Durante mucho tiempo, desde la altura del insomnio donde el sueño es ya un país distante, leí En busca del tiempo perdido para volverme a dormir. Mientras leía, en el primer volumen, desde el principio hasta más o menos el momento en que una lámpara en una habitación se convertía en el único faro de la noche, el sueño, tan esquivo y amurallado unas páginas atrás, volvía sin reniegos en pequeñas olas hasta hundirme; desde entonces, incluso en medio del día, la lectura de esos párrafos arrastra su porción de sueño, y pronto me encuentro dormitando en el corazón de la luz, culpable por carecer de las justificaciones de la fatiga y el trabajo para invertir de ese modo los hábitos del día.
¿Qué tienen esas páginas, que inducen al sueño?
¿Son el consuelo que improviso en la desesperación? Sobre ese consuelo escribe Clarice Lispector en La pasión según G. H.: “Muchas veces, antes de tener el valor de embarcarme en el gran viaje del sueño, finjo que alguien me tiende la mano y entonces avanzo, avanzo hacia la enorme ausencia de forma que es el sueño”.
Es inútil resumir esas páginas de Proust: cada oración, por su contenido, por sus palabras, es un evento: para resumirlas habría que transcribirlas. Pero me esforzaré (en vano, como es costumbre): un hombre reflexiona sobre el sueño. En efecto: es inútil. Retomo: un hombre reflexiona sobre el sueño y recuerda que hubo un tiempo en que se dormía temprano, con las imágenes de la lectura nocturna todavía zumbando en su cabeza hasta el punto de que se desdoblaba sin espanto en el objeto de su lectura, una iglesia, una rivalidad monárquica; recuerda que se despertaba y que se le revelaba la medianoche, el momento en que el enfermo, que confunde la luz pasajera de la vela de un sirviente con el primer rayo de sol, admite que deberá “quedarse toda la noche sufriendo sin remedio”; recuerda que a partir de entonces se despertaba sólo por instantes para “degustar, gracias a un brillo momentáneo de la consciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la habitación, el todo del que yo no era más que una parte minúscula y a cuya insensibilidad corría a unirme”; recuerda que una posición heterodoxa en la cama hacía nacer una mujer en sus sueños; recuerda que un hombre dormido “tiene en torno suyo el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos”, y recuerda por último, antes de llegar al único faro de la noche, que un cuerpo que se despierta recorre los tiempos y los espacios hasta detenerse en la hora de su habitación actual y que a lo largo de esos meandros cósmicos se reencuentra con todas las habitaciones en las que ha dormido, las de la infancia y las de la juventud, en donde los otros cuerpos y las otras memorias retoman su virtud de realidad.
Pero el resumen nada resuelve: aunque el tema alrededor del cual orbitan estas páginas es el sueño, eso no explica su habilidad para conducir al sueño, para remediar las noches blancas.
Que una novela produzca sueño suele reconocerse como una marca de mediocridad; en cambio, que una novela que cavila sobre el sueño produzca sueño es una hazaña entre hazañas, puesto que ha convertido una realidad de la imaginación en una realidad de la vida terrenal (aunque intuyo que imaginación y vida terrenal apenas si se apartan); ha convertido un hombre que lee en un hombre que duerme (o un hombre de luz en un hombre de piedra, como los de Ovidio en sus Metamorfosis), una transformación tan transgresora y tan natural como el desdoblamiento del narrador en una iglesia.
Un efecto asombroso, sí, cómo no. Pero empuja de nuevo la pregunta: ¿cómo produce ese efecto?
Como sólo con una medida de tranquilidad y de consuelo se pueden cerrar los sentidos a los universos del ruido y conseguir el sueño, tranquilidad y consuelo deben de estar cifrados en las oraciones de Proust. Podría haber también fatiga, pero ni la prosa de Proust suda fatigas ni las fatigas más espesas son garantía de una noche de sueño profundo, que está en las fronteras de la muerte.
Sin embargo, es difícil defender como consoladora y tranquilizadora la imagen, apenas en el segundo párrafo, de un enfermo en crisis, movido por la ilusión, que de súbito tiene que resignarse a sufrir hasta el nuevo sol, sin dormir ni ser atendido, trazando con los murmullos de la noche las distancias del abandono. ¿Qué hace Proust, entonces, para conjurar el sueño con una imagen en las antípodas del sueño: el monstruo del insomnio que hace temer, incluso antes de intentar dormir, que el sueño nunca volverá? ¿Por qué el horror de seguir sufriendo toda la noche, pese a su horror, de manera paradójica, y entonces bella, prodiga el consuelo y la tranquilidad y luego el sueño?
