El antifaz contra la pandemia castra los gestos que revelan quiénes somos y qué sentimos. Elías Canetti había predicho ese horror**:
“La máscara es pues precisamente eso que no se transforma, inconfundible y perdurable… Su perfección descansa en que… todo lo que está tras ella permanezca irreconocible… La tensión entre la rigidez de la apariencia y el misterio tras ella puede alcanzar una dimensión monstruosa”.
Esta emasculación no es ajena a los algoritmos. Además de las Siris y Alexas, en RCN Radio oímos cómo Vera dictamina si son ciertas las noticias que las redes difunden sobre el coronavirus. Harari señala cómo abandonamos el liberalismo, la religión del siglo XX que deificó la libertad de las personas. Hoy le rendimos culto al “big data”, y aceptamos que para vigilar el virus guíe nuestra voluntad. De ahí que me detenga en una pesadilla que hace unas semanas me parecía irreal:
«La bioseguridad ya exige trajes blancos enterizos como de astronauta. La afectación de lagrimales obliga a las gafas polarizadas y a máscaras faciales de telas más gruesas. Las venden con diversas pinturas: lengua de Rolling Stones, sonrisa del Guazón, expresión beatífica del Sagrado Corazón, cara amorosa de la virgen de Chiquinquirá, la cual, como las otras, ahora sí oculta la totalidad de las facciones de quien las viste. Frente a las consecuencias de estas barreras, los expertos introducen iPads para que la gente los lleve colgados del pecho. No solo vigilan las variables relacionadas con la propagación del virus, sino que reproducen la foto y pueden amplificar la voz de quien porta el aparato, para que sus interlocutores e interlocutoras lo conozcan. Además, la pantalla va emitiendo aquellos emoticones y gifs que le dan vida virtual a los estados de ánimo que experimenta cada uno. Sin embargo, nuestra diversidad cultural multiplica las ambigüedades. Me veo en un añorado salón de clase haciéndoles caer en cuenta a mis estudiantes que esos dispositivos para hacer explícitos los estados de ánimo más que todo apelan a cambios en la boca y los ojos, o a manitos que suben y bajan, porque los diseñadores de Google o Facebook tienden a excluir el resto de los órganos y se basan en representaciones válidas para los países del norte. Insisto en que miren cómo la imagen de una sonrisa amplia y de lágrimas que al mismo tiempo salen de los ojos aspira a significar dicha extrema, pero que aquí hay gente de pueblos para los cuales el mensaje es confuso: o se está triste —lágrimas— o se está feliz —risa amplia—, pero no es posible estar triste-alegre al mismo tiempo. Para ponerles fin a equívocos por mala comunicación, el presidente Iván Duque opta por cederle su reality de televisión Yo me llamo presidente a una empresa para que adiestre a las familias en emoticonología y gifisología. Ante el televisor, mamá, papá e hijas e hijos repasan la posición que en cada dibujo tienen ojos, boca y manos. En voz alta, repiten: alegría, preocupación, tristeza, sorpresa, angustia o curiosidad. Eso si, la instrucción virtual recalca que el enunciado de cada palabra tiene que, sin muestras de exaltación alguna, porque de otra manera los cambios en la entonación de la voz que pudiera compartir cada familia les quitarían universalidad a los íconos digitalizados. El paradigma para aplanar la voz consiste en las instrucciones que imparten las robotas de Waze».
Por esta docilidad programada quizás sea que aquí nos desenmascaramos para rumbear o comprar televisores, y no para hacer públicas muecas de ira como las que debería motivar la indolencia que la extrema derecha ejerce a propósito del asesinato sistemático de quienes entregaron sus armas, luchan por ejercer sus indianidades o negritudes, por los derechos humanos y la salvaguardia de páramos y selvas. ¿Qué podríamos pintarles a nuestros tapabocas para hacer explícito que no compartimos la mansedumbre algorítmica?
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.
