Dos mil años después de que Ovidio fuera exiliado a los arrabales infértiles del Imperio romano, cuando ya el Imperio estaba reducido a un territorio menudo en forma de bota empantanada y a un puñado de arcos muecos en piedra, y cuando ya Augusto, el emperador que ordenó su exilio, era menos que polvo de estante, el consejo municipal de Roma revocó su castigo y le restituyó su honra de poeta nacional. El paso de exiliado a símbolo patrio es apenas coherente para quien escribió Metamorfosis, un extenso poema que sugiere que, ahora o en un siglo, sin fórmula de evasión, la naturaleza honda de las cosas sale a flote.
Metamorfosis, que se publicó cerca del año 8 d. C., está compuesto en hexámetros dactílicos, el mismo metro de la Ilíada, la Odisea y la Eneida. Los académicos han debatido sin cesar si se trata de una épica o una tragedia o un drama pastoral o todo eso junto. Desde hace tres siglos auguran una pronta respuesta. Haré caso a las líneas de apertura del primer libro (“los dioses [...] me ayudarán, o eso espero, con un poema que parte del comienzo del mundo y llega hasta nuestros días”) y diré que es un libro de historia, inútil para el historiador obsesionado con los datos verificables: es una historia de la imaginación, de los modos metafóricos en que ciertos humanos descifraron el mundo. Es una geografía de sus circuitos míticos, tan palpable, asombrosa y misteriosa, al cabo y al fin, como las entrañas laberínticas del Coliseo o los arcos de sus acueductos.
Como anuncia su título, Metamorfosis, dividido en 15 libros, narra las transformaciones (a veces físicas, a veces anímicas) de elementos y personajes de la mitología romana: de unos dientes de serpiente y de unas piedras (“los huesos de la tierra”) brotan humanos y guerreros; Licaón se vuelve lobo; Dafne se convierte en un laurel; Aglauro se petrifica en estatua. Tengo la impresión, tras la lectura de los tres primeros libros, de que buena parte de estas mutaciones, por fantásticas o arbitrarias que parezcan, son el puerto natural de los personajes, de que Ovidio las escogió (sí: el mito religioso es un objeto de reinvención artística y por ende fuerza a la selección de detalles) porque ellas contienen el diseño inevitable de sus almas.
En la historia de Faetón se prueba esa simetría dispareja entre cuerpos ajenos. Faetón, hijo de Helios, el rey del sol, quiere dirigir por un día la carroza del sol. Helios intenta persuadirlo de que sus fuerzas son pocas y famélicas para amaestrar los atropellados caballos de fuego. Faetón desoye, insiste. Se monta entonces en la carroza y desde el inicio del despegue proyecta el divino desastre equino: sin guía ni buena brida, de oriente a occidente, los caballos calientan lo que debe permanecer frío, enfrían lo caliente, evaporan lo líquido, licúan lo sólido. La tierra está en camino de convertirse en una planicie de ceniza y llamas (hoy cunden los herederos de Faetón: hombres pequeños y vanidosos en sus torpes carros solares). Júpiter no ve otra opción que detener a Faetón con un rayo, que le lanza. Convertido en una bola de fuego por el cimbronazo del rayo, Faetón cae muerto en el agua.
Por el rayo de Júpiter, Faetón pudo haberse convertido en carbón de hueso o en piezas de rompecabezas. Pero Ovidio opta por hacer arder su cabello y con ese ardor lo desploma (lo compara con una estrella pasajera que se resbala por el vidrio abovedado del cielo). En esa transformación aparecen al mismo tiempo su ambición fogosa (domar a los caballos de quien produce luz y sombra: qué aspiraciones para un mero manojo de carne y nervios) y su desabastecimiento de fuerzas (que le asegura una caída que termina, pese a todo, en el consuelo del agua). Volverse una bola de fuego en bajada, un objeto que destella hacia su ruina, corresponde a los movimientos de su espíritu.
