W. H. Auden, inglés de nacimiento, estadounidense por adopción, murió hace casi cincuenta años, viejo y en estado de gracia alcohólica, en Austria. Fue un poeta de tonos políticos y amorosos, consciente de que una rima es el despliegue rítmico de una verdad. Fue irreverente siendo tradicional: mientras los poetas se volcaban en masa y con fruición hacia el verso libre, Auden permaneció fiel a los corpiños graduables de la métrica.
Auden tiene un don infrecuente entre los poetas: es comprensible y profundo. Su vocabulario es cotidiano, preciso, a veces austero; sus revelaciones, cósmicas. En Museo de Bellas Artes (Musée des Beaux Arts en el original, 1938) escribe que los viejos maestros de la pintura comprendían el sufrimiento, “cómo toma forma / mientras alguien come o abre una ventana o camina distraído”. Los viejos maestros “nunca olvidaron / que incluso el martirio más terrible debe seguir su curso / a como dé lugar en una esquina, en algún sitio sucio [...]” (en inglés: “They never forgot / that even the dreadful martyrdom must run its course / anyhow in a corner, some untidy spot [...]”).
Auden descubre que mientras ciertas cosas del mundo sufren y se apagan, otras, con sus misiones íntimas, preservan sus rutinas. No aparece como una verdad sorprendente, pero la verdad no requiere ser sorprendente. Contempla el Paisaje con la caída de Ícaro de Brueghel para concluir que el sufrimiento se extiende y se esfuma como el gozo, que los grandes dolores no vienen siempre anunciados por oscuras trompetas, que el mundo permanece impasible como un helecho ante la descomposición: “cómo todo se aleja / tan sigilosamente del desastre” (“how everything turns away / Quite leisurely from the disaster”). Czeslaw Milosz lo intuyó en otro poema décadas después.
En 1° de septiembre de 1939 (September 1, 1939, publicado en ese año), que evoca el día en que la Alemania nazi invadió Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial, Auden cuenta con despecho irónico sus impresiones en nueve estrofas de once versos cada una, con un esquema cambiante de rimas.
Tras una década “deshonesta y baja”, Auden está sentado en una cantina (dive, un término más bien popular) de Nueva York y dice: “el inmencionable olor de la muerte / ofende a la noche de septiembre.” Entonces Auden intenta explicarse por qué está ocurriendo cuanto está ocurriendo. De seguro, dice, los académicos desenterrarán “la ofensa entera” desde los tiempos de Lutero para entender cómo se creó ese “dios psicópata” que tenía el bigote tan corto como el entendimiento. Pero él tiene una respuesta más sencilla: “yo y el público sabemos / lo que aprenden los escolares: / aquellos a quienes se les hace mal / hacen mal a cambio.” Suena mejor en su lengua original: “I and the public know / What all schoolchildren learn, / Those to whom evil is done / Do evil in return.”
No hay modo de evadir esa verdad, que es poética y avanza a galope sólido sobre la música de cada verso. Son, en general, yambos trimétricos (tres latidos sonoros, conformados por una sílaba suave y otra fuerte, en cada verso) y tienen una rima fascinante: learn y done se unen para la resonancia de return. Nada replica ese efecto en la versión en español.
Unos versos más adelante Auden gira su mirada hacia la cantina que lo acoge. Dice que las convenciones deben conspirar para que “este fuerte asuma / el aspecto de un hogar”. ¿Por qué esa cantina, mugrosa, patética, debe convertirse en un hogar? “Por miedo de que veamos dónde estamos, / perdidos en un bosque encantado, / niños temerosos de la noche / que nunca han sido felices ni buenos”. De nuevo en inglés con las rimas de wood y good: “Lest we should see where we are, / Lost in a haunted wood, / Children afraid of the night / Who have never been happy or good.” Quizás es preferible y más consoladora la fantasía hedionda de la cantina antes que el mundo que se ofrece apenas se cruza el umbral. Joseph Brodsky, que estudió y amó a Auden con reverencia, descubrió otros secretos de 1° de septiembre de 1939 tras diseccionarlo en su primer libro de ensayos, Menos que uno.
Auden también escrutaba el presente acudiendo al pasado remoto (quizás no tan remoto: ¿qué son tres mil o cuatro mil años, al fin y al cabo?). En El escudo de Aquiles (The Shield of Achilles, 1952) cuenta lo que Tetis, madre de Aquiles, espera ver retratado en el escudo de su hijo, y lo que Hefesto, forjador de armas del Olimpo, retrató. La mirada de Tetis está compuesta en estrofas de ocho versos, donde el segundo rima con el cuarto y el sexto con el octavo; la de Hefesto, en estrofas de siete versos donde el primero rima con el tercero, el segundo con el cuarto y el quinto, y los dos últimos entre ellos.
