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En el primer ensayo de Los testamentos traicionados, Milan Kundera describe el carácter cómico de las novelas que inauguraron el género, como Jacques el fatalista. Puesto que la novela es “el territorio en el que se suspende el juicio moral”, el humor es el escalpelo que despoja a todos los objetos de su solemnidad, al punto que, como anota Kundera sobre Gargantúa, “lo que se cuenta no es serio”. Tal vez parezca huera e incluso frívola la concepción de la novela como un aparato que se ríe y profana a gusto. Pero habría que recordar más a menudo que el origen de toda novela, quiéralo o no, es un caballero andante con el juicio torcido.
Si el humor es la bandeja donde se acomoda el banquete, la ironía es el tenedor. El profesor John Lennard tiene una definición perspicaz de la ironía: es la diferencia entre aquello que se espera y aquello que ocurre, es decir, entre la expectativa y la realidad. Beckett, que preserva la línea de Rabelais, es un maestro de la ironía; Vladimir y Estragón anuncian su partida, que nunca ocurre; Hamm desprecia a Clov con empeño, pero apenas si permite que abandone la habitación. La ironía es un consuelo ante los deseos arruinados. El novelista inglés Thomas Hardy también la domina con naturalidad.
Hardy nació en 1840 y murió casi ochenta y ocho años después, tras haber cometido una hazaña triple: convertirse en el novelista más célebre de Reino Unido en su juventud y madurez, consagrarse como un poeta de referencia en su vejez y demostrar de nuevo la ceguera del Premio Nobel, que nunca ganó a pesar de sus 12 nominaciones. En 1891 publicó Tess de los D’Urbervilles, la historia de una joven que descubre de golpe que pertenece a un rico y antiguo linaje. Pese a su subtítulo cargado —Una mujer pura—, su novela está invadida por la ironía, que Hardy dosifica con sutileza.
Al principio, por ejemplo, gracias a la conversación entre un cura montado a horcajadas sobre una yegua y un hombre que va a pie, el lector se entera de que la familia Durbeyfield está emparentada con la familia D’Urbervilles, cuyo pasado fue glorioso y cuyo presente es paupérrimo. Aunque el hombre que va a pie supone que el honor de su apellido debe ser restaurado, los apellidos, que Hardy ha designado con precisión, dicen lo opuesto: Durbeyfield es el declive imparable de D’Urbervilles. Mientras el primero evoca el campo —field—, el segundo evoca la ciudad —además con un término francés, ville—; mientras el segundo ostenta un apóstrofe, como una señal de alcurnia, el primero funde todo en una palabra, de modo que D’Urber se convierte en el famélico Durbey. En efecto, el hombre pequeño, Jack Durbeyfield, es un regateador sin fama ni fortuna, que apenas se entera de la historia de su apellido incurre en el exceso de un sediento que acaba de encontrar una fuente de agua: ordena un carruaje de la fonda más apetecida del pueblo.
Como Jack se emborracha, su hija mayor, Tess, lo releva en su trabajo y emprende un viaje en caballo para transportar la mercancía. El viaje es horroroso: en la madrugada, tras chocar contra otro carro, su caballo, Prince, muere. Tess considera que, por su descuido, ella lo ha asesinado. Es irónico que un caballo ruinoso que apenas cabalga con esfuerzo tenga un nombre real —Prince es príncipe— y que su jinete sea una joven cuyo padre, incapaz de traer unas monedas a casa, prefigura una riqueza infinita por la celebridad gaseosa de sus antecesores.
La burla del destino es aún más cruel cuando se recuerda que, unas páginas antes, al describir el valle en que moran los Durbeyfield, el narrador afirma que solían llamarlo el Bosque del Ciervo a causa de la muerte, en otro tiempo, de un ciervo que el rey Henry III había atropellado. Tess es la culpable de la muerte de Prince, el único sustento de su familia, y se desata una tragedia; el rey arrolla un ciervo y se funda un bosque. Los Durbeyfield están subyugados por su decadencia.
Al reírse de sus tragedias, el narrador, lejos de patear a quien ya está desplomado, adquiere las habilidades para dar cuenta de sus historias con maestría: la risa le otorga distancia con respecto a los hechos y, además, interrumpe la solemnidad —que en Hardy existe en ciertos párrafos de corte moral—. De modo que, a fin de cuentas, la risa es el método más favorable para contarlo todo con absoluta seriedad.
Las ironías de Hardy, además, son como semillas que se esparcen a lo largo de un camino de campo: hay que recogerlas y unirlas para entender su dirección. Salvo por una o dos ocasiones de extraña abstracción, Hardy nunca explica sus ironías; si la literatura es un juego para el escritor, bien puede serlo también para el lector.
Así ocurre más adelante con Angel Clare, un joven cuyo destino era el sacerdocio. Al rehusar el oficio paternal, Clare, que hasta entonces se educaba en los libros, opta por internarse como aprendiz en una granja en donde se topa con Tess. Es un joven con ansias de intelectual que ahora se ocupa de ordeñar vacas. Años atrás se habían encontrado en un baile, aunque sólo Tess parece recordarlo. En el momento en que ambos coinciden en la granja, sin embargo, las condiciones son casi opuestas: años atrás, Tess era una joven que desconocía casi todo del mundo y ahora, tras una serie de percances y desgracias, ha tensado su carácter. Clare es el destinatario adecuado de su madurez. Comienzan a enamorarse.
En los primeros momentos de su enamoramiento, Tess aparece en un jardín mientras escucha, proveniente de un piso alto, las notas de un arpa que Clare toca en sus ratos libres. Páginas atrás, como si se tratara de otro detalle más de ambiente, el arpa es descrita como vieja y de segunda. Pero en ese momento, el arpa, antes tan descartable, consigue su esplendor: a pesar de que la ejecución del instrumento y el instrumento mismo son pobres, según el adjetivo que aplica el narrador, Tess es incapaz de eludir el sonido y de hecho se acerca cada vez más a la ventana. La simetría cósmica habría querido que el enamoramiento comenzara bajo el influjo de una música ejecutada con maestría en un instrumento de categoría, pero la realidad se pudo conformar con un arpa usada y un músico sin talento para acometer el milagro del amor.