Una de las claves, sospecho, es la ductilidad del tiempo. El narrador fluctúa entre tiempos apartados de una línea a la siguiente; en uno de los párrafos, cuando discute su posición temporal y espacial durante el sueño, retrocede incluso hasta la prehistoria y su esencia animal. Escribe: “[...] yo conservaba solamente en su simplicidad primera el sentimiento de la existencia como puede temblar en el fondo de un animal; estaba más desnudo que el hombre de las cavernas [...]”. En esas oraciones el narrador se despoja de toda seña temporal y espacial; es un objeto que flota en los tiempos sin año, sin ropas, sin idiosincrasias, sin familia; es pura carne e instinto blanco; no es nadie y está a merced de todas las posibilidades de cambio: es como un hombre que duerme. La existencia como un temblor animal e involuntario es tan primitiva y elemental como el sueño. En cuanto el narrador da un salto en el calendario o entre habitaciones de pueblo, la sensación es de desnudez y de despojo, de cargas que se afantasman y de reposo. Es como si oración tras oración —tiempo tras tiempo: cada oración es un sacudón de las horas— fuera siendo menos él y más una esencia general, sin el confín de la personalidad, líquida e ilimitada, del mismo material del negro absoluto del sueño.
Pero unas líneas después el narrador insiste en sus señas particulares (recuerda una cama con dosel, la muerte de cierto abuelo, el pueblo de Combray, una habitación en la casa de una tal señora de Saint-Loup), y en esos rasgos minuciosos de su historia y de su espíritu se encuentran de nuevo, tanto como en sus fantasías generales, la tranquilidad y el consuelo (y ahora también el mareo placentero en el umbral del sueño, que alegarán algunos lectores en este punto de la columna).
¿Cómo, entonces, es posible experimentar el sueño tanto en el despojo, que es un estado similar al de un hombre que duerme, como en la particularidad, que convoca más bien las formas de la realidad, de la vigilia? ¿Qué hace Proust que conduce a dos animales opuestos, lo universal y lo particular, hacia un mismo efecto? (Cabe la posibilidad, claro, de que lo universal y lo particular sean un solo y mismo animal: que la cama con dosel sea todas las camas con dosel).
Una posible respuesta está en el párrafo de apertura. Al final escribe: “Me preguntaba qué hora podía ser; escuchaba el silbido de los trenes que, más o menos distante, como el canto de un pájaro en un bosque, marcando las distancias, me describía la extensión del campo desierto donde el viajante se afana hacia la próxima estación; y el pequeño camino sobre el que avanza va a quedar grabado en su recuerdo por la emoción de los lugares nuevos, de los actos inusitados, de la conversación reciente y de los adioses bajo las luces extranjeras que le persiguen todavía en el silencio de la noche, de la dulzura próxima del retorno”.
La oración comienza en una duda sobre la hora, sigue en el silbido de los trenes, se desvía hacia el canto de un pájaro, se une a un viajante imaginario, termina en el resumen ansioso de su viaje y de su próximo retorno. En el siguiente párrafo, el narrador recuesta sus mejillas contra la almohada, remueve el tiempo con un vislumbre de infancia, se reinstaura con la constatación de la hora (“Es medianoche”) y se lanza hacia la imagen del enfermo que, después de tanto harapo de esperanza y de tanta luz hipócrita, deberá sufrir la noche toda.
Proust escribe al borde de un cierto abismo (parecido al de Beckett, por cierto, que tanto lo leyó): el que se opone a la convención, el que cultiva un instinto por el desvío y la alternativa. Cuando se espera que la oración concluya, tuerce el paso y se extiende hasta anchas regiones ajenas; cuando se espera una continuación de la acción, se introduce una metáfora o se dilata el examen de un sentimiento. Su prosa no contiene lo predecible. Rama tras rama, es como el bosque sobre el que silba aquel pájaro: largo, variado, enrevesado, tan vasto como para trastornar la noción de distancia.
Los párrafos que me llevan al sueño buscan torcerlo todo y todo volverlo curvo, tomando a cada paso caminos perpendiculares pero paralelos como los que se toman en el momento de sumirse en el sueño o en los sueños mismos poco antes de despertar, de un modo tan flexible que se pueden acometer encadenamientos que son imposibles en los periodos de vigilia. Escribe Pascal Quignard en La barca silenciosa sobre el progreso del sueño: “Al cuerpo que se duerme, antes de hundirse en el sueño, le parece que despega. El cuerpo humano en la oscuridad es como una barca que suelta sus amarras, abandona la tierra, deriva”. Se asoma, supongo, una hipótesis: la prosa de Proust imita los ritmos del sueño. Mejor: imita su cadencia sensible de camino a la insensibilidad. Mejor: su prosa y lo que expresa son ambos un sueño. Sus palabras no producen sueño: son el sueño.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
Durante mucho tiempo, desde la altura del insomnio donde el sueño es ya un país distante, leí En busca del tiempo perdido para volverme a dormir. Mientras leía, en el primer volumen, desde el principio hasta más o menos el momento en que una lámpara en una habitación se convertía en el único faro de la noche, el sueño, tan esquivo y amurallado unas páginas atrás, volvía sin reniegos en pequeñas olas hasta hundirme; desde entonces, incluso en medio del día, la lectura de esos párrafos arrastra su porción de sueño, y pronto me encuentro dormitando en el corazón de la luz, culpable por carecer de las justificaciones de la fatiga y el trabajo para invertir de ese modo los hábitos del día.