Tetis proyecta sobre el escudo ciudades de mármol bien gobernadas, olivos, altares con sacrificios destinados al gozo, música y baile. Pero Hefesto esculpe una planicie “sin carácter, desnuda y café”, un sitio encerrado por alambre de púas y un ejército que marcha “soportando una creencia / cuya lógica les llevaba, en algún otro lugar, a la aflicción”: desolación, guerra, infertilidad. Es el destino de Aquiles, “que no vivirá mucho”. Se lee: “La masa y majestad de nuestro mundo, todo / lo que comporta un peso y no cambia al pesarse, / se hallaba en manos de otros”. También se lee, como una verdad inmutable aunque muden las caras de la guerra: “Eran pequeños / y no podían esperar por ayuda y ninguna ayuda llegó: / cuanto sus enemigos quisieron hacer fue hecho, su vergüenza / fue tan denigrante como se podía desear. Perdieron su orgullo / y murieron como hombres antes de que sus cuerpos murieran”. Los dos últimos versos en inglés: “[their shame] was all the worst could wish; they lost their pride / And died as men before their bodies died”.
Auden también sufrió, como todos los poetas, el amor. Dos de sus poemas más populares lo tratan con buena métrica: Oh, dime la verdad sobre el amor (O Tell Me the Truth About Love, 1938) y Funeral Blues (1936). En el primero escribe sobre él: “¿Tiene aspecto de bata o de pijama, / o de jamón secándose en un bar? / ¿Diríamos que huele a piel de llama / o desprende un olor a bienestar?” En el segundo, en impecables yambos, se lee: “Él era mi Norte, mi Sur, mi Este y Oeste, / mi jornada de trabajo y mi descanso de domingo, / mi mediodía, mi medianoche, mi palabra, mi canción; / pensé que el amor sería eterno: fue un error”. En inglés la rima, que en otras condiciones anima, aquí entristece: “[He was] my noon, my midnight, my talk, my song; / I thought that love would last for ever: I was wrong”.
No es una sorpresa que Funeral Blues se haya convertido en su poema más citado y recitado: las tribulaciones del corazón son más frecuentes e intemporales que las guerras mundiales.
CODA
Pregunta para los lectores. ¿Qué poeta (o qué poema) del siglo pasado los estimula? Aquí va una: Marianne Moore y Black Earth.
W. H. Auden, inglés de nacimiento, estadounidense por adopción, murió hace casi cincuenta años, viejo y en estado de gracia alcohólica, en Austria. Fue un poeta de tonos políticos y amorosos, consciente de que una rima es el despliegue rítmico de una verdad. Fue irreverente siendo tradicional: mientras los poetas se volcaban en masa y con fruición hacia el verso libre, Auden permaneció fiel a los corpiños graduables de la métrica.
Auden tiene un don infrecuente entre los poetas: es comprensible y profundo. Su vocabulario es cotidiano, preciso, a veces austero; sus revelaciones, cósmicas. En Museo de Bellas Artes (Musée des Beaux Arts en el original, 1938) escribe que los viejos maestros de la pintura comprendían el sufrimiento, “cómo toma forma / mientras alguien come o abre una ventana o camina distraído”. Los viejos maestros “nunca olvidaron / que incluso el martirio más terrible debe seguir su curso / a como dé lugar en una esquina, en algún sitio sucio [...]” (en inglés: “They never forgot / that even the dreadful martyrdom must run its course / anyhow in a corner, some untidy spot [...]”).
Auden descubre que mientras ciertas cosas del mundo sufren y se apagan, otras, con sus misiones íntimas, preservan sus rutinas. No aparece como una verdad sorprendente, pero la verdad no requiere ser sorprendente. Contempla el Paisaje con la caída de Ícaro de Brueghel para concluir que el sufrimiento se extiende y se esfuma como el gozo, que los grandes dolores no vienen siempre anunciados por oscuras trompetas, que el mundo permanece impasible como un helecho ante la descomposición: “cómo todo se aleja / tan sigilosamente del desastre” (“how everything turns away / Quite leisurely from the disaster”). Czeslaw Milosz lo intuyó en otro poema décadas después.
En 1° de septiembre de 1939 (September 1, 1939, publicado en ese año), que evoca el día en que la Alemania nazi invadió Polonia y comenzó la Segunda Guerra Mundial, Auden cuenta con despecho irónico sus impresiones en nueve estrofas de once versos cada una, con un esquema cambiante de rimas.
