Costas extrañas

Notas sobre el amor desquiciado

J. D. Torres Duarte
11 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.
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Quien haya padecido un amor juvenil entenderá sin obstáculos La puerta estrecha de André Gide.

La novela fue publicada hace ciento diez años. Gide solía calificarla como una sotie, una heredera moderna de las piezas cómicas de la Edad Media donde participaban bufones charlatanes, vestidos con simpleza y locos. Su propósito era entretener con un discurso desorientado e incoherente, como Vladimir y Estragón en Esperando a Godot. En manos de Gide, que falleció en 1951 en Francia, la sotie se convierte en un género dramático, un drama hiperbólico, como el del amor pueril, pero al fin y al cabo risible.

Jérôme y Alissa son primos; cuando comienza el relato tienen doce y catorce años; cuando acaba tienen veinticinco y veintisiete. Su amor parece predestinado a consumarse en el matrimonio y sus familias lo estimulan sin recato. Apegado al proceso, Jérôme —que narra la primera parte— espera el momento ideal para pedir su mano. Cuando cree que es apropiado, y siente de golpe un ansia por no perder más tiempo, se arroja. Alissa rechaza su petición. A pesar del amor que tiene por él, cree que es muy prematuro. Desde entonces, a lo largo de trece años, su amor evoluciona hasta el punto de la absoluta indiferencia y el afecto sin riendas.

Las razones de Alissa para evadir el matrimonio son, en principio, de corte religioso. Su búsqueda de Cristo, en ocasiones obsesiva, la lleva a suponer que la dicha fácil es siempre motivo de desconfianza. De ahí el título, que viene de un versículo de Mateo: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición”. Comprometerse con Jérôme significaría dar un paso bajo el umbral de la puerta ancha. Debe haber, entonces, cierta dificultad, cierto dolor, para que su amor sea a la vez el encuentro de Cristo y la unión fraternal.

Pero Jérôme riñe con esa pretensión. “Nunca te dejaré”, dice a Alissa. “¿No eres tan fuerte para caminar solo? Es en soledad que cada uno llega a Dios”. “Pero eres tú quien me muestra el camino”. “¿Por qué buscas otro guía que no sea Cristo?” De entrada, su concepción del amor es opuesta, y el amor platónico que se confesaban en principio comienza a tomar la forma de una broma insoportable ambientada, por cierto, en el soleado campo francés.

Jérôme acepta, hasta cierto punto, que el amor es difícil de obtener. “Huí […] pensando que la merecería aún más si me alejaba pronto de ella”, escribe. Cuando intenta describir a Alissa, es incapaz de esbozar alguno de sus rasgos y sólo puede compararla con una estatuilla que se parece, según sospecha, al amor lejano de Dante, Beatriz. Alissa parece más una imagen inerte que un cuerpo que cambia, palpable. Ella misma lo recalca hacia el final de la primera parte: “Te enamoras de un fantasma […]. De una figura imaginaria […]. La Alissa que tú dices amar todavía, no está más que en el recuerdo”.

El amor de Jérôme se muestra sólido, casi inamovible. En cambio, el de Alissa es desordenado, dubitativo e inconstante. “Un día le pregunté si deseaba viajar”, cuenta Jérôme. “Me dijo que no deseaba nada, y que le bastaba con saber que esos países existían, que eran bellos y que otros tenían permitido visitarlos…”. Pasa algo similar con su amor: le basta con saber que existe, que Jérôme está vivo y que otros tienen permitido amarlo (en algún punto, incluso, le pide que se case para poder ser la madrina de su primera hija). Poner su amor en práctica sería pervertirlo.

Los ejemplos de su inconstancia abundan, sobre todo en la segunda parte, que contiene fragmentos de los diarios de Alissa. Un día confiesa su animadversión en una carta: “No quisiera herirte, pero he llegado a no desear tu presencia […]. Si supiera que vienes esta tarde, huiría”. En su diario escribe: “Nunca lo he amado tanto”. Sólo algo más atrás decía: “A veces dudo si esto que siento por él es aquello que llaman amor […]. Quisiera que no se dijera nada y amarlo sin saber que lo amo. Sobre todo quisiera amarlo sin que él lo sepa”. Más adelante: “Dios, sabes que necesito a Jérôme para amarte”. Más tarde parece arrepentirse: “¿Cuál es la necesidad de exagerar delante de Jérôme sobre mi virtud? ¿Qué precio puede tener una virtud de la que reniega mi corazón?”

Por eso, Alissa parece albergar al sot, al bufón. Su monólogo, confuso y molesto, se tambalea de idea en idea sin encontrar un puerto. No se trata de un defecto, creo: es posible que su indecisión sea una ventaja para iluminar respuestas inéditas. La idea, por ejemplo, de que el amor más auténtico es aquel que se vive con cierta lejanía es tan compatible como la de que el amor lejano es un asunto de tontos endebles que buscan una recompensa celestial por su sacrificio terrenal. Su amor a tumbos pretende ser una alternativa al guion prescrito del matrimonio y el amor en pareja, pero se obsesiona a la vez por una búsqueda de Dios que restringe todos sus movimientos.

La puerta estrecha no es la mejor obra de Gide. El inmoralista, escrita siete años antes, tiene un discurso más sugerente y una estructura más arriesgada, y carece de los adornos retóricos que convierten a La puerta estrecha, en ocasiones, en un relato sensiblero. Sin embargo, sus orígenes cómicos permiten reconocerla como uno de los antecesores peculiares del absurdo (es tan absurdo que, aunque tiene apenas veintisiete años, Alissa está convencida de que la razón por la que Jérôme podría dejar de amarla es porque se ha vuelto vieja). De ese absurdo nos enteramos en las primeras páginas: “¿Qué quieres que te diga, mi amigo? Todo aquello es pura comedia”.

CODA

Arcadia publicó una lista extensa de obras de escritoras en español que vale la pena leer. Agrego aquí, de manera arbitraria, una estadounidense: Geography III de Elizabeth Bishop. De sus poemas, quizás el más popular es Un arte: “El arte de perder se domina con facilidad: / tantas cosas parecen decididas a extraviarse / que su pérdida no es ningún desastre”.

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