En 1987, la Comisión de Estudios sobre la Violencia recomendó: “El Estado colombiano deberá reconocer que la nación a la cual sirve es multiétnica”. Cuatro años más tarde, quedó firmada la nueva Constitución de 1991, cuyo artículo 7 dice: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”.
El vínculo entre uno y otro texto tiene que ver con el proceso de paz con el M19. Junto a estudiantes de antropología visité dos veces el campamento de Santo Domingo (Tacueyó, Cauca) donde estaban concentrados los guerrilleros en trance de desmovilización. En clase habíamos revisado las recién aprobadas constituciones de Brasil y Nicaragua, ambas pioneras en la legitimación de las ciudadanías multiculturales, de modo que las conversaciones que sostuvimos con Carlos Pizarro tenían que ver con el ideal de superar esa noción restrictiva de una colombianidad delimitada por la estirpe española, el castellano y catolicismo. Tratábamos de imaginar cómo atar derechos territoriales de pueblos indígenas y negros a las diversidades que la historia había moldeado. El caso de los primeros ofrecía poca controversia, mas no el de los segundos, percibidos como gente que había alcanzado una afortunada igualdad cultural por el mestizaje.
Con todo y que Pizarro cifrara su “confianza en las virtudes de esta nación mestiza”, insistimos que ese ideal de nación terminaba por ocultar la especificidad cultural afrocolombiana y adhería a la idea restrictiva de ciudadanía. Recogimos lo discutido en el documento titulado Hacia una nación para los excluidos y lo presentamos en las Mesas de Concertación y Análisis que contemplaba el cronograma de ese proceso de paz.
Interesadas por la plurimembresía nacional planteada, Claudia y Marisol Cano lo publicaron en el Magazín de El Espectador. La idea de que a la gente negra pudieran reconocerle derechos territoriales y políticos a partir de su pasado causó sorpresa entre académicos y activistas para quienes tan solo los indígenas tenían identidades étnicas diferenciadas. De ahí que las mismas editoras convocaran a una mesa redonda sobre las divergencias en cuanto a esa propuesta de reconceptualizar quién era colombiano y qué derechos se derivan de serlo.
El documento resultante se llamó Las etnias en la encrucijada nacional. El número 0 de la revista Afroamérica amplió un debate que Carlos Rosero llevó a las sesiones preparatorias de la Asamblea Nacional Constituyente, haciendo énfasis en que los baldíos no eran espacios vacíos, sino territorios a los cuales sus ancestros habían labrado en la lucha por la libertad, y cuyo dominio, por lo tanto, debería ser objeto de legitimación dentro de la nueva constitución que ya se perfilaba.
Hoy Rosero es el líder máximo del Proceso de Comunidades Negras y sigue empeñado en que se respete esa territorialidad colectiva que para ese entonces pocos reconocían, y cuya identificación dio lugar al artículo 55 transitorio de la Constitución del 91, el cual, por primera vez en la historia nacional, les dio visibilidad a la ciudadanía afro y a los paisajes a los cuales ella había dado origen. Hace 28 años, ese estatuto transicional quedaría consolidado mediante la ley 70 de 1993 la cual Rosero y otros miembros de la Comisión Especial de Comunidades Negras diseñaron. Ilusionados por la esperanza que nacía, no imaginaron el horror de la guerra, desposesión territorial y destierro que a lo largo de estos seis lustros han impuesto quienes consideran que el reconocimiento y protección de la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana compromete sus mezquinos intereses.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.
En 1987, la Comisión de Estudios sobre la Violencia recomendó: “El Estado colombiano deberá reconocer que la nación a la cual sirve es multiétnica”. Cuatro años más tarde, quedó firmada la nueva Constitución de 1991, cuyo artículo 7 dice: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”.
El vínculo entre uno y otro texto tiene que ver con el proceso de paz con el M19. Junto a estudiantes de antropología visité dos veces el campamento de Santo Domingo (Tacueyó, Cauca) donde estaban concentrados los guerrilleros en trance de desmovilización. En clase habíamos revisado las recién aprobadas constituciones de Brasil y Nicaragua, ambas pioneras en la legitimación de las ciudadanías multiculturales, de modo que las conversaciones que sostuvimos con Carlos Pizarro tenían que ver con el ideal de superar esa noción restrictiva de una colombianidad delimitada por la estirpe española, el castellano y catolicismo. Tratábamos de imaginar cómo atar derechos territoriales de pueblos indígenas y negros a las diversidades que la historia había moldeado. El caso de los primeros ofrecía poca controversia, mas no el de los segundos, percibidos como gente que había alcanzado una afortunada igualdad cultural por el mestizaje.
Con todo y que Pizarro cifrara su “confianza en las virtudes de esta nación mestiza”, insistimos que ese ideal de nación terminaba por ocultar la especificidad cultural afrocolombiana y adhería a la idea restrictiva de ciudadanía. Recogimos lo discutido en el documento titulado Hacia una nación para los excluidos y lo presentamos en las Mesas de Concertación y Análisis que contemplaba el cronograma de ese proceso de paz.
Interesadas por la plurimembresía nacional planteada, Claudia y Marisol Cano lo publicaron en el Magazín de El Espectador. La idea de que a la gente negra pudieran reconocerle derechos territoriales y políticos a partir de su pasado causó sorpresa entre académicos y activistas para quienes tan solo los indígenas tenían identidades étnicas diferenciadas. De ahí que las mismas editoras convocaran a una mesa redonda sobre las divergencias en cuanto a esa propuesta de reconceptualizar quién era colombiano y qué derechos se derivan de serlo.
El documento resultante se llamó Las etnias en la encrucijada nacional. El número 0 de la revista Afroamérica amplió un debate que Carlos Rosero llevó a las sesiones preparatorias de la Asamblea Nacional Constituyente, haciendo énfasis en que los baldíos no eran espacios vacíos, sino territorios a los cuales sus ancestros habían labrado en la lucha por la libertad, y cuyo dominio, por lo tanto, debería ser objeto de legitimación dentro de la nueva constitución que ya se perfilaba.
Hoy Rosero es el líder máximo del Proceso de Comunidades Negras y sigue empeñado en que se respete esa territorialidad colectiva que para ese entonces pocos reconocían, y cuya identificación dio lugar al artículo 55 transitorio de la Constitución del 91, el cual, por primera vez en la historia nacional, les dio visibilidad a la ciudadanía afro y a los paisajes a los cuales ella había dado origen. Hace 28 años, ese estatuto transicional quedaría consolidado mediante la ley 70 de 1993 la cual Rosero y otros miembros de la Comisión Especial de Comunidades Negras diseñaron. Ilusionados por la esperanza que nacía, no imaginaron el horror de la guerra, desposesión territorial y destierro que a lo largo de estos seis lustros han impuesto quienes consideran que el reconocimiento y protección de la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana compromete sus mezquinos intereses.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.