Tras una década “deshonesta y baja”, Auden está sentado en una cantina (dive, un término más bien popular) de Nueva York y dice: “el inmencionable olor de la muerte / ofende a la noche de septiembre.” Entonces Auden intenta explicarse por qué está ocurriendo cuanto está ocurriendo. De seguro, dice, los académicos desenterrarán “la ofensa entera” desde los tiempos de Lutero para entender cómo se creó ese “dios psicópata” que tenía el bigote tan corto como el entendimiento. Pero él tiene una respuesta más sencilla: “yo y el público sabemos / lo que aprenden los escolares: / aquellos a quienes se les hace mal / hacen mal a cambio.” Suena mejor en su lengua original: “I and the public know / What all schoolchildren learn, / Those to whom evil is done / Do evil in return.”
No hay modo de evadir esa verdad, que es poética y avanza a galope sólido sobre la música de cada verso. Son, en general, yambos trimétricos (tres latidos sonoros, conformados por una sílaba suave y otra fuerte, en cada verso) y tienen una rima fascinante: learn y done se unen para la resonancia de return. Nada replica ese efecto en la versión en español.
Unos versos más adelante Auden gira su mirada hacia la cantina que lo acoge. Dice que las convenciones deben conspirar para que “este fuerte asuma / el aspecto de un hogar”. ¿Por qué esa cantina, mugrosa, patética, debe convertirse en un hogar? “Por miedo de que veamos dónde estamos, / perdidos en un bosque encantado, / niños temerosos de la noche / que nunca han sido felices ni buenos”. De nuevo en inglés con las rimas de wood y good: “Lest we should see where we are, / Lost in a haunted wood, / Children afraid of the night / Who have never been happy or good.” Quizás es preferible y más consoladora la fantasía hedionda de la cantina antes que el mundo que se ofrece apenas se cruza el umbral. Joseph Brodsky, que estudió y amó a Auden con reverencia, descubrió otros secretos de 1° de septiembre de 1939 tras diseccionarlo en su primer libro de ensayos, Menos que uno.
Auden también escrutaba el presente acudiendo al pasado remoto (quizás no tan remoto: ¿qué son tres mil o cuatro mil años, al fin y al cabo?). En El escudo de Aquiles (The Shield of Achilles, 1952) cuenta lo que Tetis, madre de Aquiles, espera ver retratado en el escudo de su hijo, y lo que Hefesto, forjador de armas del Olimpo, retrató. La mirada de Tetis está compuesta en estrofas de ocho versos, donde el segundo rima con el cuarto y el sexto con el octavo; la de Hefesto, en estrofas de siete versos donde el primero rima con el tercero, el segundo con el cuarto y el quinto, y los dos últimos entre ellos.
Tetis proyecta sobre el escudo ciudades de mármol bien gobernadas, olivos, altares con sacrificios destinados al gozo, música y baile. Pero Hefesto esculpe una planicie “sin carácter, desnuda y café”, un sitio encerrado por alambre de púas y un ejército que marcha “soportando una creencia / cuya lógica les llevaba, en algún otro lugar, a la aflicción”: desolación, guerra, infertilidad. Es el destino de Aquiles, “que no vivirá mucho”. Se lee: “La masa y majestad de nuestro mundo, todo / lo que comporta un peso y no cambia al pesarse, / se hallaba en manos de otros”. También se lee, como una verdad inmutable aunque muden las caras de la guerra: “Eran pequeños / y no podían esperar por ayuda y ninguna ayuda llegó: / cuanto sus enemigos quisieron hacer fue hecho, su vergüenza / fue tan denigrante como se podía desear. Perdieron su orgullo / y murieron como hombres antes de que sus cuerpos murieran”. Los dos últimos versos en inglés: “[their shame] was all the worst could wish; they lost their pride / And died as men before their bodies died”.
Auden también sufrió, como todos los poetas, el amor. Dos de sus poemas más populares lo tratan con buena métrica: Oh, dime la verdad sobre el amor (O Tell Me the Truth About Love, 1938) y Funeral Blues (1936). En el primero escribe sobre él: “¿Tiene aspecto de bata o de pijama, / o de jamón secándose en un bar? / ¿Diríamos que huele a piel de llama / o desprende un olor a bienestar?” En el segundo, en impecables yambos, se lee: “Él era mi Norte, mi Sur, mi Este y Oeste, / mi jornada de trabajo y mi descanso de domingo, / mi mediodía, mi medianoche, mi palabra, mi canción; / pensé que el amor sería eterno: fue un error”. En inglés la rima, que en otras condiciones anima, aquí entristece: “[He was] my noon, my midnight, my talk, my song; / I thought that love would last for ever: I was wrong”.
No es una sorpresa que Funeral Blues se haya convertido en su poema más citado y recitado: las tribulaciones del corazón son más frecuentes e intemporales que las guerras mundiales.
CODA
Pregunta para los lectores. ¿Qué poeta (o qué poema) del siglo pasado los estimula? Aquí va una: Marianne Moore y Black Earth.