El don aleatorio que otorga la literatura a un escritor no es la inmortalidad, que es un espejismo de la vanidad y la altanería, sino la actualidad: el poder de ser presente, de tener vigencia, de preservarse como evento y temblor, de formularse —sin hacer caso de la furia del tiempo, renaciendo según los virajes de su corriente— como novedad.
Toda la gran literatura es, entonces, contemporánea.
La literatura consta de un solo tiempo, de un único periodo en forma de espiral: un eterno presente que va desde el primer libro que se escribió en la recámara húmeda de un palacio babilónico hasta el que se terminará de escribir, sin enmendaduras y en el corazón del ruido, en la víspera de las tormentas y los fuegos finales. Todos los libros que comprende ese conjunto abrumador circulan y laten en torno a los lectores del presente como si recién hubieran sido publicados: el orden por periodos y por escuelas es un consuelo de estudiante; el pasado es una ilusión; Ovidio, Jean Cocteau y Margarita García Robayo están escribiendo hoy.
A diferencia de los aparatos de nuestra era digital, el primer libro no es más ineficaz ni menos adecuado que el más reciente, ni el más reciente ha descubierto, mediante actualizaciones que subsanan los desperfectos de las versiones anteriores, el método para penetrar en operaciones que se le escaparon al primero. La historia de la literatura, lejos de constituir una bitácora inerte de fluctuaciones estéticas, consiste en el censo de los deslumbramientos que tienen lugar, en la esfera privada, con muchos siglos de distancia, entre un lector que va a morir y un libro que nace ante sus ojos.
La cólera de Aquiles, la inspección helicoidal del infierno, la muerte dorada de amoniaco del coronel Aureliano Buendía, el hundimiento contemplativo de Alicia, el descenso a la podredumbre del Continental Op y la caza de la ballena colosal son historias que contradicen los hábitos orgánicos de la vida, puesto que se resisten a la mengua del tiempo y en cambio, tras su concepción y su nacimiento, florecen y se propagan, en múltiples formas variadas, sin desgaste, aunque sus autores hubieran sido en vida, como Onetti, como Di Benedetto, reducidos a una gloria clandestina. El signo oculto a una generación se le revela a la siguiente y se le vuelve extraño a la posterior: el mismo texto leído en tiempos diferentes es la misma marea transportando una vida alterna, arrastrando organismos de otros fondos. Pierre Menard, autor del Quijote es la justa prueba: la repetición estricta de ciertas palabras con trescientos años de distancia supone la creación de un nuevo texto, incluso más intrépido que el original. Las palabras pasadas contienen el catálogo de las consternaciones futuras.
Que un texto antiguo hable del presente con tanta veracidad como cualquier libro vomitado por las imprentas este año es un aspecto reiterado hasta el cliché desde que Eliot y Calvino nos instruyeron en la lectura de los clásicos. Tiene menos fama, en cambio, el movimiento opuesto: la posibilidad de que un libro cuyas imágenes y cuyos referentes estén arraigados en el presente reconfigure, reanime y descifre las imágenes y los referentes del pasado. Una profecía en reversa. Omeros de Derek Walcott ocurre en la isla de Santa Lucía y dice mucho, sin embargo, de la Grecia náutica y aventurera de Homero de la que lo separan veintinueve siglos; a través de Comala se puede indagar el inframundo que visita Eneas; en una Dublín sin diosas ni gigantes, el Ulises de Joyce revela la vida interna de Odiseo en sus retornos interrumpidos. Ocurre también, en contraposición al dogma de que el pasado determina el presente, que los libros del presente reclasifican los del pasado: Kafka, según Borges, impone una estirpe inédita en la que se cuentan Von Kleist, Kierkegaard y Zenón de Elea. Elegir su parentela, refutar la genética, revivir la materia enterrada: conversiones posibles bajo la tutela de la literatura.
Pese a su repetición, sigue siendo fascinante la idea de que la literatura escrita siglos atrás contiene ya las inquietudes de este tiempo. Derivo de esa noción esta otra: el pasado contiene las formas del futuro. Alguien dijo, no recuerdo dónde ni cuándo, que en ciertos segmentos de Velázquez (en la izquierda inferior de alguna pintura con princesas, digamos) ya se manifestaban Picasso y Cézanne. En partes del Rey Lear y del Infierno hablan las invenciones de Beckett; en el Tristram Shandy de Sterne se columbra el Holden Caulfield de Salinger.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
El don aleatorio que otorga la literatura a un escritor no es la inmortalidad, que es un espejismo de la vanidad y la altanería, sino la actualidad: el poder de ser presente, de tener vigencia, de preservarse como evento y temblor, de formularse —sin hacer caso de la furia del tiempo, renaciendo según los virajes de su corriente— como novedad.
