Cuando Gregor Samsa se despierta convertido en un monstruoso insecto en La metamorfosis, su reacción no es de frenesí sino de incredulidad. “¿Qué tal si siguiera durmiendo un poco y olvidara todas esas bobadas?” dice. Y un poco más adelante: “Esto de levantarse temprano le vuelve a uno idiota”. Ante él se levantan, sin embargo, sus múltiples patas en alboroto, las estrías asquerosas de su vientre, el dolor sordo en el flanco. En esa paradoja está la esencia de la literatura fantástica.
Un cojonal de sucesos increíbles le ocurren a Samsa, pero él responde como si fuera un día corriente del calendario cristiano: debe ser un resfriado, se deberá a que soy viajante y la sudo tanto, me pongo en pie y se me quita. Penetra en la zona salvaje con la esperanza de que la razón resolverá sus pesares. Por eso el relato oscila entre la desgracia y la comedia: uno lamenta su declive mientras se ríe de su método para detenerlo, tan eficaz como vaciar el mar con un balde y un cucharón de sopa.
Esas paradojas están expresadas de un modo peculiar: como si de verdad Samsa se hubiera convertido en un insecto, como si no hubiera nada de qué sorprenderse. No es extraordinario ni sobrenatural: así pasó. Kafka cuenta con rostro de piedra una historia donde los territorios del más allá y del más acá se encuentran sin distinguirse. Tranquilina Iguarán también contaba así sus historias.
La metamorfosis no se pregunta cómo se convirtió Samsa en un insecto (al final, eso es lo de menos), sino qué le ocurriría al transformarse en uno. Para eso, Kafka sumerge un evento extraordinario en los pantanos de lo ordinario: dos padres y una hermana que dependen del trabajo de Gregor, un jefe tiránico, un oficio desgastante. Desde entonces hasta su muerte, sus sufrimientos serán tan comunes como los de un humano apartado y en absoluta desolación. El insecto no sufre por ser insecto, sino por ser demasiado humano.
En El hombre invisible de H. G. Wells el resultado es parecido. Griffin consigue la invisibilidad en un mundo visible: no puede comer porque los trozos de comida bajan a plena vista por su esófago y no puede dormir porque sus párpados transparentes no detienen la luz; como ponerse ropa lo delataría, anda desnudo y por lo tanto asaltado por una gripa incesante. Cosecha rabia y rencor. Se parece en su condición de eterno marginal a Meursault de El extranjero. Cortázar acude al mismo procedimiento en Axolotl, donde un hombre, tras contemplar por días a los ajolotes en un Jardin des Plantes, ha tomado de golpe la forma de uno de ellos, pero no puede evitar pensar como cuando era hombre. Convertido en animal de agua, sufre como una bestia de tierra.
La literatura fantástica, además de descoyuntar la naturaleza física de las cosas, también se permite manipular el tiempo, como hace Borges en El milagro secreto. El traductor y escritor Jaromir Hladík será fusilado, no ha terminado su drama Los enemigos, pide a Dios un tiempo para acabarlo, y justo cuando las armas se alzan contra él en el pelotón de fusilamiento el espacio físico se detiene (el detalle de la sombra imperturbable de una abeja es sorprendente). Paralizado, Hladík compone el resto de su drama en su mente, componiendo y rectificando hexámetros. Pero el hecho fantástico está atravesado por un destino trágico: ahí están los hombres, ahí están los fusiles, la orden fue dada. Detener el tiempo no detiene su fatalidad.
La fantasía no opera sólo como un divertimento: es una forma alterna de sondear la realidad (o bueno: eso que salta ante los ojos con aparente coherencia). Unos usan un microscopio; otros, una máquina colosal que escupe protones; otros, una imaginación afín a las torceduras. Sin la transformación de Samsa, Kafka no habría pintado todas las caras del rechazo y la extranjería; sin la invisibilidad de Griffin, Wells habría contado con menos suerte al diseccionar la degradación del poder; sin el orgulloso fenómeno de circo que se expone a prolongados ayunos en Un artista del hambre, Kafka no habría iluminado tan bien la desilusión y el disgusto innato de los humanos ante el mundo.
Es como si para encontrar alguna verdad, o al menos para formular una buena pregunta, o al menos para consolarse ante el desastre diario, la literatura tuviera que zafarse de las restricciones de la lógica y la física. Escribir sería, entonces, una reformulación de los cimientos: el tiempo, el espacio, la materia física palpable. Podría decirse incluso que escribir literatura (que haber creado ese aparato llamado literatura) es fantástico, que haber inventado las palabras fue ya el mayor acto de fantasía: darles nombres a las cosas, sin que el rostro se congestione ni muestre sorpresa, a pesar de que ninguna cosa tiene nombre sobre la Tierra y el vasto negro del universo.
Coda
Gracias a todos por sus comentarios en la columna anterior sobre Conrad. Gines recomendó leer “El negro del Narciso” y “Lord Jim”. Manuel Fernando propuso “El pirata” (que en efecto es de 1923, un año antes de la muerte de Conrad); Mauricio mencionó “El agente secreto”; Esteban Carlos (no he leído ni a Greene ni a Le Carré, pero lo haré) recomendó “Nostromo”. Carlos Alberto puso en la mesa un título sobre la colonización africana: “El sueño del celta” de Vargas Llosa. Ahora pregunto: ¿recuerdan buenos cuentos fantásticos? ¿Cuáles recomiendan? Recomiendo La nariz de Gogol.