El mismo mecanismo de reflejo perdura en otras metamorfosis. Tras encontrar en el cortejo de Mercurio hacia su hermana Herse una oportunidad para enriquecerse, Aglauro es convertida en estatua (de color negro porque, escribe Ovidio, “negro tenía el espíritu torcido”). ¿En qué más podía ser transformada una mujer impermeable a toda virtud que en una estatua, hecha de elementos fríos que no penetran ni el agua ni el fuego?
Bato es convertido en piedra de toque (una piedra sobre la que se raspa el oro para apreciar su pureza) cuando, contra su promesa, revela el paradero del ganado que Mercurio le robó a Júpiter: muda en un objeto que devela la podredumbre ajena. Y cuando Dafne, acechada por Apolo, es transformada en un laurel, Apolo determina que de entonces en adelante los victoriosos se coronarán la cabeza con sus hojas, como si toda victoria respirara un consuelo amargo parecido al que Apolo expresa cuando, después de sus firmes negativas, puede por fin besar los inmóviles brazos de madera de Dafne (que, por cierto, prefiere el destino más vulgar antes que ser otra conquista violenta de un dios). Dafne, inalcanzable, es promovida a símbolo de lo más huidizo, la victoria (que, incluso cuando se obtiene, suspira derrota).
En todos estos casos, no parece tratarse tanto de una transformación como de una reversión: de retornar al estado primario y oculto de los objetos, de restaurar su semilla y desplegarla en la superficie (recuerden la negrura de Aglauro, que transita de su espíritu a su pura piel). Dafne, entonces, no se convirtió en laurel: Dafne era un laurel disfrazado de humano (o quizás un laurel que contenía a un humano). Bato es una piedra con apariencia de pastor viejo. Licaón, que busca trampear a Júpiter, siempre fue un lobo.
A esto se refiere Italo Calvino en Levedad, uno de los cinco textos de Seis propuestas para el próximo milenio, cuando habla sobre Metamorfosis: “El [mundo] de Ovidio está hecho de cualidades, de atributos, de formas que definen la diversidad de cada cosa, cada planta, cada animal, cada persona; pero éstas no son sino tenues envolturas de una sustancia común que -si la agita una profunda pasión- puede transformarse en lo más distinto de cuanto hay”.
La prueba de que esos cuerpos siempre fueron otros cuerpos (de que tenían en sí la potencia de otros cuerpos) está en el hecho fantástico de que, a pesar de mutar sus formas, no mutan su ánimo humano (aquí Ovidio se une a Kafka, cuyo Gregor Samsa despierta con el aspecto de un insecto, pero con la voz interna afinada en tono de conmoción humana). Algo, alma o ánima o espíritu o energía o enigma, se mantiene de mudanza en mudanza.
Fíjense: Licaón es transformado en un lobo, pero añora hablar como hombre. En el caso del cazador Actéon, convertido en ciervo y perseguido por sus perros, el cazador cazado, Ovidio anota: “Sólo una cosa le pertenece: su antigua mente”. Cuando Júpiter convierte a Io en una vaquita, Io sigue siendo “adorable incluso en su forma alterada”, aunque esté desanimada porque sus mandíbulas de proyectil dominan a duras penas el lenguaje taquigráfico de los mugidos. Las hijas de Clímene, convertidas en árboles en torno a la tumba de Faetón, gimen cuando su madre, en un intento por salvarlas, quiebra las ramas de lo que antes eran dedos, porque conservan sus mecanismos de dolor. En eso también consiste su sino: en anhelar el movimiento mientras están ancladas a la tierra, en anhelar el escape de las palabras mientras alcanzan a lo sumo el mugido o el gruñido, como el sufriente Job.