¿Qué tienen esas páginas, que inducen al sueño?
¿Son el consuelo que improviso en la desesperación? Sobre ese consuelo escribe Clarice Lispector en La pasión según G. H.: “Muchas veces, antes de tener el valor de embarcarme en el gran viaje del sueño, finjo que alguien me tiende la mano y entonces avanzo, avanzo hacia la enorme ausencia de forma que es el sueño”.
Es inútil resumir esas páginas de Proust: cada oración, por su contenido, por sus palabras, es un evento: para resumirlas habría que transcribirlas. Pero me esforzaré (en vano, como es costumbre): un hombre reflexiona sobre el sueño. En efecto: es inútil. Retomo: un hombre reflexiona sobre el sueño y recuerda que hubo un tiempo en que se dormía temprano, con las imágenes de la lectura nocturna todavía zumbando en su cabeza hasta el punto de que se desdoblaba sin espanto en el objeto de su lectura, una iglesia, una rivalidad monárquica; recuerda que se despertaba y que se le revelaba la medianoche, el momento en que el enfermo, que confunde la luz pasajera de la vela de un sirviente con el primer rayo de sol, admite que deberá “quedarse toda la noche sufriendo sin remedio”; recuerda que a partir de entonces se despertaba sólo por instantes para “degustar, gracias a un brillo momentáneo de la consciencia, el sueño en que estaban sumidos los muebles, la habitación, el todo del que yo no era más que una parte minúscula y a cuya insensibilidad corría a unirme”; recuerda que una posición heterodoxa en la cama hacía nacer una mujer en sus sueños; recuerda que un hombre dormido “tiene en torno suyo el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos”, y recuerda por último, antes de llegar al único faro de la noche, que un cuerpo que se despierta recorre los tiempos y los espacios hasta detenerse en la hora de su habitación actual y que a lo largo de esos meandros cósmicos se reencuentra con todas las habitaciones en las que ha dormido, las de la infancia y las de la juventud, en donde los otros cuerpos y las otras memorias retoman su virtud de realidad.
Pero el resumen nada resuelve: aunque el tema alrededor del cual orbitan estas páginas es el sueño, eso no explica su habilidad para conducir al sueño, para remediar las noches blancas.
Que una novela produzca sueño suele reconocerse como una marca de mediocridad; en cambio, que una novela que cavila sobre el sueño produzca sueño es una hazaña entre hazañas, puesto que ha convertido una realidad de la imaginación en una realidad de la vida terrenal (aunque intuyo que imaginación y vida terrenal apenas si se apartan); ha convertido un hombre que lee en un hombre que duerme (o un hombre de luz en un hombre de piedra, como los de Ovidio en sus Metamorfosis), una transformación tan transgresora y tan natural como el desdoblamiento del narrador en una iglesia.
Un efecto asombroso, sí, cómo no. Pero empuja de nuevo la pregunta: ¿cómo produce ese efecto?
Como sólo con una medida de tranquilidad y de consuelo se pueden cerrar los sentidos a los universos del ruido y conseguir el sueño, tranquilidad y consuelo deben de estar cifrados en las oraciones de Proust. Podría haber también fatiga, pero ni la prosa de Proust suda fatigas ni las fatigas más espesas son garantía de una noche de sueño profundo, que está en las fronteras de la muerte.
Sin embargo, es difícil defender como consoladora y tranquilizadora la imagen, apenas en el segundo párrafo, de un enfermo en crisis, movido por la ilusión, que de súbito tiene que resignarse a sufrir hasta el nuevo sol, sin dormir ni ser atendido, trazando con los murmullos de la noche las distancias del abandono. ¿Qué hace Proust, entonces, para conjurar el sueño con una imagen en las antípodas del sueño: el monstruo del insomnio que hace temer, incluso antes de intentar dormir, que el sueño nunca volverá? ¿Por qué el horror de seguir sufriendo toda la noche, pese a su horror, de manera paradójica, y entonces bella, prodiga el consuelo y la tranquilidad y luego el sueño?
