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«¿Puede un hombre que siente tantas cosas y de forma tan bella ser al mismo tiempo tan pobre en sentimientos?». El que pregunta es Robert Walser, escritor de novelas, de Jakob von Gunten, de El ayudante; el que evoca la pregunta es W. G. Sebald en un ensayo sobre Walser, El paseante solitario. Se podría reformular en estos términos: ¿es posible tener los pies sobre la tierra (el sentimiento es un peso) y al mismo tiempo flotar (la pobreza de sentimientos entraña una ausencia de peso y por tanto un poder de ingravidez)? Sebald busca dar volumen a esa pregunta en su ensayo —Siruela, 2007, 76 páginas, traducción de Miguel Sáenz— con una aproximación lírica, aguda e imaginativa.
Sebald —también escritor de novelas como Los anillos de Saturno y la singular Austerlitz— no aspira a la monografía académica ni a la biografía, sino a la exploración psíquica y literaria de un escritor en cuya obra las cuestiones estéticas, como en toda obra que intenta la densidad, están amarradas a las de la existencia. De su estética un artista deriva su ética, decía, en ese orden, creo recordar, Brodsky. Walser no se está preguntando sólo por los malestares del corazón de un hombre, sino también por los problemas de la composición literaria, por la posibilidad de escribir relatos que contengan un sentimiento sin rebajarse a confesión, relatos en que el autor se despliegue y se oculte: en que el autor, «entre la multitud de los demás transeúntes», sienta y no sienta. «Un libro en primera persona —según Walser— cortado o dividido en muchas formas».
Para abordar el enigma de Walser —un escritor que rasguñó el reconocimiento en la lengua alemana a principios del siglo pasado y quedó luego reducido a los confines de un sanatorio donde entretenía su esquizofrenia con prolongados paseos a pie por el campo—, Sebald se lanza primero a la descripción de su levedad, de su desapego del mundo y sus bienes, con el recuerdo de siete fotografías que muestran a Walser desde su juventud hasta su vejez, en la parábola del peso a la ligereza. Con mucho acierto, atento a las sombras que inundan la vida de Walser en forma de miseria, inseguridad y locura, Sebald procede entonces a un examen de su estilo y de sus personajes en novelas como El bandido y también en Escrito a lápiz o Microgramas, los textos que Walser ejecutó en soportes variados (desde trozos de cartones hasta el dorso de un recibo) durante su residencia en el sanatorio, en una caligrafía tan minúscula e inescrutable que fue tomada por un código secreto hasta el día en que se descubrió que se trataba sólo de la lengua alemana. Sebald nos descubre que, pese a que «su ideal era vencer la gravitación», tanto su vestimenta (Walser sufrió un periodo dandi) como su estilo arrastraban el peso de lo estrafalario y lo meticuloso. Es atractiva e intrépida la paradoja, formulada por Sebald, de que la levedad de Walser —la tribulación creadora entre sentir y no expresar sentimientos— es el resultado de un estilo incapaz de imaginarse «sin ramificaciones ni florituras», de un estilo que repele la levedad y que anhela la sinuosidad. ¿Cómo puede elevarse y flotar un objeto cuyo interior está lleno de pesadas marañas y extraños artificios verbales? Sebald tiene además la perspicacia para percibir que la levedad se traduce, en ocasiones, en disipación y olvido (los objetos ingrávidos pueden esfumarse de la vista y de la memoria), dos rasgos que identifica entre los personajes borrosos, fugaces y enfermizos que Walser componía con un esfuerzo físico y mental que, en cierto punto, podría haberse considerado sobrehumano.
Sebald, sin embargo, tiene la sensatez de resistirse ante el arquetipo del «escritor loco». Al sostener que El bandido —una novela escrita en 1925 en pleno desmoronamiento mental— es «un autorretrato y una autoinvestigación de absoluta insobornabilidad» y la «obra más inteligente y atrevida» de Walser, Sebald no sólo impide el enclaustramiento de su trabajo en el pabellón de las patologías, sino que se abre a la posibilidad de que, aun en su etapa mental más sombría, Walser permaneciera fiel a sus ideales de levedad, porque la levedad también es el poder de elevarse sobre el dolor y la extenuación e inducir con sus componentes, mediante el tratamiento de los instrumentos literarios, una forma del vuelo. Es conmovedor imaginar a Walser, aislado de las exigencias del mundo en un sanatorio suizo, aferrado a las virtudes ordenadoras y esclarecedoras de la escritura. Es difícil no admitir en este caso la noción de la escritura, si no como curación, al menos como consolación y régimen de cordura.
El paseante solitario tiene la virtud de ser un ensayo sobre un novelista escrito por otro novelista, de modo que aquí priman las imágenes sobre la abstracción, la simetría del paisaje sobre la defensa del argumento. Al final, como testimonio de su levedad, Sebald hace flotar a Walser: lo vemos ascendiendo en globo, «liberado de sí mismo», por los cielos de Berlín.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com