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Si un azadón busca domar la tierra y si un avión busca domar el aire, ¿qué buscan domar las palabras?
Como el azadón y el avión, las palabras son un invento. Como anota Borges en su conferencia sobre la poesía, haber creado las palabras constituyó el primer acto metafórico: crear nombres para cosas que no lo tenían significó crear un equivalente para un objeto físico o una turbulencia del corazón o una correría de la imaginación. La palabra piedra tuvo que ser en el momento de su nacimiento, al pie de una hoguera primitiva, una revolución estética. O rama o estanque o esparadrapo. La palabra en apariencia más insustancial supone un acto fabuloso de abstracción, de concisión, de suma: en ella se mezclan sin pudores lo que alguien sintió sobre esa cosa y lo que la cosa, en su silencio universal, quería expresar.
De modo que, al menos en un primer tiempo, las palabras buscaban domar el mundo innombrado. Decirle luna al disco suspendido en la noche larga lo hacía quizás menos tenebroso, más familiar; los humanos declararon propiedad sobre tierras altas y bajas y sobre ríos y costas cuando los nombraron en sus mil lenguas. Éramos dueños de la luna mucho antes de aterrizar en su superficie de polvo inmóvil. Las palabras también debieron servir, como devenir en francés o reducir a en español, para describir las mutaciones y los movimientos de las cosas: para conocer las poleas de sus almas. Entonces las palabras no sólo indicaron la existencia de las cosas, sino también su posición en el tiempo: su camino variado hacia la muerte.
Fue un proceso sofisticado y todavía oscuro, pese a la culta esclavitud nocturna de tantos filólogos. Se trató de pasar de los monosílabos del quejido y el chasquido a un conjunto de sílabas que, aunque en muchas ocasiones conservan la onomatopeya (¿quién no escucha la violencia del cuchillo en rajar o las voces apagadas en murmullo?), tienen hambre de complejidad, precisión, belleza. Fardo carga su gran peso en el lomo de la erre y la de; pesaroso se alarga tanto que expresa la extensa pesadumbre. ¿Y cuántas palabras recogen los registros, profundos y superficiales, de la mirada? Vislumbrar, atisbar, mirar, examinar, reparar, otear, notar, escudriñar, divisar: todos los actos de un ojo sobre la Tierra. Las palabras que indican en inglés las formas de caminar llegan al colmo de la particularidad: shamble para quien camina con extrañeza arrastrando los pies; bounce para quien va a saltitos enérgicos; plod para quien avanza con esfuerzo titánico; stride para quien da pasos largos; inch para quien los da cortos y lentos; sidle para quien se desliza como a la escondida.
Mientras domaban la Tierra y sus cosas, las palabras domaban también la masa oscura que repta y rebuzna entre los muros del cráneo. Las palabras son la materia concreta de una intuición: son el envase temporal (las palabras, como sus artesanos, cultivan óxido) de una sustancia que hasta entonces carecía de forma, dirección y música, que hablaba desde los sótanos de la sinapsis sin ser del todo oída, que se agitaba en la nave revuelta del cráneo en espera de un molde resistente. Escribir o hablar un día tras otro en su lengua nativa es también un acto mayor de traducción.
Como el azadón en la tierra y el avión en el aire, las palabras peinan los terrenos desordenados del pensamiento, las aguas negras de altamar. Hacen visible lo oscuro, definido lo informe, claro lo enmarañado. Como el avión, retan a la gravedad: elevan aquello que no debía elevarse, como el cura y su taza de chocolate. Cabalgan con una risa bufona sobre el lomo de lo incomprensible. En ocasiones juegan incluso a enredar más lo que ya está enredado: lo llaman filosofar.
Pero existe también un abismo insalvable entre los objetos y las palabras, hondo como el foso de un castillo. Las palabras, lo han repetido miles de escritores, resultan con frecuencia engañosas, insuficientes, imprecisas: una oración puede convocar mil interpretaciones distintas. Con frecuencia jadean cuando se esperaba que respiraran sin intermitencias y se tropiezan en lo pando cuando se esperaba que bucearan en los fondos. Despliegan las alas y las tienen horadadas. Con todo, tan asimétricas como sus creadores, son el único artefacto a la mano para no ceder ante la oscuridad. O para ceder ante ella con un atuendo decente.
CODA
Pregunta para los lectores. ¿Tienen alguna palabra preferida? ¿Qué les evoca esa palabra? De otro lado, o quizás del mismo, ¿qué están leyendo por estos días? Si andan sin lectura, podrían darle una mirada a la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Ahí encontré al menos tres joyas: Morada al sur de Aurelio Arturo, Tambores en la noche de Jorge Artel y ¡No te rindas! de Hazel Robinson.