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El 4 de agosto, nos enteramos de cómo había sido la secuela de los hechos violentos que hinchas de El Nacional y Santafé habían protagonizado 24 horas antes en El Campín. Machete en mano, partidarios de ese último equipo se habían ido contra los jovencitos de la Delegación Juvenil de Boxeo de Risaralda. La razón, esos deportistas vestían camisetas verdes y blancas, los colores de El Nacional. Twitter se llenó de mensajes para expresar indignación por semejante desafuero. Fueron los de la Primera Línea, escribían unos, sin fundamento alguno; los uribistas contestaron otros, sin ninguna prueba. De ahí tanto el atrincheramiento en lo que cada quien defendía como “su verdad”, así como la subsecuente e inverosímil tormenta de violencia verbal.
Pensé que ese evento le daba la razón al argumento que ese mismo día planteó Farhad Manjoo en su acostumbrado artículo de opinión del New York Times: de esperanza integradora de los pueblos, las redes sociales se han convertido en lo contrario, al extremo de precipitar a la humanidad hacia lo que se perfila como pérdida de coordinación y solidaridad. Ambas cualidades han hecho posible hazañas, como la que ha tenido lugar en estos últimos doce meses: el homínido lampiño y débil que somos ideó vacunas contra el Covid-19. Sin embargo, a la tecnología también le ha correspondido amplificar la campaña contra la vacunación, y de esa manera perpetuar el riesgo que todos enfrentamos por quedar lejos de la inmunidad de rebaño. La atmósfera de lacerante desconfianza que propaga la Inteligencia Artificial explica tanto la irracionalidad de las reacciones por la paliza que recibieron los niños boxeadores, como los medios de eficacia insospechada al alcance de quienes les incumbe pulverizar aquellos relatos que han aglutinado desde los grupos tribales hasta los nacionales, debido a que les brindan nociones compartidas acerca de lo que son y pueden llegar a ser**.
Hace un mes celebramos los 30 años de la firma de la Constitución de 1991. Por fin sustituíamos el mito de la hispanidad redentora que había primado, y comenzábamos a dudar, primero, de que gracias al aporte blanco, nuestra estirpe mestiza superaba el salvajismo atribuido a negros e indios; segundo, de que el castellano nos libraba de los llamados dialectos, incapaces de expresar el razonamiento abstracto, y tercero, de que por el catolicismo derrotábamos las idolatrías ancestrales. Derivada de esa constitución, la Ley 70 de 1993, a su vez, creaba la Cátedra de Estudios Afrocolombianos, soñada como revolución pedagógica que les restituyera la dignidad que ese mito imperante les había arrebatado a los descendientes de quienes habían sido esclavizados. Sin embargo, en esta coyuntura parece ser evidente que Twitter y demás nubes cibernéticas refuerzan la ausencia de voluntad política para que el Estado se comprometa a fondo con ese y otros esfuerzos a favor de una educación que además de propia para los pueblos étnicos, amplíe los márgenes de tolerancia del resto de poblaciones hacia la diversidad cultural e histórica. De ahí el vacío de narraciones alternativas, con su consecuente ira social, y el derribamiento de las estatuas en honor a los conquistadores españoles. La impunidad frente a la reacción consistente en la bala contra la guardia indígena o contra los jóvenes negros de Puerto Resistencia, ¿se deriva de la lacerante atmósfera de desconfianza que hoy la tecnología convierte en pan de cada día? Frente a redes que por megarepetición convierten la mentira en dogma, urge redoblar el esfuerzo para propagar historias sobre nuestro ser que no sean las de la supremacía blanca.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.
** Noah Yuval Harari, 21 lecciones para el siglo XXI.