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Costas extrañas

Para escribir, conviene tener los sentidos desafinados

J. D. Torres Duarte
27 de julio de 2022 - 05:02 a. m.
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En Meridiano de sangre (Blood Meridian, 1985), Cormac McCarthy describe así el viaje del chico, uno de sus personajes principales, por un cierto río: “En la noche los barcos de vapor ululan y pasan a pie de plomo sobre las aguas negras encendidos a tope como ciudades a la deriva”.

En ese pasaje, McCarthy prospera en la observación del detalle y al mismo tiempo opta por observar mal (o no mal: oblicuamente). Quizás ésa sea una de las claves (o no claves: paradojas, que abundan) de escribir ficción: absorber el mundo de acá y el de allá con los sentidos abiertos de par en par, pero con cierto grado de desafinación, de arritmia del verbo, de torcedura del sentido.

La desafinación del pasaje estriba en la comparación de los barcos de vapor “encendidos a tope” con “ciudades a la deriva”. El ojo interno y ficticio de McCarthy atisba primero las chimeneas de pilastra, los pasillos recruzados de lámparas colgantes, los pasajeros en su deambular de insomnes, la cabina del vigía y del capitán, alguna ventana que enciende sombras en un débil pálpito de luz. McCarthy habría podido ver apenas eso: los componentes estrictos del barco. El barco como puro barco. Habría sido un escritor competente, de oficio recto.

Pero entonces, por un procedimiento parecido al de la miopía, los objetos en su ojo van perdiendo consistencia y silueta y semántica. La cabina en lo alto toma la forma de un edificio mayor o de un campanario que se eleva sobre las salas comunes, que ahora se presentan como una planicie de casas apiñadas; los pasillos se asumen como pasajes de comercio con sus compradores de premura; las chimeneas son altos monumentos de guerra; las lámparas colgantes se convierten en el resplandor extraviado de una noche de fiesta. Es una ciudad, y como se desliza sin rumbo en las aguas, pues va a la deriva. Gracias al desajuste de su visión (bendita sea la visión borrosa y fantasmal: la literatura es un elogio del defecto), McCarthy compuso un símil bello y evocador. Con la misma pertinente impropiedad escribirá más adelante que “las estrellas caen toda la noche en arcos amargos”.

Poco antes del pasaje de los barcos de vapor, al escrutar los elementos del remoto paisaje de Memphis, McCarthy ve a “un oscuro labrador solitario a la sombra de mula y rastra en su descenso por la vega barrida de lluvia hacia la noche”.

Hasta “la vega barrida de lluvia” (“the rainblown bottomland”, en el original), la descripción, aunque fructífera y fervorosa, se mantiene en el cauce de lo común: un labrador avanza con su arado sobre tierras bajas. Pero el último compartimento de la oración, “hacia la noche” (“toward night”), trastorna toda normalidad, pues en su sentido convencional la noche no es un lugar físico hacia el que se dirige el cuerpo, como un hotel, sino un estado de la luz, incluso del tiempo, que nace y se desescama hasta el brillo día tras día entre oriente y occidente. En esa noche, en ese hotel, a todos nos toca vivir.

En este pasaje, sin embargo, la noche se convierte en un destino, un opcional paraje de viajero, otro pueblo en la infinita llanura sin luna: una costra sobre la tierra con su cultivo de casas bajas y sus borrachos de barro. La imaginación de McCarthy (la imaginación es el centro de operaciones, de desfiguraciones, de los sentidos) vulgariza la noche al hacerla parte del horizonte humano, es decir, de la contabilidad mundana. En ese nuevo asalto de sentido y forma, McCarthy le arrebata un componente al tiempo y al cielo. De la tierra brota un hombre solo y oscuro con pasaporte para los dominios sin luz.

Algo más adelante, cuando el chico se despierta en “la nave de una iglesia ruinosa” tras sus largos viajes violentos sobre una mula vieja y lacerada, McCarthy se concentra en los objetos del interior. Plastas de boñiga cunden en el piso junto a la basura dispersa de muchas semillas. En el presbiterio los buitres cojean alrededor de un animal muerto y ya picoteado. También hay unas ciertas palomas y unos ciertos pilares: “Palomas aleteaban entre los pilares de luz polvorienta [...]” (“Pigeons flapped through the piers of dusty light [...]”).

En esa oración de apariencia simple, de elementos rutinarios, ocurre una deformación magnífica. “Los pilares de luz polvorienta”: los pilares de una iglesia están hechos de piedra, a veces de concreto, pero aquí están compuestos por luz. Y la luz, compuesta por fotones, según dicen las enciclopedias científicas, está aquí compuesta por polvo.

McCarthy trastoca la estructura de elementos dispersos, de los pilares y la luz y el polvo, para que convivan en una sola oración, porque quizás ésa es la función de una oración: rejuntar (o hacer caber) los elementos que el ojo convencional ha distribuido en órbitas distintas y distantes entre sí. En el interior de esa iglesia, un vapor de polvo se cierne entre los pilares mientras es atravesado por un haz de luz. Pero el ojo de McCarthy retrocede (¿o avanza?) a un estado casi primitivo donde todos los elementos habitan una dimensión, no tres (recuerda a las pinturas de Lascaux, a Picasso, a Cézanne, donde dos ojos aparecen en un rostro de perfil): los pilares, la luz y el polvo son un mismo y único cuerpo.

McCarthy no sólo deforma los elementos que ve (el barco como ciudad, la noche como lugar), sino la distribución y composición del espacio en que los ve. ¿Y no es la literatura, entre tanto que es, el ojo que todo lo revuelve: el ojo medieval que ve en uno todo? “Los pilares de luz polvorienta” son el resultado sofisticado (y paradójico, sí, otra vez, qué se va a hacer) de cultivar un mundo plano.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

 

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