Los cambios de las formas no alteran su sensibilidad. En cualquier forma que asuman, existen. Y esas formas evocan siempre a otras formas (por eso la multiplicidad de interpretaciones, pictóricas y literarias, que ha acogido Metamorfosis: sus historias contienen el espíritu de otras cientos de historias). Un cuerpo es una metáfora incesante, una caja sombría de ecos, una espiral sin cola ni cabeza: la infinita biblioteca de Borges. Por eso, quizás, de los cuerpos míticos se desprendió toda la literatura. Y por eso, seguro, un escritor puede asumir con su vida la vida de otro, sea animal, humano o piedra con flor.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
Dos mil años después de que Ovidio fuera exiliado a los arrabales infértiles del Imperio romano, cuando ya el Imperio estaba reducido a un territorio menudo en forma de bota empantanada y a un puñado de arcos muecos en piedra, y cuando ya Augusto, el emperador que ordenó su exilio, era menos que polvo de estante, el consejo municipal de Roma revocó su castigo y le restituyó su honra de poeta nacional. El paso de exiliado a símbolo patrio es apenas coherente para quien escribió Metamorfosis, un extenso poema que sugiere que, ahora o en un siglo, sin fórmula de evasión, la naturaleza honda de las cosas sale a flote.
Metamorfosis, que se publicó cerca del año 8 d. C., está compuesto en hexámetros dactílicos, el mismo metro de la Ilíada, la Odisea y la Eneida. Los académicos han debatido sin cesar si se trata de una épica o una tragedia o un drama pastoral o todo eso junto. Desde hace tres siglos auguran una pronta respuesta. Haré caso a las líneas de apertura del primer libro (“los dioses [...] me ayudarán, o eso espero, con un poema que parte del comienzo del mundo y llega hasta nuestros días”) y diré que es un libro de historia, inútil para el historiador obsesionado con los datos verificables: es una historia de la imaginación, de los modos metafóricos en que ciertos humanos descifraron el mundo. Es una geografía de sus circuitos míticos, tan palpable, asombrosa y misteriosa, al cabo y al fin, como las entrañas laberínticas del Coliseo o los arcos de sus acueductos.
Como anuncia su título, Metamorfosis, dividido en 15 libros, narra las transformaciones (a veces físicas, a veces anímicas) de elementos y personajes de la mitología romana: de unos dientes de serpiente y de unas piedras (“los huesos de la tierra”) brotan humanos y guerreros; Licaón se vuelve lobo; Dafne se convierte en un laurel; Aglauro se petrifica en estatua. Tengo la impresión, tras la lectura de los tres primeros libros, de que buena parte de estas mutaciones, por fantásticas o arbitrarias que parezcan, son el puerto natural de los personajes, de que Ovidio las escogió (sí: el mito religioso es un objeto de reinvención artística y por ende fuerza a la selección de detalles) porque ellas contienen el diseño inevitable de sus almas.
En la historia de Faetón se prueba esa simetría dispareja entre cuerpos ajenos. Faetón, hijo de Helios, el rey del sol, quiere dirigir por un día la carroza del sol. Helios intenta persuadirlo de que sus fuerzas son pocas y famélicas para amaestrar los atropellados caballos de fuego. Faetón desoye, insiste. Se monta entonces en la carroza y desde el inicio del despegue proyecta el divino desastre equino: sin guía ni buena brida, de oriente a occidente, los caballos calientan lo que debe permanecer frío, enfrían lo caliente, evaporan lo líquido, licúan lo sólido. La tierra está en camino de convertirse en una planicie de ceniza y llamas (hoy cunden los herederos de Faetón: hombres pequeños y vanidosos en sus torpes carros solares). Júpiter no ve otra opción que detener a Faetón con un rayo, que le lanza. Convertido en una bola de fuego por el cimbronazo del rayo, Faetón cae muerto en el agua.
Por el rayo de Júpiter, Faetón pudo haberse convertido en carbón de hueso o en piezas de rompecabezas. Pero Ovidio opta por hacer arder su cabello y con ese ardor lo desploma (lo compara con una estrella pasajera que se resbala por el vidrio abovedado del cielo). En esa transformación aparecen al mismo tiempo su ambición fogosa (domar a los caballos de quien produce luz y sombra: qué aspiraciones para un mero manojo de carne y nervios) y su desabastecimiento de fuerzas (que le asegura una caída que termina, pese a todo, en el consuelo del agua). Volverse una bola de fuego en bajada, un objeto que destella hacia su ruina, corresponde a los movimientos de su espíritu.
