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Costas extrañas

Para leer buenos cuentos, más vale ver pinturas

J. D. Torres Duarte
04 de septiembre de 2024 - 05:05 a. m.

Propongo esta idea, que no es ni original ni novedosa, pero distrae y estimula: la pintura es una forma de la literatura. Un género de la literatura.

Contemplen por un momento, para empezar, El triunfo de la Muerte de Pieter Bruegel el Viejo. Los pelotones de la muerte, formados por una marea de esqueletos —algunos en el puro hueso y sin insignias, otros arropados contra el viento de los puertos por unas irónicas túnicas de senador romano—, cercan y asaltan una ciudad costera de aires medievales, prenden fuego a sus naves, reversan a paladas el entierro de sus muertos, enflaquecen y desuellan sus bestias, ahorcan y decapitan y perforan con lanzas de cacería a la población. Las huestes de la muerte arrasan también con la comida, el juego, la música y el dinero, sin distinguir entre rey y vasallo, vertiendo por el suelo las monedas de oro y plata de los barriles reales y las cartas vulgares del naipe. A un costado de la escena dos soldados de la muerte, que se anuncian con una campana y con la melodía mecánica de medio violonchelo mientras allanan el camino con una lámpara de aceite, transportan en una carreta una carga rebosante de calaveras; sobre el foso flota una mujer embarazada, rígida, muerta de mucha muerte; sobre un acantilado una pareja de esqueletos tala los árboles escuálidos a golpes de hoz; cerca del centro del cuadro una estampida humana se desdobla de dolor en una tentativa de fuga. Todo es muerte en el horizonte sin sol. «Venía tal gentío / que yo nunca me habría imaginado / que la muerte pudiera matar tanto», escribe Dante en la Comedia y parece aludir con dos siglos de anticipación al cuadro de Bruegel.

La acción múltiple, caótica y simultánea de la pintura de Bruegel sugiere una estructura casi idéntica a la de una novela, a la de una épica cuyo símbolo aglutinante y heroico es la muerte: cada segmento del cuadro se asemeja al capítulo de un libro y el conjunto es tan sinuoso, abarcador y estratificado como una oración de Proust.

Se percibe como una novela —como una narración— porque esta y todas las pinturas se componen de un vocabulario: un vocabulario de colores, luz, trazos y formas. Las combinaciones de ese vocabulario —es decir, sus configuraciones formales para cifrar y desplegar el misterio de la vida— son tan infinitas como las combinaciones del alfabeto. Las pinturas se componen además de una coagulación: una imagen —impuesta por la educación cromática del ojo, inspirada por las geometrías que esculpe la luz— sólida, fija y quieta. Y aunque es una imagen fija y quieta, a pesar de que está suspendida en el tiempo y en la perspectiva entre los confines del marco, una pintura se encuentra en perpetuo movimiento: como en Bruegel, deriva de un movimiento (la irrupción mortífera de las huestes) y se dirige hacia otro (la aniquilación de la variedad de la vida). En la pintura ya se incubaba el cine: una pintura narra con contrastes y con ilusiones de desplazamiento. Los elementos de una pintura son criaturas del intervalo y la pausa, pero también expresan el apogeo del movimiento: el momento en que los cuerpos —orgánicos e inorgánicos, mundanos y sobrenaturales— alcanzan sus paroxismos y se vuelven significativos, como en las alturas de terror y rendición de Los fusilamientos de Goya.