Cuando Gregor Samsa se despierta convertido en un monstruoso insecto en La metamorfosis, su reacción no es de frenesí sino de incredulidad. “¿Qué tal si siguiera durmiendo un poco y olvidara todas esas bobadas?” dice. Y un poco más adelante: “Esto de levantarse temprano le vuelve a uno idiota”. Ante él se levantan, sin embargo, sus múltiples patas en alboroto, las estrías asquerosas de su vientre, el dolor sordo en el flanco. En esa paradoja está la esencia de la literatura fantástica.
Un cojonal de sucesos increíbles le ocurren a Samsa, pero él responde como si fuera un día corriente del calendario cristiano: debe ser un resfriado, se deberá a que soy viajante y la sudo tanto, me pongo en pie y se me quita. Penetra en la zona salvaje con la esperanza de que la razón resolverá sus pesares. Por eso el relato oscila entre la desgracia y la comedia: uno lamenta su declive mientras se ríe de su método para detenerlo, tan eficaz como vaciar el mar con un balde y un cucharón de sopa.
Esas paradojas están expresadas de un modo peculiar: como si de verdad Samsa se hubiera convertido en un insecto, como si no hubiera nada de qué sorprenderse. No es extraordinario ni sobrenatural: así pasó. Kafka cuenta con rostro de piedra una historia donde los territorios del más allá y del más acá se encuentran sin distinguirse. Tranquilina Iguarán también contaba así sus historias.
La metamorfosis no se pregunta cómo se convirtió Samsa en un insecto (al final, eso es lo de menos), sino qué le ocurriría al transformarse en uno. Para eso, Kafka sumerge un evento extraordinario en los pantanos de lo ordinario: dos padres y una hermana que dependen del trabajo de Gregor, un jefe tiránico, un oficio desgastante. Desde entonces hasta su muerte, sus sufrimientos serán tan comunes como los de un humano apartado y en absoluta desolación. El insecto no sufre por ser insecto, sino por ser demasiado humano.
En El hombre invisible de H. G. Wells el resultado es parecido. Griffin consigue la invisibilidad en un mundo visible: no puede comer porque los trozos de comida bajan a plena vista por su esófago y no puede dormir porque sus párpados transparentes no detienen la luz; como ponerse ropa lo delataría, anda desnudo y por lo tanto asaltado por una gripa incesante. Cosecha rabia y rencor. Se parece en su condición de eterno marginal a Meursault de El extranjero. Cortázar acude al mismo procedimiento en Axolotl, donde un hombre, tras contemplar por días a los ajolotes en un Jardin des Plantes, ha tomado de golpe la forma de uno de ellos, pero no puede evitar pensar como cuando era hombre. Convertido en animal de agua, sufre como una bestia de tierra.
La literatura fantástica, además de descoyuntar la naturaleza física de las cosas, también se permite manipular el tiempo, como hace Borges en El milagro secreto. El traductor y escritor Jaromir Hladík será fusilado, no ha terminado su drama Los enemigos, pide a Dios un tiempo para acabarlo, y justo cuando las armas se alzan contra él en el pelotón de fusilamiento el espacio físico se detiene (el detalle de la sombra imperturbable de una abeja es sorprendente). Paralizado, Hladík compone el resto de su drama en su mente, componiendo y rectificando hexámetros. Pero el hecho fantástico está atravesado por un destino trágico: ahí están los hombres, ahí están los fusiles, la orden fue dada. Detener el tiempo no detiene su fatalidad.
La fantasía no opera sólo como un divertimento: es una forma alterna de sondear la realidad (o bueno: eso que salta ante los ojos con aparente coherencia). Unos usan un microscopio; otros, una máquina colosal que escupe protones; otros, una imaginación afín a las torceduras. Sin la transformación de Samsa, Kafka no habría pintado todas las caras del rechazo y la extranjería; sin la invisibilidad de Griffin, Wells habría contado con menos suerte al diseccionar la degradación del poder; sin el orgulloso fenómeno de circo que se expone a prolongados ayunos en Un artista del hambre, Kafka no habría iluminado tan bien la desilusión y el disgusto innato de los humanos ante el mundo.
Es como si para encontrar alguna verdad, o al menos para formular una buena pregunta, o al menos para consolarse ante el desastre diario, la literatura tuviera que zafarse de las restricciones de la lógica y la física. Escribir sería, entonces, una reformulación de los cimientos: el tiempo, el espacio, la materia física palpable. Podría decirse incluso que escribir literatura (que haber creado ese aparato llamado literatura) es fantástico, que haber inventado las palabras fue ya el mayor acto de fantasía: darles nombres a las cosas, sin que el rostro se congestione ni muestre sorpresa, a pesar de que ninguna cosa tiene nombre sobre la Tierra y el vasto negro del universo.
Coda
Gracias a todos por sus comentarios en la columna anterior sobre Conrad. Gines recomendó leer “El negro del Narciso” y “Lord Jim”. Manuel Fernando propuso “El pirata” (que en efecto es de 1923, un año antes de la muerte de Conrad); Mauricio mencionó “El agente secreto”; Esteban Carlos (no he leído ni a Greene ni a Le Carré, pero lo haré) recomendó “Nostromo”. Carlos Alberto puso en la mesa un título sobre la colonización africana: “El sueño del celta” de Vargas Llosa. Ahora pregunto: ¿recuerdan buenos cuentos fantásticos? ¿Cuáles recomiendan? Recomiendo La nariz de Gogol.