Toda la gran literatura es, entonces, contemporánea.
La literatura consta de un solo tiempo, de un único periodo en forma de espiral: un eterno presente que va desde el primer libro que se escribió en la recámara húmeda de un palacio babilónico hasta el que se terminará de escribir, sin enmendaduras y en el corazón del ruido, en la víspera de las tormentas y los fuegos finales. Todos los libros que comprende ese conjunto abrumador circulan y laten en torno a los lectores del presente como si recién hubieran sido publicados: el orden por periodos y por escuelas es un consuelo de estudiante; el pasado es una ilusión; Ovidio, Jean Cocteau y Margarita García Robayo están escribiendo hoy.
A diferencia de los aparatos de nuestra era digital, el primer libro no es más ineficaz ni menos adecuado que el más reciente, ni el más reciente ha descubierto, mediante actualizaciones que subsanan los desperfectos de las versiones anteriores, el método para penetrar en operaciones que se le escaparon al primero. La historia de la literatura, lejos de constituir una bitácora inerte de fluctuaciones estéticas, consiste en el censo de los deslumbramientos que tienen lugar, en la esfera privada, con muchos siglos de distancia, entre un lector que va a morir y un libro que nace ante sus ojos.
La cólera de Aquiles, la inspección helicoidal del infierno, la muerte dorada de amoniaco del coronel Aureliano Buendía, el hundimiento contemplativo de Alicia, el descenso a la podredumbre del Continental Op y la caza de la ballena colosal son historias que contradicen los hábitos orgánicos de la vida, puesto que se resisten a la mengua del tiempo y en cambio, tras su concepción y su nacimiento, florecen y se propagan, en múltiples formas variadas, sin desgaste, aunque sus autores hubieran sido en vida, como Onetti, como Di Benedetto, reducidos a una gloria clandestina. El signo oculto a una generación se le revela a la siguiente y se le vuelve extraño a la posterior: el mismo texto leído en tiempos diferentes es la misma marea transportando una vida alterna, arrastrando organismos de otros fondos. Pierre Menard, autor del Quijote es la justa prueba: la repetición estricta de ciertas palabras con trescientos años de distancia supone la creación de un nuevo texto, incluso más intrépido que el original. Las palabras pasadas contienen el catálogo de las consternaciones futuras.
Que un texto antiguo hable del presente con tanta veracidad como cualquier libro vomitado por las imprentas este año es un aspecto reiterado hasta el cliché desde que Eliot y Calvino nos instruyeron en la lectura de los clásicos. Tiene menos fama, en cambio, el movimiento opuesto: la posibilidad de que un libro cuyas imágenes y cuyos referentes estén arraigados en el presente reconfigure, reanime y descifre las imágenes y los referentes del pasado. Una profecía en reversa. Omeros de Derek Walcott ocurre en la isla de Santa Lucía y dice mucho, sin embargo, de la Grecia náutica y aventurera de Homero de la que lo separan veintinueve siglos; a través de Comala se puede indagar el inframundo que visita Eneas; en una Dublín sin diosas ni gigantes, el Ulises de Joyce revela la vida interna de Odiseo en sus retornos interrumpidos. Ocurre también, en contraposición al dogma de que el pasado determina el presente, que los libros del presente reclasifican los del pasado: Kafka, según Borges, impone una estirpe inédita en la que se cuentan Von Kleist, Kierkegaard y Zenón de Elea. Elegir su parentela, refutar la genética, revivir la materia enterrada: conversiones posibles bajo la tutela de la literatura.
Pese a su repetición, sigue siendo fascinante la idea de que la literatura escrita siglos atrás contiene ya las inquietudes de este tiempo. Derivo de esa noción esta otra: el pasado contiene las formas del futuro. Alguien dijo, no recuerdo dónde ni cuándo, que en ciertos segmentos de Velázquez (en la izquierda inferior de alguna pintura con princesas, digamos) ya se manifestaban Picasso y Cézanne. En partes del Rey Lear y del Infierno hablan las invenciones de Beckett; en el Tristram Shandy de Sterne se columbra el Holden Caulfield de Salinger.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com