Una narración, sin embargo, no implica por ley un movimiento épico de proporciones formidables; el movimiento puede tener lugar en una esfera de menor escala, pero con una intensidad y una densidad idénticas a las del gran paisaje. La serie de los nenúfares de Monet, que alberga el Museo de la Orangerie en sus salas blancas en forma de huevo, se concentra en el universo de penumbras y resplandores de estas flores de agua, que no inspiran de entrada ningún desencadenamiento épico y que tras un momento de observación —por la difuminación de sus contornos, por el balanceo de la pincelada, por la espesura de sus sombras— comienzan a bullir y a vibrar en masa. En estas pinturas no hay un ejército de agentes de la parca, ni un remolino de muertos, ni barcos en zozobra, ni atarrayas atrapahombres, y sin embargo en estas pinturas palpitan también, entre la levedad de las flores y la ondulación acuática del tono, las corrientes de decadencia y desesperación que gobiernan el cuadro de Bruegel. Los nenúfares, como los elementos en torno al personaje de una novela, laten como fuegos con sus múltiples significados, en una eternidad de incandescencia. La pintura prueba que todas las cosas vienen del fuego: alumbran en el ojo, en sus parábolas de metamorfosis, camino de la muerte.

Como ocurre en las historias que cuenta la literatura, la forma que adquieren los objetos en una pintura dista con frecuencia de su referente en la realidad y deriva más bien, tras un proceso pugnaz de transformación y reelaboración, de las emociones del pintor. Una pintura es un reflejo interior: el espejo de las cavernas. Lluvia, vapor y velocidad de Turner es a primera vista un paisaje de brumas cruzadas donde cuesta diferenciar las nubes del humo y el cielo de la tierra, y donde apenas se sospechan los contornos pulverizados de un ferrocarril y un puente. No es arriesgado decir que la exacerbación del vapor, la vaguedad del ferrocarril y la viscosidad del puente describen, más que una transferencia meticulosa del paisaje inglés, los valores pictóricos y vitales de Turner: no es arriesgado decir que el vapor agreste y el ferrocarril sin freno habitan, antes que en la campiña inglesa, en las turbulencias de su mente. En el primer capítulo de Jane Eyre, Jane Eyre contempla un libro con imágenes miserables y desoladas de la naturaleza (templos solitarios de hielo en el Ártico, botes horadados por el salitre sobre playones mugrosos) que reflejan su estado interior de soledad y desesperanza. Un ojo basta, en pintura, en literatura, para transformar la estructura de la tierra.

La ciencia arqueológica ha descubierto que los humanos pintaron primero y contaron después: primero amaestraron la luz entre las sombras de las cavernas y después fabricaron el alfabeto que otorgó a los sonidos de la boca una equivalencia visual en las tablillas de arcilla y en el papiro. Después de todo, me he equivocado y la subordinación procede del modo contrario: la literatura es un género de la pintura. Al fin y al cabo, las palabras son dibujos: la A evoca al buey, la M deriva de las gibas del agua, la N replica la sinuosidad de una serpiente. La literatura es un género, en todo caso, de menor fortuna, porque los colores constituyen —como apuntaba Beckett en alguna página de sus diarios de viaje por Alemania— un lenguaje universal exento de significados establecidos, libre de tradiciones, mientras que las palabras arrastran resonancias, imágenes y alusiones que restringen su alcance y que casi siempre se desdibujan, como en un cuadro de Bacon, en las reducciones forzosas e infernales de la traducción.

Coda. Publiqué un ensayo sobre los dones de las novelas sin trama en The Brussels Review. Si están interesados, lo pueden leer en este enlace.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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nestor(17375)08 de septiembre de 2024 - 05:09 p. m.
Siempre excelente, gracias
Juan(3racf)05 de septiembre de 2024 - 11:57 p. m.
Muchas gracias.
hernando(26249)05 de septiembre de 2024 - 09:32 p. m.
El arte plàstico abstracto no tiene narrativa: deja a cada quien su sentimiento, a veces sin verbo.
Camilo(57229)05 de septiembre de 2024 - 01:06 p. m.
Es refrescante leer a este columnista. Su tejido visual y su narrativa casi dibujada iluminan esta mañana con colores ora tenues, ora fulgurantes. Gracias
Álamo(88990)04 de septiembre de 2024 - 09:12 p. m.
Gracias por la "mirada" que nos regala.
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