Una de las claves, sospecho, es la ductilidad del tiempo. El narrador fluctúa entre tiempos apartados de una línea a la siguiente; en uno de los párrafos, cuando discute su posición temporal y espacial durante el sueño, retrocede incluso hasta la prehistoria y su esencia animal. Escribe: “[...] yo conservaba solamente en su simplicidad primera el sentimiento de la existencia como puede temblar en el fondo de un animal; estaba más desnudo que el hombre de las cavernas [...]”. En esas oraciones el narrador se despoja de toda seña temporal y espacial; es un objeto que flota en los tiempos sin año, sin ropas, sin idiosincrasias, sin familia; es pura carne e instinto blanco; no es nadie y está a merced de todas las posibilidades de cambio: es como un hombre que duerme. La existencia como un temblor animal e involuntario es tan primitiva y elemental como el sueño. En cuanto el narrador da un salto en el calendario o entre habitaciones de pueblo, la sensación es de desnudez y de despojo, de cargas que se afantasman y de reposo. Es como si oración tras oración —tiempo tras tiempo: cada oración es un sacudón de las horas— fuera siendo menos él y más una esencia general, sin el confín de la personalidad, líquida e ilimitada, del mismo material del negro absoluto del sueño.
Pero unas líneas después el narrador insiste en sus señas particulares (recuerda una cama con dosel, la muerte de cierto abuelo, el pueblo de Combray, una habitación en la casa de una tal señora de Saint-Loup), y en esos rasgos minuciosos de su historia y de su espíritu se encuentran de nuevo, tanto como en sus fantasías generales, la tranquilidad y el consuelo (y ahora también el mareo placentero en el umbral del sueño, que alegarán algunos lectores en este punto de la columna).
¿Cómo, entonces, es posible experimentar el sueño tanto en el despojo, que es un estado similar al de un hombre que duerme, como en la particularidad, que convoca más bien las formas de la realidad, de la vigilia? ¿Qué hace Proust que conduce a dos animales opuestos, lo universal y lo particular, hacia un mismo efecto? (Cabe la posibilidad, claro, de que lo universal y lo particular sean un solo y mismo animal: que la cama con dosel sea todas las camas con dosel).
Una posible respuesta está en el párrafo de apertura. Al final escribe: “Me preguntaba qué hora podía ser; escuchaba el silbido de los trenes que, más o menos distante, como el canto de un pájaro en un bosque, marcando las distancias, me describía la extensión del campo desierto donde el viajante se afana hacia la próxima estación; y el pequeño camino sobre el que avanza va a quedar grabado en su recuerdo por la emoción de los lugares nuevos, de los actos inusitados, de la conversación reciente y de los adioses bajo las luces extranjeras que le persiguen todavía en el silencio de la noche, de la dulzura próxima del retorno”.
La oración comienza en una duda sobre la hora, sigue en el silbido de los trenes, se desvía hacia el canto de un pájaro, se une a un viajante imaginario, termina en el resumen ansioso de su viaje y de su próximo retorno. En el siguiente párrafo, el narrador recuesta sus mejillas contra la almohada, remueve el tiempo con un vislumbre de infancia, se reinstaura con la constatación de la hora (“Es medianoche”) y se lanza hacia la imagen del enfermo que, después de tanto harapo de esperanza y de tanta luz hipócrita, deberá sufrir la noche toda.
Proust escribe al borde de un cierto abismo (parecido al de Beckett, por cierto, que tanto lo leyó): el que se opone a la convención, el que cultiva un instinto por el desvío y la alternativa. Cuando se espera que la oración concluya, tuerce el paso y se extiende hasta anchas regiones ajenas; cuando se espera una continuación de la acción, se introduce una metáfora o se dilata el examen de un sentimiento. Su prosa no contiene lo predecible. Rama tras rama, es como el bosque sobre el que silba aquel pájaro: largo, variado, enrevesado, tan vasto como para trastornar la noción de distancia.
Los párrafos que me llevan al sueño buscan torcerlo todo y todo volverlo curvo, tomando a cada paso caminos perpendiculares pero paralelos como los que se toman en el momento de sumirse en el sueño o en los sueños mismos poco antes de despertar, de un modo tan flexible que se pueden acometer encadenamientos que son imposibles en los periodos de vigilia. Escribe Pascal Quignard en La barca silenciosa sobre el progreso del sueño: “Al cuerpo que se duerme, antes de hundirse en el sueño, le parece que despega. El cuerpo humano en la oscuridad es como una barca que suelta sus amarras, abandona la tierra, deriva”. Se asoma, supongo, una hipótesis: la prosa de Proust imita los ritmos del sueño. Mejor: imita su cadencia sensible de camino a la insensibilidad. Mejor: su prosa y lo que expresa son ambos un sueño. Sus palabras no producen sueño: son el sueño.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com