** Le agradezco a Arturo Guerrero el haberme recordado esa lectura.
El antifaz contra la pandemia castra los gestos que revelan quiénes somos y qué sentimos. Elías Canetti había predicho ese horror**:
“La máscara es pues precisamente eso que no se transforma, inconfundible y perdurable… Su perfección descansa en que… todo lo que está tras ella permanezca irreconocible… La tensión entre la rigidez de la apariencia y el misterio tras ella puede alcanzar una dimensión monstruosa”.
Esta emasculación no es ajena a los algoritmos. Además de las Siris y Alexas, en RCN Radio oímos cómo Vera dictamina si son ciertas las noticias que las redes difunden sobre el coronavirus. Harari señala cómo abandonamos el liberalismo, la religión del siglo XX que deificó la libertad de las personas. Hoy le rendimos culto al “big data”, y aceptamos que para vigilar el virus guíe nuestra voluntad. De ahí que me detenga en una pesadilla que hace unas semanas me parecía irreal:
«La bioseguridad ya exige trajes blancos enterizos como de astronauta. La afectación de lagrimales obliga a las gafas polarizadas y a máscaras faciales de telas más gruesas. Las venden con diversas pinturas: lengua de Rolling Stones, sonrisa del Guazón, expresión beatífica del Sagrado Corazón, cara amorosa de la virgen de Chiquinquirá, la cual, como las otras, ahora sí oculta la totalidad de las facciones de quien las viste. Frente a las consecuencias de estas barreras, los expertos introducen iPads para que la gente los lleve colgados del pecho. No solo vigilan las variables relacionadas con la propagación del virus, sino que reproducen la foto y pueden amplificar la voz de quien porta el aparato, para que sus interlocutores e interlocutoras lo conozcan. Además, la pantalla va emitiendo aquellos emoticones y gifs que le dan vida virtual a los estados de ánimo que experimenta cada uno. Sin embargo, nuestra diversidad cultural multiplica las ambigüedades. Me veo en un añorado salón de clase haciéndoles caer en cuenta a mis estudiantes que esos dispositivos para hacer explícitos los estados de ánimo más que todo apelan a cambios en la boca y los ojos, o a manitos que suben y bajan, porque los diseñadores de Google o Facebook tienden a excluir el resto de los órganos y se basan en representaciones válidas para los países del norte. Insisto en que miren cómo la imagen de una sonrisa amplia y de lágrimas que al mismo tiempo salen de los ojos aspira a significar dicha extrema, pero que aquí hay gente de pueblos para los cuales el mensaje es confuso: o se está triste —lágrimas— o se está feliz —risa amplia—, pero no es posible estar triste-alegre al mismo tiempo. Para ponerles fin a equívocos por mala comunicación, el presidente Iván Duque opta por cederle su reality de televisión Yo me llamo presidente a una empresa para que adiestre a las familias en emoticonología y gifisología. Ante el televisor, mamá, papá e hijas e hijos repasan la posición que en cada dibujo tienen ojos, boca y manos. En voz alta, repiten: alegría, preocupación, tristeza, sorpresa, angustia o curiosidad. Eso si, la instrucción virtual recalca que el enunciado de cada palabra tiene que, sin muestras de exaltación alguna, porque de otra manera los cambios en la entonación de la voz que pudiera compartir cada familia les quitarían universalidad a los íconos digitalizados. El paradigma para aplanar la voz consiste en las instrucciones que imparten las robotas de Waze».
Por esta docilidad programada quizás sea que aquí nos desenmascaramos para rumbear o comprar televisores, y no para hacer públicas muecas de ira como las que debería motivar la indolencia que la extrema derecha ejerce a propósito del asesinato sistemático de quienes entregaron sus armas, luchan por ejercer sus indianidades o negritudes, por los derechos humanos y la salvaguardia de páramos y selvas. ¿Qué podríamos pintarles a nuestros tapabocas para hacer explícito que no compartimos la mansedumbre algorítmica?
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.
** Le agradezco a Arturo Guerrero el haberme recordado esa lectura.