hasta Chaplin— proliferó entre los lectores de sueldo y de afición, y todavía, a pesar del empeño de cierta academia y de cierta crítica, se habla de Beckett, Ionesco, Adamov, Genet y Pinter como «representantes del teatro del absurdo».

La categoría, más pronto que tarde, debería suprimirse: etiquetar un trabajo literario comporta más peligro que provecho. Aunque el agrupamiento que propone Esslin —aludiendo, por cierto, a la discusión sobre el absurdo que desgranó Camus casi veinte años antes en El mito de Sísifo— permita el estudio de algunos aspectos relevantes de esas obras, su efecto es sobre todo de uniformidad: bajo el argumento de que comparten rasgos formales, la etiqueta fomenta la ilusión de un vínculo sólido entre esas obras y esos escritores. Pero en el fondo —y aun con frecuencia en la forma— Genet difiere de Adamov; Pinter, de Genet; Adamov, de Beckett; Ionesco, de Pinter; Beckett, de Ionesco. La uniformidad conduce además al olvido de los rasgos intransferibles de esas obras, de esos escritores. La mención juiciosa que hace Esslin de un sinnúmero de escritores y movimientos artísticos del pasado que admitieron el absurdo en sus operaciones estéticas da también una pista de su equívoco: el «teatro del absurdo» no es una escuela dramática del siglo XX, una pandilla de existencialistas de posguerra que encontraron en el teatro una vía de fuga para los malestares del corazón, sino una tradición que se remonta a los griegos y a los arlequines y que podría ampararse bajo el bello, simple y antiguo nombre de «literatura».

Las etiquetas literarias —que también suelen referir un origen regional o comunitario: «teatro mexicano», «novela afroamericana»— sugieren además que se ha alcanzado un límite: que la obra en cuestión no sólo cabe entera en esa etiqueta, en ese membrete feroz, sino que carece del ímpetu para dilatarse hacia el campo más grande y general de la literatura. Esa sospecha de pequeñez es justa y proporcional cuando se trata de libros cuya resonancia se restringe a la denuncia —como Las estrellas son negras o La vorágine o tres cuartos del teatro colombiano—o al retrato de la vida nacional sin densidad imaginativa—como Una holandesa en América o Manuela o los pastiches rulfo-garciamarquianos de David Sánchez Juliao—; es injusta y desproporcionada cuando se trata de trabajos que han aprovechado los accidentes de su origen y de su entorno para incursionar en campos amplios de la percepción, como Suenan timbres, Morada al sur, Siervo sin tierra y Cantos populares de mi tierra. Imponer a un libro de respiración ancha y libre una nacionalidad o una tendencia de temporada no significa encontrar su cifra: significa someterla al desprecio, al ensombrecimiento, a la devaluación y al sofoco. Beckett —para regresar al absurdo del «teatro del absurdo»— rebasa la categoría de Esslin y va a instalarse, con su cara de pájaro nocturno, junto a Shakespeare y Rabelais.

La obstinación por empapelar una obra con el nombre de un movimiento o de una moda conduce también al estigma y la incomprensión. Bajo el influjo de las etiquetas, miles de lectores abordarán grandes obras de la literatura con cautela y prejuicio —si llegan siquiera a abordarlas antes de que la etiqueta los abrume o los aburra— y se perderán del descubrimiento de numerosos rasgos que fatigan e incluso rebaten la personalidad breve y miope que les asigaron sus establos.

Parece una pelea menor y anacrónica, pero es mayor y actual: las etiquetas hibernan, pero no mueren. A propósito del inminente estreno en Netflix de la adaptación serial de Cien años de soledad, ha irrumpido de nuevo en la conversación el «realismo mágico», una etiqueta sin sentido ni sustancia que se ha estirado hasta la náusea, desde los tiempos matriarcales de Carmen Balcells, para convencernos de que las invenciones de García Márquez son un fenómeno de la imaginación exclusivo de América Latina y para exprimir hasta el último centavo su talento literario y su buena estrella. Pero ni García Márquez necesita a estas alturas establecer su nombre con ventas astronómicas ni las vírgenes voladoras son propiedad de la tradición latinoamericana, de modo que ha llegado la hora de despedir, con un entierro de trámite y sin mucho llorarla, la etiqueta del «realismo mágico». Mencionar y mencionar el «realismo mágico» por la radio y en la televisión, con la convicción de que se está diciendo algo y se está haciendo patria, no trae ningún provecho y sí una cascada de malentendidos y omisiones: el cliché del «realismo mágico» oculta la relación de la obra con un rico linaje de libros medievales —algunos religiosos, como Las florecillas de San Francisco y los bestiarios—, con los cuentos fantasmales del siglo XIX, con Proust, con Las mil y una noches, con la Biblia; el cliché del «realismo mágico» asume que todo movimiento de irrealidad es mágico —es decir: hiperbólico, azaroso y sacado de la chistera— aunque sea consecuente y poético.

Desde el Congreso se podría impulsar una ley para «prohibir el uso, porte y mención del realismo mágico». #BeRealNotMagic. ¿Por qué no? Tiempo tienen, de sobra, sobre todo los del Partido Liberal: nadie con urgencias por resolver se habría puesto en la tarea de urdir un proyecto de ley (con el límpido numeral #LeyLetrasDecentes) que prescribe lo que se puede y no se puede cantar en una canción.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

Nota: Esta columna entra en un descanso. Volverá en enero.

 

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