Completé varias semanas enmudecido por el aniquilamiento de la compasión que la emergente tecnomonarquía gringa ha perfeccionado en Gaza y globalizado mediante decretos presidenciales. Ni siquiera se le escapa la licencia para realizar pescas industriales que arruinarán los arrecifes coralinos y las especies únicas amparadas mediante el estatuto internacional que delimita al Monumento Nacional Marino de las Islas Remotas del Pacífico. Por fortuna, dos experiencias me sacaron del atontamiento. Ambas indicarían que resurge la creencia tanto de que hay almas en las piedras, plantas y animales con quienes compartimos el escenario de la vida, como de que su salvaguardia será posible mediante la fraternización y el diálogo con ellas.
La primera vivencia se debió a la novela La sombra de Orión del escritor Pablo Montoya (2022, Literatura Random House). Él le dedicó uno de sus capítulos a Mateo Piedrahita, “naturalista sonoro” quien, en su casa de San Javier, había conformado una fonoteca con infinitud de ruidos y resonancias de Medellín. Gracias a los micrófonos, hidrófonos, audífonos y sensibles grabadoras que había perfeccionado logró registros sistemáticos de “susurros resquebrajados, gritos contenidos, resuellos agrietados” y palabras a las cuales entrecortaban los desechos que, junto con las víctimas de la operación Orión, las volquetas descargaban en La Escombrera. Pedro Cadavid, profesor de la Universidad de Antioquia y cronista de ese horror, estuvo a punto de perder la razón. No podía arrancar de su memoria las grabaciones de Piedrahita con las conversaciones que transmitían los escombros arrojados con los muertos de la Comuna 13.
Terminé el libro con la curiosidad de qué era un hidrófono. Hace un mes, Leonel Vásquez, maestro de la escultura y los sonidos me sacó de la duda. A mi hija Tatiana y a mi nos invitó al lago Colorado que queda sobre el lindero entre el páramo de Sumapaz y Sibaté.
A una sofisticadísima grabadora le conectó una especie de arpa que reemplazaba las membranas sensibles a sonidos como los de la voz humana. Sumergió ese conjunto triangular de cuerdas en un arroyo que salía de la laguna y nos prestó sus audífonos. De inmediato, melodías cristalinas sin patrones definidos nos sumergieron en el estado de transparencia mental que uno logra si la meditación es exitosa. Al maestro le brillaban los ojos: ese era el paso que aspiraba que lográramos en el intento por enseñarnos a dialogar con el páramo.
Pasó a explicarnos que había ideado otro tipo de micrófono para captar el sonido de la savia en su camino desde las raíces hasta las ramas de los árboles.
Ahí terció su hermana Angélica, socióloga e historiadora estudiosa del conflicto armado. A lo largo de sus investigaciones de posgrado, ella había conocido en Cádiz la fosa común que albergaba a los republicanos a quienes ametrallaron los franquistas. Sabía del dolor que embargaba a los descendientes de esas víctimas, de modo que le propuso a su hermano grabar las voces de los árboles que durante esos años habían crecido alrededor del camposanto. Convocaron a las personas afectadas. Ellas sintieron que las armonías que escucharon eran como palabras de sus antepasados. Las llevaron al llanto y la reconciliación con el pasado traumático. Repitieron ese rito de consolación en Bogotá, alrededor de los yarumos del Centro de Memoria Histórica. Ahora conciben una ceremonia comparable para los descendientes del genocidio por inanición que a lo largo de los años de 1930 ocasionaron las políticas agrarias que José Stalin les impuso a los ucranianos.
La maloca que el maestro Vásquez construyó en la finca de su familia guardaba otras sorpresas: las notas que el flujo del agua le puede sacar a una flauta de cobre.
También el sonido del roce de dos cantos rodados: a la piedra de mayor tamaño la pone a girar en un plato como de tocadiscos, mientras que una pequeña, agarrada de un brazo de acero, hace las veces de “aguja”, en tanto que una corneta de cobre amplifica la fricción. De nuevo, ambos sonidos nos ponían en el modo meditativo facilitador de la conversación con el bosque altoandino. Estas formas de interlocución son como un neoanimismo que ojalá contribuya a erosionar la policrisis que —sin asomo de compasión— exacerba la tecnomonarquía norteamericana.
Suceso infortunado: Ernesto Rodríguez Jaramillo ha muerto luego de una larga lucha por la vida. Atesoro nuestros recorridos en microbús con Papá Abuelito desde San Felipe a la Jiménez. Mi solidaridad con Carmelita, Juan Muanuel, pero en especial con Nicolás Rodríguez Idárraga, quien contribuyó a cambiar mi vida desde 2008, cuando —junto con el director del periódico— me invitó a ser parte de esta página editorial.