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Mi nieto Kino se molestó por la película que filmé en 1982 sobre el Baile de negros del Carnaval de Mompox. Pese a lo oscuro de sus pieles, los bailarines aparecían pintados de negro. Daniel Samper Pizano diría que al pobre niño ya lo convirtieron al neopuritanismo de la “cultura del delique”. Sin embargo, como los de su escuela, ese niño ha aprendido que la representación jocosa cumple un papel perverso en la perpetuación del racismo. Anestesia las conciencias con respecto a los efectos que aún padecen los descendientes de quienes fueron secuestrados en África occidental y central, exportados mediante embarcaciones que han sido clasificadas como “campos de concentración flotantes”, para luego ser esclavizados en las Américas y el Caribe. Al proceso lo racionalizaron los “Códigos Negros” que -comenzando por Portugal y España- las naciones tratantes impusieron desde el siglo XVII. Calificando como subhumanos a quienes bautizaron como “negros”, justificaron torturarlos, siempre y cuando el verdugo no comprometiera ni la reproducción ni el trabajo forzado de sus víctimas. En 2001, la Convención de Durban contra el racismo declaró que la trata esclavista consistía en un crimen contra la humanidad, objeto de reparación histórica.
A Kino le han enseñado que hacia 1832, en Estados Unidos, a las caras negras las popularizó el comediante blanco Thomas Rice mediante su baile Jump Jim Crow (Brinca Jim Crow), dando origen a los minstrel shows, que a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX recibieron el refuerzo de juegos como el del African dodger, favorito en ferias de pueblo, consistente en obligar a un joven negro a meterse por detrás de un bastidor y sacar su cara por un hueco al cual le apuntaban los blancos con pelotas de béisbol, además de miles de caricaturas, figuritas de cerámica, diminutos muñecos de plástico que bailan mientras les dura la cuerda, así como carteles de mujeres gordas de trapo de pepas rojas en la cabeza como la de los pancakes Aunt Jemima. Estereotiparon, ridiculizaron y denigraron de los “niggers”, hasta naturalizar su supuesta inferioridad y de esa manera aletargar a grandes masas de gente blanca para que aceptaran sin reatos de conciencia las 400 leyes Jim Crow de la inhumana segregación racial. Derivadas de los Códigos Negros, hasta el decenio de 1960 preponderaron en el sur de Estados Unidos. Combatirlas y eliminar la ridiculización divertida que las sostenía consistió en el eje del movimiento de derechos civiles que protagonizaron Ida B. Wells, Rosa Parks, Martin Luther King, Malcom X y otros activistas. Entre sus logros están las leyes de derechos civiles de 1964 y del derecho al voto de 1965.
Como sucedió en los estados gringos del norte, aquí no hubo esas normas explícitas, pero los antiguos Códigos Negros legaron hábitos que explican la persistencia de la segregación y sus apoyos estéticos. En Colombia, además de las de la comparsa momposina a la cual me he referido, las caras negras también aparecen en otros carnavales, incluido el de Barranquilla. El baile de negros que he mencionado rememora la épica de una tropa palenquera al mando de Zambe. Batalla por su libertad, como lo hicieron los cimarrones de los siglos XVII y XVIII contra los españoles. En los ensayos, una agresiva coreografía reforzaba la ira de las recitaciones compuestas para denunciar la corrupción que estrangulaba al pueblo.
Ante semejante intensidad, ¿cómo sería la recepción de esta cuadrilla simbólica, cuando al otro día desfilara por la calle de la aristocracia, la Real del Medio? El filme muestra cómo Zambe apareció con la cara pintada de negro; se disfrazó de payaso, calzó unas abarcas enormes; se puso las antenas del Chapulín colorado y blandió su chipote chillón. La insumisión belicosa le dio vía a una representación divertida que el público recibió con carcajadas y aplausos.
¿Se equivocó Samuel Mármol, el director de la comparsa? Hace dos semanas escribí sobre segregacionistas estilo Paloma Valencia, quien quizá habría sido partidaria de que esos negros ni sacaran sus vulgaridades por las calles de la gente bien, para asimilacionistas como Samper, Zambe y sus cimarrones hicieron bien acudiendo al humor, y los antirracistas se preguntarían si el ensamble cayó en la trampa de una expresión estética racista y ninguneadora. Propondrían una pedagogía crítica acerca de cómo derrotar el engaño tendido por la educación y la historia. Esta vía es impensable sin esa introspección dolorosa que tendemos a obviar. En su reemplazo, como lo hizo Donald Trump, terminamos alegando ser los menos racistas del mundo.
* Profesor, programa de antropología, Universidad Externado de Colombia.