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En Rescate (Ocalenie, en su original polaco), su poemario de 1945, Czeslaw Milosz incluye un enérgico ciclo de seis poemas titulado Voces de gente pobre, que abre con Una canción sobre el fin del mundo y cierra con Las afueras. Todos tienen aires de melancolía, olvido, culpa: lo que les ocurre a los vivos cuando cunden los muertos. El más grave y poderoso de los seis es, para mi oído, el segundo: Canción de un ciudadano.
Sus primeros versos indican su tono civil, pero también su lirismo, su urgencia personal por volver canción el derrumbe del mundo (la traducción del inglés, cuya versión fue compuesta por Robert Hass y el propio Milosz, es mía):
Yo, una piedra de las profundidades que ha visto los mares secándose
y un millón de peces blancos saltando en agonía,
yo, un pobre hombre, veo una multitud de naciones de barrigas blancas
sin libertad. Veo al cangrejo alimentándose de su carne.
Por su año de publicación y por los accidentes biográficos de Milosz (promovió durante la invasión de Polonia la resistencia contra los nazis y luego contra el imperialismo soviético), es fuerte la tentación de interpretar el poema como una alusión a la Unión Soviética o a la Wehrmacht. Pero todo buen poema supera sus circunstancias históricas con sus artefactos estéticos: con las metáforas de la piedra, del cangrejo, de las enormes ballenas inmóviles, Milosz alude a una naturaleza mucho más primitiva y ubicua, más antigua y más intemporal. La metáfora lo conduce a las cíclicas formas eternas.
El tono civil continúa en la segunda estrofa (“He visto el desplome de los estados y la perdición de las tribus, / la huida de reyes y emperadores, el poder de los tiranos”) hasta desviarse hacia el hombre que canta (“Puedo decir ahora, en esta hora, / que… soy, mientras todo expira; / que es mejor ser un perro vivo que un león muerto, / como dicen las Escrituras”). Ese yo que mira y canta prevalecerá en el resto del poema: como si, en la humareda de los cañones que uniforma la variedad del mundo, el único consuelo del sobreviviente fuera acentuar al individuo, sobre todo sus ilusiones, sobre todo sus frustraciones. Humano: muñón de ramita que brota en la sombra.
Tras una estrofa donde piensa en un “cielo estrellado” y unos “altos montículos de termitas”, espacios distantes de los humanos, a la vez inmensos y menudos, el hombre continúa su canto:
Cuando camino, duermo; cuando duermo, sueño realidad.
Perseguido y cubierto de sudor, corro.
En plazas de ciudad elevadas por el fulgor del amanecer,
bajo los escombros de mármol de los portales reventados,
trafico en vodka y oro.
El hombre de Canción de un ciudadano trafica entre las ruinas, como las ratas. Es un hombre, al mismo tiempo, que supera las ruinas con su voluntad de supervivencia, con sus versos (escribir, incluso entre los residuos del espacio, es ya un fogonazo de vigor, un pálpito de fuerza): no ve sólo la escoria del mármol, sino también el amanecer que levanta las cosas dormidas de la tierra. También es un hombre sostenido por la melancolía de un sueño insatisfecho (el nuevo tono que entra en el poema), como se nota en la siguiente estrofa:
Y sin embargo estuve a menudo tan cerca.
Hurgué en el corazón del metal, el alma de la tierra, del fuego, del agua.
Y lo incógnito reveló su cara
como una noche se revela, serena, duplicada por la marea.
En cinco estrofas, el poema ha sufrido una metamorfosis inesperada y maravillosa: pasó de un desnudo tono civil (que habría augurado un poema social, cercano en tono a Auden) a una confesión de frustración, un horror íntimo y doméstico. Porque la voz del ciudadano, su canción, es, más que una propiedad pública, una necesidad privada. El ciudadano es, también y ante todo, la criatura que se revuelve y gruñe entre paredes sin puertas ni ventanas (por cierto, es una muestra de valentía el que, en medio de una guerra, que es una pugna de tribus, Milosz resalte con tanto vigor el universo individual). Es ese sentimiento que bulle en las honduras de su interior oscuro el que puede aspirar a convertirse en un clamor universal. La voz que más retumba en la luz es quizás la que más se esconde en lo sombrío.
Una estrofa después, el hombre añora lo que aparece del otro lado de la ventana, “el vivero de los mundos / donde un pequeño escarabajo y una araña equivalen a planetas, / donde un átomo errante se enciende como Saturno”.
Las desventuras de los hombres le han robado la contemplación de la cercanía: ése es el sufrimiento último, hacer remoto lo que murmulla a unos metros, que equivale a ver y no sentir, que para un poeta equivale a la muerte. En una de las entradas de su diario de 1919, Kafka escribe: “Es por completo concebible que el esplendor de la vida permanezca siempre a nuestro alrededor, en espera, en toda su plenitud, pero oculto a los ojos, muy en lo profundo, invisible, lejano”. El hombre del poema de Milosz deplora justo esa tortura, esa muerte chiquita, donde el fruto está a una palma de la boca y la boca no lo alcanza. Canción de un ciudadano no es una canción, entonces, sino un lamento (y es esa su tensión de tono más interesante: aspira al canto en su título, tiende al quejido en su espíritu, pero se empeña en la moderación en su léxico).
Antes de desembocar en la pregunta sobre quién es el culpable de su tortura (sin encontrar ninguna respuesta, claro: el torturador eterno emplea sus armas bajo una capota de sombras), toda su frustración fluye y florece en una estrofa llena de melancolía exhausta, con la que casi cierra el poema y con la que cierra por hoy esta columna:
Esto quise y nada más: en mis años tardíos,
como Goethe en su vejez, ponerme de pie sobre la cara de la tierra,
y reconocerla y reconciliarla
con el esqueleto de mi trabajo, una ciudadela de bosques
sobre un río de luces mudables y sombras breves.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com