El mismo mecanismo de reflejo perdura en otras metamorfosis. Tras encontrar en el cortejo de Mercurio hacia su hermana Herse una oportunidad para enriquecerse, Aglauro es convertida en estatua (de color negro porque, escribe Ovidio, “negro tenía el espíritu torcido”). ¿En qué más podía ser transformada una mujer impermeable a toda virtud que en una estatua, hecha de elementos fríos que no penetran ni el agua ni el fuego?
Bato es convertido en piedra de toque (una piedra sobre la que se raspa el oro para apreciar su pureza) cuando, contra su promesa, revela el paradero del ganado que Mercurio le robó a Júpiter: muda en un objeto que devela la podredumbre ajena. Y cuando Dafne, acechada por Apolo, es transformada en un laurel, Apolo determina que de entonces en adelante los victoriosos se coronarán la cabeza con sus hojas, como si toda victoria respirara un consuelo amargo parecido al que Apolo expresa cuando, después de sus firmes negativas, puede por fin besar los inmóviles brazos de madera de Dafne (que, por cierto, prefiere el destino más vulgar antes que ser otra conquista violenta de un dios). Dafne, inalcanzable, es promovida a símbolo de lo más huidizo, la victoria (que, incluso cuando se obtiene, suspira derrota).
En todos estos casos, no parece tratarse tanto de una transformación como de una reversión: de retornar al estado primario y oculto de los objetos, de restaurar su semilla y desplegarla en la superficie (recuerden la negrura de Aglauro, que transita de su espíritu a su pura piel). Dafne, entonces, no se convirtió en laurel: Dafne era un laurel disfrazado de humano (o quizás un laurel que contenía a un humano). Bato es una piedra con apariencia de pastor viejo. Licaón, que busca trampear a Júpiter, siempre fue un lobo.
A esto se refiere Italo Calvino en Levedad, uno de los cinco textos de Seis propuestas para el próximo milenio, cuando habla sobre Metamorfosis: “El [mundo] de Ovidio está hecho de cualidades, de atributos, de formas que definen la diversidad de cada cosa, cada planta, cada animal, cada persona; pero éstas no son sino tenues envolturas de una sustancia común que -si la agita una profunda pasión- puede transformarse en lo más distinto de cuanto hay”.
La prueba de que esos cuerpos siempre fueron otros cuerpos (de que tenían en sí la potencia de otros cuerpos) está en el hecho fantástico de que, a pesar de mutar sus formas, no mutan su ánimo humano (aquí Ovidio se une a Kafka, cuyo Gregor Samsa despierta con el aspecto de un insecto, pero con la voz interna afinada en tono de conmoción humana). Algo, alma o ánima o espíritu o energía o enigma, se mantiene de mudanza en mudanza.
Fíjense: Licaón es transformado en un lobo, pero añora hablar como hombre. En el caso del cazador Actéon, convertido en ciervo y perseguido por sus perros, el cazador cazado, Ovidio anota: “Sólo una cosa le pertenece: su antigua mente”. Cuando Júpiter convierte a Io en una vaquita, Io sigue siendo “adorable incluso en su forma alterada”, aunque esté desanimada porque sus mandíbulas de proyectil dominan a duras penas el lenguaje taquigráfico de los mugidos. Las hijas de Clímene, convertidas en árboles en torno a la tumba de Faetón, gimen cuando su madre, en un intento por salvarlas, quiebra las ramas de lo que antes eran dedos, porque conservan sus mecanismos de dolor. En eso también consiste su sino: en anhelar el movimiento mientras están ancladas a la tierra, en anhelar el escape de las palabras mientras alcanzan a lo sumo el mugido o el gruñido, como el sufriente Job.
Los cambios de las formas no alteran su sensibilidad. En cualquier forma que asuman, existen. Y esas formas evocan siempre a otras formas (por eso la multiplicidad de interpretaciones, pictóricas y literarias, que ha acogido Metamorfosis: sus historias contienen el espíritu de otras cientos de historias). Un cuerpo es una metáfora incesante, una caja sombría de ecos, una espiral sin cola ni cabeza: la infinita biblioteca de Borges. Por eso, quizás, de los cuerpos míticos se desprendió toda la literatura. Y por eso, seguro, un escritor puede asumir con su vida la vida de otro, sea animal, humano o piedra con flor.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com